Un blog de literatura y de Madrid, de exposiciones y lugares especiales, de librerias, libros y let

sábado, 2 de marzo de 2013

Erotismo en la escritura...


Es fin de semana, es sábado, vamos a relajarnos con una pequeña selección de textos o imágenes relacionados con ellos más o menos "lúdicos".












miércoles, 27 de febrero de 2013

"Para que me cuente" un relato de Rocío Díaz




Hoy os voy a dejar con uno de mis relatos.

Fue premiado con el Primer premio del V Certamen de Poesía y Relato Corto de la Fundación de la Mujer del Ayuntamiento de Cádiz. En el año 2007.
 
Espero que os guste. Va por todos los maestros que he tenido y espero seguir teniendo.

   Para que me cuente


  

Uno recuerda con aprecio a sus maestros brillantes,
pero con gratitud a aquellos que tocaron nuestros sentimientos.
Karl Gustav Jung


 




1.

A Doña Lidia comenzaron a lloverle relatos.

Una mañana abrió el buzón y encontró entre las cartas un sobre más abultado que los demás, un sobre con sus señas casi dibujadas de tan cuidadosamente habían sido escritas. No conocía la caligrafía, ni conocía el remite. No conocía de quién ni de donde llegaba aquel sobre. Extrañada lo abrió con cuidado, y aún más extrañada descubrió lo que guardaba en su interior. Tres o cuatro páginas manuscritas que comenzó a leer con curiosidad, que siguió leyendo con interés, que terminó con un suspiro. Tres o cuatro páginas de las que no levantó la vista hasta que no encontró el fin. Porque así lo llevaba claramente escrito. Porque era un relato. ¡Bendito destino! Un relato... Una historia mágica. Un regalo.

Uno de papel que terminaba con la dedicatoria:
“Para usted Doña Lidia, para que me cuente”

No sabía por qué, pero aquel sobre existía. Y había llegado a su buzón, y tenía su nombre, y tenía sus señas. Era para ella, de eso estaba bien segura. ¿Quién lo enviaría? Y mientras hilvanaba preguntas y más preguntas, mientras descosía respuestas que se torcían, todo el día lo llevó guardadito en el bolsillo. De vez en cuando lo releía y se lo volvía a guardar, a salvo y seguro. Y cuando ya casi de tanto leerlo se lo aprendió, solamente lo tocaba por encima de la tela, y lo acariciaba lento, lento, sabiéndolo allí, sabiéndolo cerca.

Pasaron dos o tres días, y una mañana al abrir el buzón de nuevo otro sobre la sorprendió. El mismo contenido abultado y la misma caligrafía manuscrita. Las mismas señas y la misma dedicatoria. Y entre ellas otro relato, otra historia, otro regalo. El mejor.

Y tampoco casi lo creyó. Y ya eran dos los cuentos que guardaban su bolsillo. Y ya eran dos los que de tanto leer acabó aprendiendo. Dos los que acariciaba por encima de la tela.

A Doña Lidia siguieron llegándole relatos. Cada poco, uno nuevo le daba los buenos días desde su buzón. Y le alegraba la mañana, y le alegraba tanto el alma que casi podía sentirla bailar de puro contento entre aquellas frases. Y el montoncito iba creciendo tanto como su corazón se encogía.

Porque nadie necesitaba ese puñado de relatos como Doña Lidia.

Nadie.




2.

A Doña Lidia se le habían ido encogiendo las letras.

Y sin apenas darse cuenta, como globos parecían habérsele ido volando, tan alto, tanto, que por más que estiraba la imaginación no conseguía alcanzarlos.

Y sin letras no había frases, sin frases no había párrafos, sin párrafos no había historias. Y Doña Lidia había escrito muchas historias, miles y miles, millones de ellas. Y escribiendo había cumplido sueños que nunca soñó cumplir. Y escribiendo había conjurado demonios, había escapado de la existencia vulgar, había idealizado un matrimonio rutinario, había sublimado una agotadora profesión de maestra, que ahora y a menudo sentía desierta y monótona.

Porque escribiendo Doña Lidia había conseguido reinventarse el mundo. Había conseguido sentirse casi feliz.

Nadie necesitaba de ese puñado de relatos como Doña Lidia que empapelaba ese vacío de millones de papelitos. Ideas, comienzos, finales,  personajes y lugares sobre los que escribir. En mitad de una clase, entre el primer y el segundo plato, en plena ducha, había tenido tantas veces que detener lo que estaba haciendo solo para escribir. En un vano afán de capturarlas. Que no se escaparan, no, que algún día servirían. Millones de papelitos que año tras año había ido reuniendo y atesorando con la esperanza de que un día ayudaran a echar a andar de nuevo. Pero ese día no había llegado nunca y habían quedado olvidados en cajas y más cajas en un desván.

Doña Lidia ni tan siquiera sabía porque las letras le habían ido abandonando. Hubo quién dijo que quizás se cansaron de sentirse utilizadas, o que quizás un miedo malvado a la falta de originalidad las paralizó en un lugar remoto de la imaginación. Hubo quién afirmó que todo caudal de agua termina por agotarse, o quién sugirió que quizás la falta de riego terminó por secarlas. Hubo quién, investido de pomposos títulos, le puso nombre de enfermedad; o quién, neciamente, le aconsejó dedicar sus seniles esfuerzos a completar cualquier nueva y rara colección.

Qué mas daba. Un millón de nombres o ninguno. Un millón de intentos o ninguno en poner etiquetas. Qué más daba. El caso es que Doña Lidia dejó de contar.


Y así pasaron tiempos y más tiempos, hasta que a su buzón comenzaron a llegar relatos. Y con una gota, y con dos, y luego tres, termina por llover. Y los bolsillos de Doña Lidia desbordaban historias que iba aprendiendo, y esos regalos de papel arropaban el vacío que habían dejado en ella sus propias letras.






3.

A Doña Lidia le habían sobrado historias.

“¡A ver caballeros! ¿Quién quiere empezar hoy?” Y Juan García, 1º de bachiller del 75, levantaba rápidamente el dedo, moviendo sin parar el culo en el asiento, nerviosito, deseando hablar, loco por empezar. “Señor García deje usted el baile de San Vito que no va a empezar hoy, que eso ya sé que se le da como hongos, no, no estese bien atento que le tocará la ultima frase...” Y así doña Lidia se aseguraba que Juan García, prestara atención durante toda la clase, una hazaña para él mayor que cualquiera de las del Cid Campeador.

“Rodrigo Pérez,  a ver caballero, una frase con “musarañas”, que nos va a dar usted el principio del relato...” Y Rodrigo Pérez, 1º de bachiller del 76, tenía que bajar a todas prisas de su mundo para comenzar la historia... Esa historia que uno a uno, pupitre a pupitre irían inventando...

“¡Germán Sánchez! ¿Cómo es nuestro protagonista? denos a sus compañeros y a mí 5 cualidades”, “¡Cincoooo!, protestaba Germán Sánchez, 1º de bachiller del 77, abriendo los ojos de par en par y elevando el tono de voz como si le hubieran pedido que recitara todos los misterios del Rosario... “Pues tiene usted razón, Germán, todita la razón, contestaba doña Lidia espabilando hasta a las arañas que trabajaban en los altísimos rincones de aquella clase, cinco van a ser pocas, denos mejor diez”. Y Germán Sánchez parsimoniosamente, sin gana ninguna comenzaba la retahíla: “Fumador, holgazán, despistado...” “¡Pero bueno, un momento, un momento, gritaba doña Lidia, ¿Qué hemos aprendido en todo este tiempo...? A ver Felipe Gómez, aproveche ese arte que le ha dado Dios para hacer payasadas, y vaya poniendo los gestos a las características que le vaya diciendo Germán”. Y Felipe Gómez, el gracioso de la clase, iba haciendo mímica y ahora tenía un cigarrillo en la mano, ahora bostezaba, ahora tropezaba...

Y la clase entera estallaba en sonoras carcajadas mientras poquito a poco y sin darse ni cuenta iban aprendiendo a revolver en el trastero de la imaginación. Entre bromas y medio jugando, iban poniendo orden en sus propias historias, vistiendo y desvistiendo al personaje de gestos, iban trayéndole y llevándole por la vida que ellos mismos le estaban inventando.

Y doña Lidia curso tras curso, corría de un pupitre a otro, de una esquina a otra de la vieja clase, señalando, nombrando, espabilando, riendo, aplaudiendo, soñando entre ellos, con ellos, para ellos.

Que sin apenas darse cuenta aprendían a contar.



4.

A doña  Lidia comenzaron a lloverle fotos.

Una mañana abrió el buzón y encontró entre las cartas un sobre idéntico a los que ya tantas veces había recibido. Un sobre con sus señas casi dibujadas de tan cuidadosamente habían sido escritas. Y aunque no era tan abultado como los demás, de éste tampoco conocía la caligrafía, ni conocía el remite. No conocía de quién ni de donde llegaba aquel sobre. Extrañada lo abrió con cuidado, y aún más extrañada descubrió lo que guardaba en su interior. Tres o cuatro fotos color sepia, que comenzó a mirar con curiosidad, que siguió observando con interés, que dejó de ver entre lágrimas. Tres o cuatro de las que no podía levantar la vista, porque le pesaban en los ojos, en la memoria, en el alma.

Porque eran las ideas, los comienzos, los finales, los personajes y los lugares que tantas veces ella había soñado atrapar en papelitos, como quién atrapa raras mariposas y desea clavarlas con alfileres en la memoria. Porque allí estaban, en aquellas fotos. Porque allí estaban las caras imberbes aún, de sus primeras promociones de alumnos. Un puñado de chavales sentados en dos filas sonriendo a la cámara, al lado de una Doña Lidia joven, que les acompaña de pie, les acompañaba. Una Doña Lidia que les enseñó a bucear entre las ideas y a escoger el mejor comienzo. Les enseñó a elegir los finales más inesperados y a crear los personajes más especiales. Les enseñó a inventarse un mundo propio huyendo de lugares comunes.

Allí estaban. Juan García, que había salido movido, si es que no paraba quieto ni un momento, ¡ay el del baile de San Vito!. Rodrigo Pérez, mirando para otro lado, como siempre, pensando en las musarañas... Germán Sánchez, agachado, medio tumbado encima del compañero, demonio de crío, que nació cansado, tuvo su madre el parto de la burra porque no le daba la gana de nacer y siguió luego igual de holgazán... Felipe Gómez, ¡cómo no! haciendo monerías, poniéndole orejas al de delante...

Hasta doña Lidia llegaron sus gestos, sus bromas, su particular forma de crecer. 1975, 1976, 1977... Allí estaban todos. Todos aquellos a los que había enseñado a contar.

Fue dando vuelta a las viejas fotos y descubrió que detrás y a la altura de cada uno de ellos, estaban sus nombres, los que recordaba y los que ya había olvidado, y bajo esos nombres, los títulos de los relatos que había estado recibiendo.

Allí estaban. Los mismos que habían acudido a la fiesta de su jubilación, allí estaban... ¡Ay que bandidos...! Medio calvos ya y todavía a sus espaldas habían conspirado para seguir haciendo travesuras juntos... todos juntos, uno a uno... uno detrás de otro...  ¡Benditas travesuras...!

Y supo que ya nunca volvería a sentir vacíos sus bolsillos. Y dos lágrimas quisieron salir de aquellos ojos con cataratas. Supo que los relatos no dejarían de llegar a su buzón, como gotas, una detrás de otra. Y otras dos lágrimas las siguieron. Porque esas eran las primeras, pero habían sido muchas, muchas las promociones que vio crecer. Y ya no podía parar tantas lágrimas. Porque hay deudas impagables. Deudas de gratitud absoluta.

“Para usted Doña Lidia. Para que me cuente”.


“Demonio de críos...”




©Rocío Díaz Gómez

lunes, 25 de febrero de 2013

"Telaraña" una columna de Manuel Vicent en El País



Mi hermano pequeño, que es "mu grande", el otro día me leía esta columna de Manuel Vicent.

Os la copio porque me gustó mucho. Pero mucho.

"El hombre sin cobertura..."

Telaraña

Se trata de un ser que, adonde quiera que vaya, nunca tiene cobertura y permanece a salvo de cualquier basura mediática

 
 
He aquí la versión actual del hombre nuevo, aquel que, de una u otra forma, ha sido siempre el sueño de todas las revoluciones. 
 
Se trata de un ser que, adonde quiera que vaya, nunca tiene cobertura y por tanto permanece incontaminado, a salvo de cualquier basura mediática. Después de un esfuerzo heroico ha logrado eludir el humillante destino de llegar a este mundo con la única misión de ser un hombre-antena, un repetidor humano solo apto para recibir y trasmitir llamadas, mensajes, correos electrónicos. Este hombre nuevo se niega de raíz a contribuir a la contaminación del espacio con una cháchara idiota, como un insecto más en la telaraña. 
 
Las personas privilegiadas, como esta, son todavía escasas, ya que en ellas se realiza el mito platónico de la invisibilidad, un don de los dioses. Ya no hay playas desiertas ni existen parajes preservados. Todo el planeta ha sido conquistado y sometido a la red social. Es inútil buscar un lugar inaccesible donde refugiarse. La jodida telaraña lo envuelve todo, desde la gélida estratosfera hasta el íntimo sudor del petate y a través de la almohada penetra en el subconsciente desguarnecido de los humanos. 
 
Pero el individuo sin cobertura no tiene necesidad de huir, puesto que él es su propio refugio. El mito del hombre invisible, ese sortilegio que llenaba la imaginación de nuestra niñez, que te confería el poder de atravesar las paredes, de estar a la vez en todas y en ninguna parte, equivale a esa invisibilidad platónica que ostenta hoy el hombre sin cobertura. 
 
Se acerca el día en que lo más snob será que digan de ti: no ha llegado todavía, ya se ha marchado, no se le espera, no lo llames, nunca contesta, está y no está, no existe, esa es su naturaleza. ¿Qué ha hecho este individuo preclaro para merecer el privilegio de estar envuelto en una atmósfera intangible y ser absolutamente real?. Su móvil vibraba cada minuto reclamando más papilla. Ese aparato se había convertido en un testigo de sus miserias, en un delator al servicio de sus enemigos. 
 
 De pronto un día se sintió perseguido y acorralado en la red por una multitud de seguidores y amigos que trataban de devorarlo. 
 
Cortó por lo sano, arrojó el móvil a un pozo y comenzó a vivir por dentro como un hombre nuevo, no como un insecto capturado.
 
 
 

viernes, 22 de febrero de 2013

Edward Gorey un ilustrador hoy en el doodle de google





Me ha gustado mucho el doodle de hoy de google. Ya sabéis que "doodle" es una palabra inglesa que significa garabato. Google de vez en cuando para celebrar acontecimientos o aniversarios transforma su logo y lo hace más creativo versionándolo en función de lo que quiere celebrar.

De vez en cuando me gusta dedicar alguna que otra entrada a la labor de los ilustradores de libros.



En esta ocasión Google celebra el 88º aniversario del nacimiento de Edward Gorey, un dibujante bastante curioso e inquietante del siglo XX. Es reconocido por sus libros ilustrados de un tono macabro pero con cierto sentido del humor.

Nació en en Chicago el 22 de febrero de 1925. Fue a varias escuelas primarias locales entre 1944 y 1946, estuvo en el ejército en Dugway Proving Ground, en Utah y, más tarde, en Harvard, (de 1946 a 1950), donde estudió francés y compartió habitación con el futuro poeta Frank O'Hara.

Desde 1953 hasta 1960, Edward Gorey, vivió en Nueva York y trabajó para el Departamento de Arte de Doubleday Anchor, ilustrando portadas de libros, como por ejemplo: 'Drácula' de Bram Stoker, 'La guerra de los mundos' de H. G. Wells o el 'Libro de los gatos habilidosos del viejo Possum' de T. S. Eliot.

La influencia de Edward Gorey puede encontrarse en algunos artistas contemporáneos como Tim Burton, innegable deudor de la obra del estadounidense.


Os dejo con algunas de sus ilustraciones:


 







jueves, 21 de febrero de 2013

Artículo "Un cuarto propio lleno de fantasmas"




Hoy os quería dejar con un artículo. En otras ocasiones hemos dedicado alguna que otra entrada del blog a las casas de los escritores. Hoy vamos a dedicar este espacio a los cuartos donde trabajan. Ese es el tema de este artículo que os copio, que a mi me resultó interesante.

A ver que os parece.

http://www.revistaenie.clarin.com/literatura/escritorios-de-los-escritores_0_862713747.html

Un cuarto propio lleno de fantasmas

¿Por qué nos fascinan los escritorios de los poetas y narradores? Es como si en esos refugios privados, donde se escribieron los grandes libros, se escondiera un secreto para develar. El efecto que nos produce conocerlos puede ser motivador o paralizante.

POR Andrés Hax


El 24 de diciembre de 1910 Franz Kafka escribió en su cuaderno: “He examinado mi escritorio con más atención y he visto que nada bueno se puede hacer sobre él. Hay tanto desparramado, un desorden sin proporción y sin la compatibilidad de las cosas desorganizadas que hace que, de otra forma, el desorden sea tolerable. Que reina el desorden no más sobre su tapete verde no más, lo mismo pasa en las orquestas de los viejos teatros. Pero que bollos de viejos periódicos, catálogos, postales, cartas, todos se asomen por debajo de los cajones, en forma de escalera, este estado indigno de las cosas, arruina todo...” Y sigue un larguísimo párrafo de descripción del escritorio, como si Kafka fuera un viajero relatando el paisaje hostil de una tierra desconocida.

El escritorio del escritor es un lugar arquetípico, como el ring de boxeo, el diván de un psicoanalista, la cabina de un avión de combate, la mesa de cirugía de un doctor o la celda de un monje. Es un poco romántica esta descripción, lo admitimos, pero qué le vamos a hacer. Escribir es una ocupación romántica. Si el escritor es de verdad, si –como Kafka– está buscando algo así como la liberación del alma o, por lo menos, la transubstanciación de la experiencia a algo más duradero (algo con las características de la eternidad), el escritorio es el lugar donde esa transubstanciación se elabora. Puede ser un lugar de serenidad y de triunfo, de superación y de goce; pero también puede ser un lugar de derrota, de humillaciones y de catástrofes que –uno siempre piensa– podrían haber sido evitables. 

Para los que piensan que estamos exagerando, consideren algunos casos. Philip Roth, el año pasado, decidió dejar de escribir de una vez por todas. Sobre la pantalla de su computadora pegó un post-it con la frase “la lucha con la escritura ha terminado”. Lo mira todas las mañanas con un alivio gigante. David Foster Wallace, derrumbado espiritualmente porque no logra terminar una novela (había dicho que era como intentar armar una casa de paneles de madera con un fuerte viento) se suicida. Se ahorca en el garaje donde estaba su escritorio. Primero puso en orden los infinitos papeles de esa novela inconclusa. Jonathan Franzen escribió su primera gran novela, Las correcciones , en un cuarto cerrado, con tapones en los oídos, y con el puerto de red de su computadora sellado con pegamento. Hemingway escribía parado, como un boxeador. La carrera de Stephen King dio un giro cuando su esposa, harta de sus adicciones, vació los contenidos del cesto de basura debajo de su escritorio sobre el mismo: una pila gigantesca de latas de cerveza. Debajo del último escritorio de Herman Melville (sobre el cual escribió su último gran cuento, Billy Budd ) se encontró un papelito que decía: “Sé fiel a los sueños de tu juventud”. Proust escribía de noche en su cama, en un cuarto con las paredes encorchadas para crear un capullo de silencio. 

Sin embargo, los escritorios no tienen que ser necesariamente lugares privados. Sartre y Cortazar escribían en cafés. El Marqués de Sade, Cervantes y Jean Genet, en celdas de una prisión. Balzac, en su juventud, escribía desde la prisión de la pobreza. Dijo una vez: “Amaba mi prisión, porque la había elegido yo mismo.” Faulkner se despertaba de noche y escribía sobre las paredes de su dormitorio. 

Podríamos seguir y seguir. 

¿Puede ayudar en la comprensión de una obra conocer el escritorio donde fue escrita? Para algunos lectores, es necesario meditar sobre las dificultades de la creación literaria. Acercarse lo más posible a su autor querido conociendo cómo fue que escribió su libro. No sólo cómo organizó su material y cómo se organizaban sus días de trabajo sino ver, aunque sea en una foto o a través de una descripción (como la del diario de Kafka) el lugar de trabajo. El escritorio. Conocer el escritorio de un escritor, ver la habitación donde él o ella escriben, es algo parecido a conocer la cara de ese escritor. No nos explica la obra de una manera directa pero sí de una forma oblicua. Uno no puede desasociar la obra de Beckett con su austera cara con esos ojos azules de gaviota. Cuando uno relee los cuentos de Borges, inevitablemente tiene en mente su cara, con esa particular mirada de falsa humildad, o de sabiduría (según cómo te caiga Borges). 

Lo mismo pasa con los escritorios. Si has visitado Arrowhead , la casa de Herman Melville, y te has parado en su escritorio, con tu mano sobre su escritorio, mirando por la misma ventana que él miraba mientras escribía Moby Dick , nunca vas a poder volver a esa novela sin imaginarte a Melville encorvado sobre ese escritorio escribiéndola. Lo mismo con los poemas de Neruda y sus casas en Santiago, Valparaíso e Isla Negra. O la torre de William Butler Yeats en Irlanda. Hay un libro maravilloso sobre la pequeña cabina de Heidegger en la Selva Negra y cómo ese lugar influyó en su escritura. ( Heidegger’s Hut , Adam Sharr. MIT Press, 2006).

T. S. Eliot escribió en La canción de amor de Alfred Prufrock : “Tendría que haber sido un par de garras rotas / corriendo sobre los pisos de mares silenciosos.” Si el escritor, en su silenciosa producción, es una criatura fantástica, algo así como el cangrejo o langosta de Eliot, su escritorio es su caparazón.


¿Donde escribe usted?
En algún momento del siglo XX la figura pública del autor se hizo más compleja. Aparte de su obra misma, empezaron a cobrar importancia cosas externas a los libros mismos. Ciertas preguntas, específicas al proceso de escribir, se convirtieron en habituales: ¿Dónde escribes? ¿A qué hora? ¿En cuadernos o hojas sueltas? ¿En una máquina de escribir o con pluma? 

El principal culpable de esta tendencia es la revista The París Review , que desde los años cincuenta ha publicado excepcionales entrevistas con los grandes autores del mundo. Además de la foto del autor, publican una reproducción de una hoja de un manuscrito. Algo fundamental en estas entrevistas son las interrogaciones sobre “el taller” del escritor. Hoy, ser entrevistado por el Paris Review da un sello de prestigio quizá comparable con ganar un Pulitzer. Y todos los periodistas culturales que entrevistamos autores estamos, conscientemente o inconscientemente, imitando el modelo de esta revista legendaria.
¿Es legítimo este interés sobre los detalles físicos y externos de la praxis de los creadores de literatura? ¿Se entiende mejor la obra conociendo cómo se hizo, materialmente? ¿O es mero cholulismo, comparable con las notas de ¡Hola! que muestran las casas de veraneo de nobles menores de Europa?
Hay muchos autores que huyen de este tipo de preguntas, pero la verdad es que a la mayoría les encanta. No solo eso, ellos mismismos fomentan esta mística del escritorio del escritor.

En el 2008 y el 2009 The Guardian publicó una serie de notas llamada Writers’ Rooms . Aún está online. Allí, el fotógrafo Eamonn McCabe hizo retratos de los cuartos de escritores (sin los escritores presentes) y los autores mismos contribuyeron con un breve texto presentando sus aposentos. A diferencia de Kafka, el tono es fresco y orgulloso. Como el de un agente inmobiliario mostrando una joya de departamento. Figuran, entre otros, Eric Hobsbawm, Martin Amis, John Banville, Hanif Kureishi, Seamus Heaney, Jonathan Safran Foer, Richard Sennett y J. G. Ballard. Póstumamente están los de Charles Darwin, Virginia Woolf, Rudyard Kipling, Charlotte Bronte. En total son 116 sujetos. 

Sobre su trabajo fotográfico, McCabe dijo: “Siempre me ha gustado fotografiar a gente solitaria. Cuando era más joven fotografiaba a boxeadores. Ahora que estoy más viejo me gusta retratar a escritores, poetas y artistas. Una cosa que tienen en común, es que trabajan solos”. Pero sobre los retratos en sí, McCabe dijo: “Por más que no esté el escritor en el cuarto, aún es un retrato. Sus cuartos los reflejan...” Una crítica que se le hizo a McCabe es que todos sus retratados son gente acomodada de clase media. O sea, escritores comercialmente exitosos. Y aquí yace un problema muy importante en todo este lío. Es muy lindo, y no totalmente mentiroso, hablar de boxeadores y monjes y pilotos de guerra al buscar un corolario para el escritor en su cuarto. Pero también hay un fenómeno burgués de consumo y –más peligroso aun– de autoengaño. ¿Cuántos aspirantes a escritores ven estas fotos y se proyectan a sí mismos en esos cuartos, como si fueran ellos los escritores? Si es así, el fenómeno de la fascinación con los cuartos y los escritorios de los escritores tiene algo vacío y hasta pornográfico. Es como el fenómeno de las Moleskine. ¡Escribir en el mismo cuaderno que usaba Pablo Picasso, Ernest Hemingway o Bruce Chatwin!
Uno no tiene que ser escritor para ser parte de la literatura. Es suficiente con ser lector. Sin embargo, hay legiones de jóvenes (y viejos también) que alimentan una falsa vocación de escritura. Cuando esta ya no se puede realizar, la conclusión puede ser aniquilante. Un autoexilio de la literatura por razón de envidia y amargura. En este estado frágil y vulnerable de deseo sin intento, de fantasía sin trabajo, ver los escritorios de los escritores puede ser contraproducente. 

La literatura es extremadamente simple y compleja a la vez. Es muy fácil leer una gran novela, pero casi imposible escribirla. Ver los escritorios de los escritores (al fin, tan parecidos a los nuestros, dentro de todo) alimenta la idea que está a nuestro alcance, también, ser escritores. Esto puede ser un gran incentivo o la semilla de una gran mentira. 

En la novela Crossing to Saftey, de Wallace Stegner, asistimos a la larga vida de cuatro personajes, uno de los cuales quiso ser escritor y anduvo toda su vida más o menos en eso. En la última escena, la hija de este personaje entra al escritorio de su padre junto al mejor amigo de él. Es un lugar perfecto. El problema es que nunca escribió nada. Su hija dice: “Prepararse ha sido el trabajo de su vida. Prepara y después ordena”. ¡Que no te pase lo mismo!

lunes, 18 de febrero de 2013

"Amargo despertar" de José Mª Herranz. Presentación en la Casa Castilla La Mancha





Mañana martes 19 de febrero, a las 19:30, se presenta en la Casa de Castilla La Mancha, de Madrid, el disco de poesía sinfónica "Amargo despertar", de José María Herranz, en el marco de la tertulia literaria "Eduardo Alonso" dirigida por Manuel Cortijo y Juan Pedro Carrasco. 

Jose María Herranz es poeta, miembro del Círculo de Bellas Artes de Madrid, del Ateneo de Madrid y de la Asociación de Escritores y Artistas Españoles y además, director de la editorial “Poeta de Cabra (2) Ediciones”.

Además de este CD "Amargo despertar”, ha publicado los libros: “Donde no habite el olvido”, Legados ediciones, 2011 (antología poética de 41 voces españolas seleccionadas por José María Herranz). “Las razones del lobo” y “Sofismas”, Poeta de Cabra Ediciones, 2009. “Oráculo de la amistad”, Ediciones Vitruvio, 2004.“Hijos de la miseria", Taller de poesía VOX, 1980.

De la poesía de José María Herranz se ha dicho que es una poesía mística, barroca, dionisíaca....

"Amargo despertar" que se presenta mañana, es un trabajo poético-musical conjunto con el compositor Andreu Jacob y cuenta con la colaboración de los poetas Luis Antonio de Villena y María Esperanza Párraga Granados. 

Presentará el acto el poeta Javier Díaz Gil, coordinador de la tertulia "Rascamán"  de Madrid. 

El poeta recitará los poemas del disco sobre las bases musicales.
 
PRESENTACIÓN "AMARGO DESPERTAR"
LUGAR: CASA DE CASTILLA LA MANCHA, C/ PAZ, 4 (MADRID), SALÓN DE ACTOS
METRO SOL
FECHA: 19 DE FEBRERO DE 2013,  19:30 HR.