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martes, 22 de julio de 2014

Una entrevista con motivo de uno de mis relatos



Hoy os voy a copiar aquí una entrevista que me han hecho con motivo de haber quedado finalista en el I Certamen Literario Madrid Sky. 

Han sido muy amables conmigo. Y desde aquí quiero volver a dar las gracias a este grupo literario por su buen hacer en todas estas cuestiones literarias. Y en especial a Manuel Pozo que ha dedicado su tiempo y su interés a esta entrevista. Primaduroverales se reunen en el Centro Cultural de la Casa del Reloj en Madrid y fue un placer conocerles.

La entrevista está publicada en su blog. Os la copio, pero quiero dejaros el enlace para que los conozcais mejor.

https://primaduroverales.wordpress.com/author/primaduroverales/


Entrevista a Rocío Díaz Gómez (segunda finalista del I Certamen Literario Madrid Sky)

Rocío Díaz 2 

Rocío Díaz Gómez es madrileña, aunque de niña vivió en Galicia y Cataluña, por eso siente que su infancia no es madrileña. Es licenciada en Psicología por la Universidad Autónoma de Madrid. Le gusta viajar, la fotografía, caminar, atender su blog, hacer álbumes de fotos, coser… Tiene muchas aficiones y todas le gustan mucho, con lo cual dentro de su cabeza suelen entrar en conflicto por la falta de tiempo. Para leer prefiere la novela al relato corto, sin embargo, escribiendo, es una maestra del relato corto, modalidad con la que ha conseguido numerosos premios, entre ellos este puesto de finalista en el I Certamen Literario Madrid Sky. Cuando le preguntamos por su autor preferido nos dijo que tiene muchos y que no puede hablar de uno en concreto: nos citó a García Márquez y a Isabel Allende. Entre los españoles a Lorenzo Silva, Rosa Montero, Marta Rivera de la Cruz, Elvira Lindo, Muñoz Molina, Almudena Grandes, Manuel Rivas… y en poesía recordó a Amalia Bautista, Luis Muñoz y Benjamín Prado.
 ¿Cuáles son los premios más importantes que has ganado? ¿Has publicado?
El premio más importante que he ganado fue el Max Aub de Relato en el año 2009. Es un premio muy especial tanto por la curiosidad de que medio pueblo de Segorbe actúa como jurado, como por su cuantía económica que está muy bien. Además tengo un buen recuerdo de la forma en que me trataron, que fue impecable. Pero he ganado otros que también han estado muy bien como el premio Nacional de Narrativa de la Asociación de Periodistas de Ávila, el de Monturque, el Miguel Artigas… Tengo publicado ese relato, me lo publicaron en la Fundación Max Aub, en un librito. Y luego tengo publicaciones en algunas revistas literarias: Luces y Sombras de Tafalla, Cuadernos del Matemático de Getafe. Y también en muchas publicaciones donde se han recogido relatos premiados.
La organización del concurso fue para nosotros un reto. Sin presupuesto y subvencionado por nosotros mismos. ¿Qué te pareció el acto de entrega de premios del I Certamen Literario Madrid Sky?
Me gustó mucho por varias razones. La primera de ellas porque era un certamen, como tú muy bien dices, subvencionado por vosotros mismos. Me gustó mucho eso de que “queríais devolver a la literatura lo que ella os había dado”, al dedicar los beneficios de vuestro libro a la creación de un certamen. Después porque se notaba que se había preparado todo el acto con mucho mimo. Como finalista me sentí muy bien tratada. Por otra parte tenía de positivo que se leyeran todos los relatos finalistas, una entrega de premios literaria luce mucho más, en mi opinión, cuando se leen los relatos. Además tengo la suerte de haber estado en varias entregas de premios, y me pareció todo un detalle que el jurado le explicara a cada uno de los finalistas los hallazgos de su relato. En fin, por varias razones.
¿Qué se siente al ganar un premio literario?
Sobre todo una inyección de motivación increíble para seguir escribiendo. Al fin y al cabo es un reconocimiento a todo el tiempo que has pasado en soledad peleando con la historia.
Esta vez te has quedado muy cerca… me imagino que eso decepciona.
Si te digo la verdad no tenía ninguna esperanza de ganarlo. Éramos diez finalistas, cualquier autor lo podía ganar. Así que no me decepcioné en absoluto, sentí que un tercer puesto, con la cantidad de relatos que se habían presentado, no estaba nada mal.
¿Nos puedes contar alguna anécdota que te haya sucedido en alguna entrega de premios?
La verdad es que cada entrega de premios es un mundo. Es muy curioso. Se viven experiencias muy diferentes pero todas muy enriquecedoras. Por ejemplo me acuerdo de que en una entrega de premios en Motril, acabé cantando La tarara y canciones similares con un grupo de mujeres que también participaban en la entrega porque habían hecho un libro con ellas. En Laviana, en otro certamen, nos llevaron a hacer una ruta por los alrededores del pueblecito asturiano… En Monturque, un pueblecito cordobés pequeñito, pues tienen una joya que nos estuvieron enseñando: un cementerio sobre unas cisternas romanas impresionantes. Bueno, cada una es mundo, ya te digo.
Qué nos puedes contar de tu relato finalista “Con nieve hasta el ombligo”…Rocío Díaz 1
Pues me lo planteé como un reto. Yo normalmente escribo relatos más largos, me cuesta mucho sintetizar. Y por otro lado me gusta mucho cuando me dan alguna pauta que me ayude a comenzar cualquier relato. Entonces vuestro concurso reunía que, por un lado, me obligaba a inventar una historia empezando por una frase concreta que, en mi opinión, debía tener un peso específico en la historia puesto que era la condición, y por otra parte tenía que ser como mucho de dos folios a doble espacio… Así que manos a la obra… Y salió este relato en el que traté de utilizar la técnica de la metáfora de situación, la historia familiar corre paralela a la del tiempo atmosférico. Y me gustaba que lo contara el niño, su visión inocente solo sugería más que contar, así el lector tiene más margen para la imaginación.
A mí tu relato me ha gustado porque tiene esa historia de fondo, esa segunda historia que se va contando por detrás de la historia que se lee en el primer plano. ¿Es fácil conseguir esa profundidad?
A esta pregunta creo que casi te he contestado en la anterior. No sé si es fácil, o es difícil. Es laborioso, eso sí, porque es como si echaras al aire dos bolas y hay que intentar que ninguna se te caiga. Un malabarismo. Pero yo quiero mejorar a la hora de escribir. Y esforzándome en pretender utilizar más recursos, en echarlos al aire en menos espacio, en que no se te caiga ninguno es una forma de hacerlo…
Nosotros proponíamos una frase para comenzar el relato. ¿Te resultó difícil darle continuidad a esta frase?
Me lo tomé como un juego. A ver qué historia puedo inventar en la que tenga importancia que sobre el asfalto alguien piense que el invierno se ha ido… Una “road movie” pensé, para que alguien lo vea sobre el asfalto. Y de pronto visualicé a un niño mirando por los lados del sillón de atrás de un coche en busca de un montón de nieve… Y así poco a poco fueron llegando sus compañeros de viaje y con ellos su historia.
¿Por qué escribes cuentos?
Porque no sé vivir sin hacerlo. Necesito inventarme historias, en cualquier momento con cualquier frase que te asalta a traición y piensas: “Eso estaría bien para un relato…” Y después viene el placer de ir perfilándolo. Sí escribir es un placer y una necesidad.
Tienes un blog de literatura fantástico ¿Qué te aporta el blog?
Tengo un amigo que siempre me insistía en que tuviera un blog para colgar mis relatos… Y yo siempre le decía ¿Pero y yo qué voy a contar en un blog? Bueno pues me lo dijo tantas veces que un buen día, un poco por ver si era capaz, me abrí uno y ya voy camino de cinco años con él. Ahora me falta tiempo para hacer tantas entradas como me gustaría. Es un blog sobre las palabras, sobre cultura, sobre Madrid. Sí, también hay relatos míos, pero me sentiría muy egocéntrica si solo hablara de mí en él. Hablo de todo lo que me llama la atención: letreros, literatura, exposiciones, nuestra ciudad… La verdad es que el blog ha enriquecido mucho mi vida, quién me lo iba a decir…
¿No te parece que la literatura es una extraordinaria manera de conocer a otras personas?
Sí, por supuesto que me lo parece. He conocido personas muy interesantes y he hecho muy buenos amigos gracias a la literatura.
¿Volverás a participar si organizamos otra vez el certamen?
Sí, claro ¿Por qué no?
Cuéntanos, por favor, tus proyectos literarios.
Bueno pues tengo otra entrega de premios a la que asistir en septiembre, esta vez voy a por un segundo premio a Valencia. También me han ofrecido que me haga cargo como compiladora de una parte del próximo núm. de la revista Luces y Sombras de Tafalla. Para el otoño con los compañeros de mi tertulia voy a formar parte de una antología. Y sobre todo escribir y escribir ese es mi principal proyecto.
¿Antes de despedirte nos puedes recomendar una novela y un relato?
A ver. Qué difícil uno solo de cada. Se me van a quedar muchísimos fuera… Una novela: “El olvido que seremos” de Héctor Abad Faciolince, por ejemplo. Y un relato, pues, cualquiera de Benedetti, tiene tantos buenos, me gustan mucho todos. Aunque hay un relato al que tengo un especial cariño, me estoy refiriendo a “El álbum” de Medardo Fraile. Aún recuerdo cuando lo leímos en clase en el BUP…
¿Te gustaría decir algo más?
Sí, claro, que muchísimas gracias a todos vosotros. Gracias por crear este certamen, por ese querer devolver a la literatura lo que ésta os había dado y que a mí me llevó a inventar este relato. Gracias al jurado porque pensó que yo debía estar entre los finalistas. Y en general, a todos vosotros por cómo nos tratasteis. A Alicia con la que me tomé un café antes de la entrega, a Pura, a ti, a todos los que habéis sido tan amables. Mil gracias.

sábado, 24 de julio de 2010

"Un apeadero para la tristeza" Relato de Rocío Díaz


Hoy quería celebrar con vosotros que presentan al público uno de mis relatos.

http://www.xiloca.com/espacio/?p=3863

"El 23 de julio, a las 20,30 h. se presentará en el salón de actos de la Casa de Cultura de Monreal del Campo la letra j de la Serie de Literatura “Miguel Artigas”, que coincide con el décimo certamen de literatura convocado por el Ayuntamiento de Monreal del Campo y el Centro de Estudios del Jiloca, recoje a los siguientes escritores:
  • ROCÍO DÍAZ GOMEZ, con el relato “Un apeadero para la tristeza”
  • MANUEL ARRIAZU SADA, con el relato “Ojos de mar”
  • FAUSTINO LARA IBÁÑEZ, con el relato “Martina”
  • JOSÉ MARTÍNEZ LATORRE, con el relato “El oro de la piel del toro”
  • LUIS TORRIJO, con el relato “Eternamente perseguidos”
  • MERCEDES JURADO CHÍA, con el relato “Los extraños frutos del nogal”
Rocío Díaz Gómez recibió el Primer Premio del Certamen..."

Pues sí. Quería celebrar con vosotros que este fin de semana lo publican en esta serie de literatura. Lo cual me hace ilusión, cómo no. Y qué mejor forma de celebrarlo que compartir la alegría dejandoos con el relato en cuestión. Espero que os guste...




Un apeadero para la tristeza




Había escuchado esa canción más de mil veces. “Cuando me miras morena, de dentro del alma...” La había tarareado muchas más. “... Un grito se escapa, para decirte muy fuerte...”Y ni una sola de esas veces, ni una sola, sus pies habían dejado de acompañarla en el entusiasmo, danzando con vida propia al compás de la conocida melodía. Muchas veces al sentirlos se había preguntado a quién le gustaba más la canción si a sus pies o a ella misma. “...Decirte muy fuerte: guapa, guapa, guapa...”

Por eso, y en ese momento, supo que la canción que sonaba en la lejanía era la suya. Cuando de pronto había sentido que sus pies querían moverse, al principio con timidez, después libres y sueltos como siempre lo habían hecho, lo supo. Fueron ellos los que la avisaron, “...y es que tu cara morena, me roba la calma...” fueron ellos los que la celebraron primero y fue su alma la que lo hizo después, mientras se iba empapando de un chirimiri de nostalgia inevitable, al reconocerla: “...con gracia chulapa para decirte muy fuerte: guapa, guapa, guapa”. Porque aunque había crecido con ese estribillo trepándola alegre desde la planta de los pies, hasta salirle por la boca, hacía ya muchos años que no la escuchaba... Muchos. Tantos años como hacía que no veía a su abuelo. Tantos como hacía que este no la tomaba de la mano y la apretaba del talle para bailar juntos su canción después de decirla “Ea nena a bailar, que las penas bailando parecen más flacas...” El abuelo siempre la llamaba nena, y en aquel pueblo en que se conocían todos, no era difícil que alguien la llamara así...


El abuelo Matías abría siempre el baile del pueblo. En cuánto escuchaba a la orquesta comenzar a tocar no podía parar quieto. Sus pies bailaban, sus brazos bailaban, su redonda tripa bailaba, todo él se movía, como si la música le llevara colgando de unos hilos temblones, como una inquieta marioneta rechoncha que se mueve y mueve feliz. Lo hacía bien, bailaba muy requetebién, eso decía la abuela y decían los demás. Por eso todos los ojos paisanos quedaban hipnotizados mirando como recorría danzando la plaza, como festejaba con todo su cuerpo la melodía. Cuando ya llevaba un buen rato haciéndolo era cuando caía en la cuenta de que era el único que bailaba y entonces se plantaba ufano y en jarras frente a aquel improvisado y familiar público, la panadera, el del bar, los de correos... y a voces les gritaba “Ea a bailar perezosos... ¿que es eso de mirar? ¡no veis que están tocando para nosotros...! A la plaza que ya estáis tardando...” y comenzaba a sacarlos a bailar uno a uno sin atender disculpas ni quejas... sin parar de tirar de ellos, hasta que tenía la plaza llenita de zapatos brincando.


No quería seguir escuchando esa canción. Abrió el invisible paraguas de la indiferencia para impedir que la nostalgia humedeciera sus ojos y comenzó a pasear deprisa por el andén. Taconeó fuerte. Taconeo ruidosamente para evitar escuchar. Noteescucho, noteescucho, noteescucho, se dijo como una niña chica y enfadada, como la niña que era cuando su abuelo bailaba con ella... Pero por más que quiso alejarse, por más que quiso pensar en otras cosas más urgentes, más actuales, la canción no dejaba de sonar. “Cuando me miras morena, de dentro del alma, un grito se escapa...” Y ella no dejaba de escucharla. “... para decirte muy fuerte: guapa, guapa, guapa”. Y la maldijo, maldijo aquellos largos cuatro minutos que parecían cuatrocientos. La maldijo tanto como un día había disfrutado que fuera tan repetitiva y tan alegre, tan sencilla y tan cercana, tanto como un escalofrío de puro placer que sale de dentro sin darnos ni cuenta... Nerviosa, se puso las gafas como un medio más de esconderse. Tendrías que verme abuelo se dijo... de rubia platino y con gafas negras... De rubia, que a ti no te gustaba nada… Y de pié, y hasta con falda y tacones... Luciendo mis piernas. Las piernas abuelo, la buena y la otra… La otra, abuelo, la que ya no baila… Pero la canción seguía y seguía sonando, “Y es que tu cara morena...” seguía y seguía colándose por sus oídos, “...me roba la calma con gracia chulapa...” colándose por sus ojos “para decirte muy fuerte”, por su alma... “Guapa, guapa, guapa...” Su cuerpo, una regadera llena de agujeritos, por los que en vez de salir agua entraba música a borbotones, aquella música haciéndola recordar...


Era tan curioso ver bailar al abuelo... En su cuerpo siempre los anchos pantalones subidos hasta las axilas, colgándole como cortinones desde aquella voluminosa tripa hasta aquellos, tan diminutos pies que parecían esconderse tímidos, pero que asomaban y llevaban la voz cantante en cuanto sonaba música, aquellos que vivitos y coleando le hacían bailar a la primera nota. En su cara siempre aquella sonrisa enorme enmarcando una llamativa muela de oro que lanzaba brillos con cada carcajada, situada estratégicamente al lado de un hueco enorme por el que se le escapaban descarados esos “ea” de puro remango y tan suyos con los que siempre abría o cerraba sus frases. “Ea nena, a bailar” ¡Y vaya si bailaban...! Porque ella había salido a él. No se parecía a la abuela ni a su madre, más serias, más tranquilas. La música podía con ella. Y a la primera nota se buscaban con la mirada, atravesaban la plaza y se enlazaban en un nudo extraño, siamés y perfecto de cuatro piernas y dos cabezas, que se movía graciosamente de un lado a otro. Él panzudo y ella esmirriada. Pero acoplados armoniosamente, rindiéndose a la melodía. El abuelo siempre la animaba a que se dedicara al baile, porque estaba convencido de que era lo suyo, de que haciendo eso ella sería feliz. Y quizás ella le hiciera caso, seguramente. Porque era verdad, nada le hacía sentirse mejor que bailar.


El abuelo Matías vivía en el pueblo, mientras que su madre y ella se habían mudado a la ciudad de provincias más cercana, donde había más trabajo. El padre había muerto siendo ella pequeña, tanto tiempo atrás, que no era más que una figura borrosa con tantas cualidades colgando como bolas lleva un árbol de navidad. Una figura que por supuesto se había inventado y cuyos rasgos y maneras se asemejaban tanto a los de su abuelo como si se hubiera tratado de dos gemelos idénticos. El padre que se había inventado y del que presumía con las niñas de la clase era alto, grande, panzudo, tenía una muela de oro que brillaba, y bailaba mejor que ningún otro. El padre que se había inventado las esperaba con los brazos abiertos en un andén de estación todas las vacaciones de navidad, de Semana Santa, de verano y antes de que se hubiera acercado a él ya la había levantado por los aires abrazándola y bailando con ella mientras tarareaba aquella canción... “Y es que tu cara morena, me roba la calma con gracia chulapa...”


Habían pasado veinte años desde la última vez que la había escuchado. Veinte años desde la última vez que la había tarareado, pero al volver a escucharla tanto tiempo después y en aquel solitario andén donde cada palabra por muy lejana que sonara tenía eco, se daba cuenta de que recordaba tan bien la letra como si la hubiera estado oyendo el día anterior. Y por fin dejó de luchar consigo misma y se rindió a escuchar los últimos minutos... “Cuando me miras morena, de dentro del alma un grito se escapa, para decirte muy fuerte; guapa, guapa, guapa. Y es que tu cara morena, me roba la calma...”. Era una melodía tan alegre... Pero el inconfundible pitido del tren atrajo su atención, se hacía grande aproximándose ya desde la lejanía, y con alivio se alegró de que al fin lo hiciera. Cogió el maletín donde entre lágrimas y a todas prisas había guardado ropa para un par de días y que acarreaba como si en él hubiera guardado media vida y se preparó para subir. Había que hacerlo deprisa, si las cosas no habían cambiado aquel tren de cercanías apenas estaría estacionado en el andén cuatro o cinco minutos antes de volver a arrancar. Y las cosas casi nunca cambiaban... Sentada ya, comenzó a mirar por las ventanillas. El paisaje al principio pasaba lento, luego cada vez más deprisa, aquel paisaje, estéril pero tan familiar, vertiginoso avanzaba ante sus ojos. Vuelvo al pueblo abuelo, se dijo. Vuelvo ahora que tú ya no estás... para recibirme. Y un nudo se le apretó en el estómago. Ojalá hubiera podido volver atrás, ojalá hubiera podido volver a los ocho años, a los diez, a los doce, a esa edad dorada e imprecisa en que aún su abuelo era especial... Y el nudo de decepción y dolor se le apretó aún más fuerte en el estómago. Ojala se pudiera detener el tiempo... Ese tiempo que aún no escocía... no dolía. Y le pareció tener de nuevo quince años...


En el verano de los quince y por primera vez su madre la dejó ir sola al pueblo. Había insistido tanto y había sacado tan buenas notas, que la pobre no pudo negarse más. Al fin y al cabo no era mucha la distancia que tendría que recorrer sola. La dejaría en el andén de la estación de la ciudad, cogería el tren del correo y la esperaría su abuelo también en el andén de la estación del pueblo más cercano. De andén a andén, solo tendría que ir sola el trayecto del tren, y era una línea de correo entre pueblos en los que todos se conocían y aprovechaban para trasladarse.


Y así se hizo. Llegó sana y salva. Nada más abrirse las puertas del tren, antes de bajar, nada más asomar la cabeza y echar un vistazo a ambos lados del andén para ver si ya había llegado el abuelo, con su gorra calada hasta las orejas, Fermín el jefe de estación, plantado a la cabeza del tren ya estaba gritando: “Matías, tu visita... Y supo que su abuelo estaba allí. De dos brincos bajó corriendo del tren y le buscó con la mirada. No tuvo que buscar mucho, cuando se dio cuenta ya estaba entre sus brazos. “Nena, cuánto has crecido, y con esa cola de caballo tan larga y tan morena estás tan bonita...” Al abuelo le gustaba el pelo muy negro, las mujeres morenas. No acababa de decir eso cuando los dos al unísono empezaron a cantar: “Estás tan bonita y graciosa que airosa tu gracia chistera...” y sin pensarlo empezaron a bailar. Fermín que ya había dado paso al tren, tampoco perdió tiempo en agitar otra vez el banderín rojo arriba y abajo como si dirigiera a la orquesta mientras decía: “Ole, ole y ole...” dando palmas y palmas.


Recordaba aquel verano como si acabara de terminar. No en vano, con lo que acabó fue con el pedazo más entrañable de su vida. Lo terminó, lo hizo trizas. En él se congeló el tiempo de aquella vida tranquila y alegre. Iban al río cada tarde y a las fiestas de los pueblos de los alrededores cada noche. Durante todo el verano se sucedían las Vírgenes y romerías. Las orquestas se las veían mal para llegar a tiempo y estar en todos los pueblecitos que tenían algo que celebrar. Con la letra de los pasodobles aún bailando en la boca y los pies cansados de tararear por el suelo la melodía se acostaban cada noche. Eso era la felicidad. Eso que tocaban con su voz y sus pies. Eso y nada más. Así pasó el verano.


El perfil de la estación en que tenía que bajarse apareció lejano ante sus ojos, recortando la nostalgia, aplastándola con la realidad de una estación que veinte años atrás parecía más grande. A medida que se iba acercando sintió la soledad que reinaba siempre entre las vías. El edificio de la estación, gris, cuadrado, fue tomando forma ante ella. Seguía siendo el mismo, quizás más oscuro de lo que ella recordaba. Sin querer sonrió, al descubrir que el reloj de dos caras seguía allí. Consultó el suyo, de pulsera. La misma hora. Puntual como siempre. Se apresuró a prepararse para salir. Apenas pararía cuatro minutos. Los cuatro minutos que pueden cambiar una vida. Se acercó a la puerta con su pequeña maleta y nada más abrirse las puertas se bajó del vagón y echó a andar por el casi solitario andén. Poco a poco se fue acercando a un hombre que esperaba a la altura de la máquina del tren. Sabía que estaba allí un poco más adelante. Pero no se había fijado en él hasta que al pasar por su lado él la miró y dijo: “Nena… ¿Eres tú…?” Hacía siglos que nadie la llamaba así: nena. Esa breve palabra tuvo la fuerza de un seísmo en su memoria. Y se dio la vuelta… “¿Eres tú verdad?” le dijo el hombre “Estás rubia… pero eres la nena de Matías… ¿no es así? ¡Dios mío! Estás tan cambiada… Pero eres tú…” “Fermín…” solo contestó ella. Porque era Fermín, lo sabía de sobra, con su gorra, con veinte años más… pero era el mismo Fermín, cuyo banderín rojo aún tenía fijo en la memoria… “Nena, te has hecho una mujer, si te viera tu abuelo, estás tan bonita…” Y de pronto aquella canción empezó a escucharse de lejos: “Cuando me miras morena, de dentro del alma, un grito se escapa...” La escuchaba tan nítidamente “... para decirte muy fuerte: guapa, guapa, guapa”… que no podía ser verdad. No podía escucharse también en aquella estación. No podía ser verdad. Y no lo era.


A finales de septiembre de aquel verano de sus quince años, el día de la marcha, el abuelo se empeñó en apurar al máximo posible el tiempo que les quedaba. Y vieron amanecer juntos, y fueron a cuidar de los animales, y fueron a echar un último vistazo al huerto. Por la tarde aún les dio tiempo a ir al río. La abuela dijo varias veces: “Matías a ver si la niña va a perder el tren... que mañana ya tiene clases...” “Que no mujer, que no, si da tiempo a todo... ¿A que sí?” Y ella decía que sí, porque la verdad es que no quería marchar a la ciudad. Tenía ganas de volver a casa y ver a su madre. Pero no quería dejar atrás al abuelo, y al pueblo, y la vida plácida de aquellos días. Si el abuelo decía que había tiempo, lo habría. “Matías, apúrate que no llegareis...” dijo un par de veces más la abuela. Pero ninguno de los dos quería que llegara la hora, querían estirar y estirar el tiempo.


Cuando llegaron a la estación, solitaria como siempre, a lo lejos ya se oía el pitido del tren. “Ya viene, ya viene, daros prisa” les gritó con las manos Fermín el jefe de estación. Oscurecía, y había que correr, había que subir deprisa, nada más que se detuviera el tren, apenas estaría estacionado en el andén cuatro o cinco minutos antes de volver a arrancar. Tenía que ser una despedida corta.

Corrían por el largo anden, mientras el tren ya se acercaba, se iba haciendo grande y los faros de la máquina relucían haciéndoles señales, amenazando con tragarles la nube de humo de la máquina, tan cerca estaba ya. Corrían aún cuando al fin el tren se paró y se quisieron abrazar una vez más, bien fuerte, bien estrecho. Cuánto te voy a echar de menos... Cuánto, cuánto. Y ella oyó el silbato y vio como se levantaba el banderín. Pero su abuelo no la soltaba y sintió que el tren arrancaba y ella aún estaba en el andén. Y el abuelo quiso que ella no perdiera el tren, quiso que se subiera a él. Y sin decir nada la cogió en volandas y la subió, empujándola para que entrara. Pero ya el tren estaba en marcha, cogiendo velocidad, y no se podía, no se podía, porque ya la puerta había pasado. Solo recordaba el rojo del banderín y los gritos de su abuelo, el olor del tren y las voces de Fermín. Una sensación de calor le recorrió el cuerpo y sintió una cuchilla de hielo en la pierna derecha. Poco a poco dejó de oír, de sentir, se fue hundiendo en el silencio.


No había vuelto a escuchar la letra de aquel pasodoble: tres veces guapa. Fue una operación tras otra durante muchos años. El abuelo llegó a vender su muela de oro, para que no faltara dinero para acudir a cuántos médicos hiciera falta. Y finalmente ella consiguió volver a caminar.


Al abuelo los remordimientos le tenían acobardado. Su alegría se había esfumado y ya nada empujaba a sus pies a que danzaran inquietos, la pena los amarraba al suelo. Nunca más se volvieron a ver. Ella, se debatía entre el amor que le tenía, y un sentimiento extraño, incómodo, que palpitaba bajo el dolor que sentía en su pierna y le impedía llamarle. Era demasiado joven y eran demasiadas operaciones. Él era demasiado mayor, y sentía demasiada culpabilidad. Dicen que fue otro accidente, que de tanto ir a la estación se resbaló. Ella sabía que al año exacto no lo soportó más.


Aquella canción solo estaba en su memoria. No sonaba ni en la estación de donde había partido ni en aquella donde acababa de llegar. Había estado dormida durante mucho tiempo, y de pronto se había despertado poniendo patas arriba los recuerdos. “¿Pero nena y cómo otra vez por aquí?” preguntó Fermín. “Pues ya ves, Fermín, la vida… no sé… Quizás a vender la casa de los abuelos…” dijo ella, pero pensó o a lo mejor es que uno se pasa la vida huyendo, sin resolver sus problemas… “Pues sería una pena, una casa tan buena, en el centro del pueblo… a dos pasos de la plaza, que en fiestas…” contestó Fermín. “Ya…” le atajó ella. No siguió Fermín dando una opinión que nadie le había pedido, sin embargo sí dijo: “Cada tarde venía tu abuelo hasta aquí, y echaba una flor entre las vías… Se quedó tan triste el hombre, que mala suerte Nena, que mala suerte…” Ella asentía. “…El hombre ya no era ni su sombra, pero el ratito que paraba por aquí, parecía al menos un pelín menos triste porque tarareaba muy bajito una canción… Cuando le veía siempre me decía: A ver si remonta el Matías, a ver si remonta… porque nos llegaban recados de que poco a poco parecías ir mejor… Pero al año ya ves, otra desgracia...” “Está usted igual Fermín...” solo contestó ella queriendo ser amable. “Que va hija… ¡¿Voy a estar igual…!? Qué mas quisiera yo… Además ya ves está todo ahora tan automatizado en la estaciones... que parece que estamos aquí de adorno...” “Las estaciones siempre serán lugares especiales, de encuentros... (y no quiso ella decir desencuentros...) Y supongo que hay que modernizarse, el paso de tiempo trae estas cosas...” “Pues sí, nena, pues sí, pero mira habrá que pensar que también trae otras... como a ti. Que bueno verte nena, cuánto me alegro de encontrarte tan bien... aunque estés tan rubia, se te ve rara...” “Bueno Fermín me alegro de verte, me alegro mucho de verdad, nos veremos...” “Claro que sí nena, al menos yo espero verte mucho más a menudo a partir de ahora...”


Ella, cogió su maletín otra vez, y se encaminó hacia la salida. Las estaciones, pensó, son casi humanas, aquí nos olvidamos las alegrías y las tristezas y aquí siguen empapando vías y ándenes... Que mala suerte, nena, había dicho Fermín. Quizás solo fue eso, mala suerte. Quizás ellos tenían que haber intentado volver a cambiar esa suerte. Pero ya era tarde. Había sido un largo recorrido y su abuelo ya no estaba. Pero tenía razón la casa era buena, y a ella siempre le gustó mucho el pueblo... “Cuando me miras morena, de dentro del alma...” Quizás sí esté rara de rubia... Quizás ya ha pasado demasiado tiempo... Pero ese tiempo la había devuelto a su estación... “...Un grito se escapa, para decirte muy fuerte...” Sintió como un hormigueo le nacía en la planta de los pies, cómo éstos querían moverse... “Ea nena a bailar, que las penas bailando parecen más flacas...” Sonrió. Hacía tanto tiempo que no sonreía... “...Decirte muy fuerte: guapa, guapa, guapa...”



©Rocío Díaz Gómez

Julio 2010

jueves, 6 de mayo de 2010

"El eco de los días vacíos" Relato corto de Rocío Díaz




El eco de los días vacíos

Me siento solo. Muy solo.

Muchas mañanas, después de comprar el periódico me paseo hasta la estación de metro más cercana y me siento a esperar como quien aguarda el siguiente tren. Solo que yo veo pasar uno y otro y otro más, y después aún otro, y tras ese algún otro, y el que va detrás, y quizás hasta alguno más. Pierdo la cuenta. Porque no subo a ninguno de ellos.

Aún así, procuro actuar como el resto: de vez en cuando miro el reloj, cómo quién va con hora a cualquier sitio; en ciertos momentos me levanto y paseo por el andén, aparentando una impaciencia que no siento; y en otros, hasta me aprieto a los que están en ambos lados de las puertas del vagón, como quién confía en entrar cuando al fin se abran. Yo siempre soy uno de esos que, cómo ya no caben, qué mala suerte, tienen que esperar el siguiente. Entonces ensayo la mueca de hastío, de enfado, de resignación o de indiferencia. Según toque ese día.

En el metro se está calentito. Calentito y muy acompañado: niños y mochilas, mayores y carteras, jóvenes y carpetas. Escolares, estudiantes, amas de casa, ejecutivos, funcionarios, empleados, dependientes, opositores. Todos pasan por allí, todos van deprisa, muy deprisa, en todas direcciones. Dando calor. Andenes matinales. Pisadas apresuradas aún con sueño. Compañía.

Millones de pies que marcan el compás del movimiento. Movimiento del sonido de las puertas al cerrarse, del billete por la maquinilla, del traqueteo del vagón, del pitido al marchar el tren de cada estación. El movimiento es compañía. Y las voces. Voz anónima que avisa de avería, voz de venta del abono transportes que interesa, voz ciega que canta el número del cupón que lleva. Las voces son compañía. Notas que escapan del instrumento que suena en los pasillos, el murmullo del que pide limosna en el rincón, las personas que charlan. La música es compañía. Las pisadas y el bullicio. El movimiento, el alboroto. Los saludos, las sonrisas, la prisa, tanta, tanta prisa... La gente, el ruido, las voces, las risas, la gente... Compañía, bendita compañía.

Tanta que a mi soledad le brillan los ojos, se le agita nerviosa su triste alma, y no puede parar quieta de emoción. Y soy tan feliz con sólo verla, que no me importa estar allí horas y horas, llenando mi tiempo de otra prisa y su alegría, dejando pasar vagones y vagones.

Hasta que el ruido va poco a poco apagándose y son menos las pisadas y menos los billetes por la maquinilla y menos los trenes, menos la música en los andenes. Y pasada la hora que ha vuelto el estudiante y el ejecutivo, el funcionario y el dependiente, pasada la hora en que ha cerrado el puesto la ONCE, ha recogido los bártulos y las monedas el músico de enfrente, el silencio crece, se derrama, se extiende, me ahoga… Y vuelvo a sentirme solo, muy solo.

Doblo cuidadosamente mi periódico, tomo a mi soledad de la mano, y me vuelvo a casa.

¡Hasta mañana! Grita mi voz que se desliza errante entre túneles, pasillos y vagones.

¡Hasta mañana! ¡Hasta mañana! contesta el eco.

©Rocío Díaz Gómez
 
 
 
 
Relato seleccionado para publicación en el VII Concurso de Relatos para Leer en Tres Minutos 'Luis del Val' de Sallent de Gállego. 2010.

viernes, 18 de septiembre de 2009

"Sé que me quieren porque me cuentan cuentos" Relato de Rocío Díaz


Ayer llovía en Madrid.

Debería haberme acostumbrado a la lluvia después de tantos días bajo sus gotas en Costa Rica, pero me temo que no ha sido así. La lluvia encoge mi ánimo.

Aún así, tuve suerte. Al final pasé la tarde leyendo cuentos a mis sobrinas. Sus pequeños oídos, aún nuevos, son incansables a los cuentos. Y reconozco que eso me encanta.

Esto me ha recordado un pequeño relato que escribí hace ya tiempo y que me publicaron en el diario de León en junio del año pasado.

Se titula “Sé que me quieren porque me cuentan cuentos” y espero que os guste porque dice algo así:



“Sé que me quieren porque me cuentan cuentos”Mi Sole y yo hoy nos hemos sentado a inventar un cuento.

Estábamos las dos solas en casa. Silenciosas, aburridas, las dos mirando por la ventana. Llovía, llovía como si todas las nubes del mundo se hubieran puesto de acuerdo para deshacerse a la vez en una lluvia tormentosa y enfadada que se desplomaba en chaparrón sobre nuestro ánimo, empapuchándole como a papel mojado. Por eso le sugerí a mi Sole lo del cuento. Ella, al escucharme, me miró con los ojos brillantes pero enseguida ofreció una excusa para ni intentarlo: “Pero si yo no sé inventar cuentos...” dijo acabando fulminantemente con mi sugerencia.

Pero yo conozco a mi Sole, y sé que no es fácil sorprenderla, ni entretenerla, ni convencerla para que abandone su actitud taciturna y su talante solitario. Por eso necesito disfrazarme con un entusiasmo que yo misma siento muy lejano, pero que sé que para sobrevivir a aquella tarde las dos necesitábamos como al agua que no dejaba de caer y caer y caer...

“Venga, le dije, algo se nos ocurrirá...” “No, mejor nos quedamos aquí viendo llover...” A mi Sole no le gusta esforzarse, ni colaborar, ni implicarse en nada que no sea la mera contemplación y sus perifrásticas circunstancias. “Yo no sé inventar cuentos...” decía una y otra vez excusándose sin dejar de mirar la lluvia. Así que tuve que tirar de ella para separarla de la ventana, tuve que arrastrarla hasta la salita y desplegar ante ella tantas alternativas como una cola de pavo real.

“Ya, ya lo sé..., dije con paciencia mientras la empujaba a sentarse a mi lado, por eso... Podríamos hacer una guija e invitar a los hermanos Grinn... ¿Qué te parece?” “No, no -dijo mi Sole- que sus personajes eran malos, muy malos ¿O no te acuerdas de Barba azul o la madre de Blancanieves...?” “Bueno –contesté armándome de paciencia- pues hacemos una guija e invitamos a Andersen... En sus cuentos había buenos y menos buenos, nunca malos...” “No, no -dijo entonces mi Sole- Andersen era poco original, solo se inspiraba en relatos populares...” “Bueno -contraataqué yo- pues entonces invitaremos a Perrault...” “No, no -dijo también mi Sole- Perrault era demasiado moralin, como los Grinn...” y sin esperar respuesta se levantó y otra vez se fue a mirar como llovía. Porque seguía lloviendo, lloviendo con una lluvia cabezona, indiferente a mis esfuerzos, una lluvia ingrata que casi parecía reírse de mis frustrados intentos por arrastrar a mi Sole lejos de ella...

“Vale... –me rendí yo- nada de guijas... pero entonces nosotras mismas nos inventaremos a nuestros personajes...” “Que cosas tienes... ¿Pero es que no ves que ya están todos inventados?” me contestó ella sin mirarme justo antes de que sonara un trueno que puso el mejor punto final a su interrogación retórica y amenazó con aplastar por completo mi fingido entusiasmo. ¿Ya están todos inventados? Y sin hablar me acerqué otra vez a su lado y muy cerquita de ella yo también me quedé contemplando la lluvia... ¿Todos inventados? Parecía que la tormenta se iba alejando, aún sonaban truenos, aún algún que otro rayo parecía iluminar el cielo gris, pero lo hacían cada vez de forma más tenue, cada vez los truenos parecían escucharse más en la lejanía... Pero la lluvia, como si quisiera demostrar que estaba allí, no dejaba de caer, constante, copiosa, infatigable, aplastante, odiosa.

“Pues... si ya están todos inventados, inventaremos otros... o mejor los reinventaremos...” dije yo con terquedad ante esa lluvia odiosa, fingiendo renovados ánimos, plantándole cara a esa enemiga húmeda que se estaba llevando a mi Sole a su terreno pantanoso y melancólico. “Pero ¿Qué dices?...” contestó ella. “Lo que oyes -atajé yo-”. Y tirando de nuevo de ella me la volví a llevar conmigo hasta la salita, la volví a obligarse a que se sentara a mi lado y obligué a su atención a que se solidarizara con mi disfrazado buen humor.

Y decidí seguir marcándome faroles, al fin y al cabo, me dije, eso es inventar cuentos. Y aprovechándome de que mi Sole estaba desprevenida empecé a atacar: “Que te parecería..: ¿Un hada madrina sacándose un sobresueldo como majorette? ¿Una bella durmiente con insomnio...?¿Una maquina de la verdad llamada Pinocho? ¿Una princesa embarazada...? Mi Sole, no sé si apabullada o sorprendida por el bombardeo, apenas tenía tiempo de protestar... ¿Una blancanieves angoleña? ¿Una sirenita reivindicando un plus por humedad? ¿Un príncipe rosa...?...

De vez en cuando mi Sole amenazaba con levantarse para ir a mirar otra vez la lluvia que se empeña en seguir cayendo, insistente, pertinaz, incansable, tranquila y constante. Pero desde mi sillón yo seguía diciéndole: “Un soldado de plomo haciendo la prestación social, un patito feo con gripe aviar, el lobo de los cerditos aquejado de poca capacidad pulmonar, una cenicienta con el síndrome de Diógenes...

Y al final, hasta parecía que mi Sole me prestaba atención, parecía que por momentos olvidaba la lluvia. Jugamos al escondite con los personajes de siempre, al rescate con los que nos inventamos, al balón prisionero con los argumentos... Hasta que perdí de vista a mi Sole. “¿Sole? Sole que al escondite ya hemos jugado...”

Al principio me inquieté, pensé que de nuevo estaría mirando a esa lluvia ladina y sigilosa que espiaba nuestros cuentos. Pero cuando llegué a la ventana, allí no estaba. No estaban ni mi soledad ni la lluvia. Había dejado de llover y no me había dado ni cuenta. Solo quedaban titiritando algunas gotas colgando de las barandillas, balanceándose temblonas, a punto de caer, derrotadas ante un sol que comenzaba a reflejarse, a sacar brillos, a hacer muecas a un pavimento empapado.

Mi Sole, mi soledad se había ido... Y yo, quizás, y a pesar de ella y de la lluvia, hasta fui capaz de inventar un cuento, uno que no empezó nunca pero que puse a tender en estos folios.

©Rocío Díaz Gómez