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lunes, 25 de julio de 2016

Mi último premio de relato: XIII Premio de Narrativa Corta Carmen Martín Gaite


Tengo que contaros una alegría literaria. En el Ayuntamiento de El Boalo (Madrid), este sábado pasado 23 de julio de 2016, coincidiendo con el aniversario de la muerte de la escritora Carmen Martín Gaite, tuvo lugar la celebración de la entrega de premios del XIII Premio de Narrativa Corta Carmen Martín Gaite, donde he tenido el placer de que hayan premiado con el primer premio mi relato "Los hijos que nunca tuve".

Un premio a un relato siempre es un reconocimiento y una motivación para seguir escribiendo.

 

La alegría de que me llamaran para decirme que había sido la ganadora entre más de seiscientos relatos, estando de vacaciones en La Coruña, continuó el día de la entrega de premios porque resultó un acto de lo más especial. Me gustó mucho.  Ya solo con saber que podría saludar a la hermana de Carmen Martín Gaite, que está cuidando de impulsar este certamen y otras actividades culturales para que perdure la memoria y el legado de su hermana ya me hacía ilusión. 

Saludando a doña Ana María Martín Gaite a la entrada de los premios.

Se entregaban dos premios: el de Narrativa, el mío, y el I premio de Novela Carmen Martín Gaite. Este año el doble certamen lo habían convocado tanto La AGRUPACIÓN CULTURAL “CARMEN MARTÍN GAITE” (narrativa), como el Ayuntamiento de El Boalo, Cerceda y Mataelpino (novela) junto con la Editorial Turpial.

Tanto el Presidente de la Agrupación, D. Antonio Calero, como el Secretario D. Tomás Macho de Quevedo, han sido muy amables conmigo en todo momento.

En la entrega estuvieron presentes tanto ellos, como por supuesto el Alcalde, D. Javier de los Nietos, que me sugirió que leyera el relato, como también otros concejales del Ayuntamiento, y representantes de la Editorial Turpial que va a publicar el premio de Novela. 

Todos los participantes que hablaron en la entrega, en este momento está hablando Angel Gabilondo




No quiero dejar de señalar que el acto estuvo cerrado por las palabras de D. Angel Gabilondo, ex Ministro de Cultura y escritor, que tuvo la deferencia de nombrar a mi cuento en su pequeño discurso donde decía que ésto que estábamos ahí celebrando era un Acto Cultural, y que como tal era subversivo. También habló de que se debería convocar un certamen para que los niños escribieran porque si escriben también leerán. La verdad es que estuvo muy bien todo lo que dijo. Y para clausurar definitivamente el acto estuvo la hermana de Carmen Martín Gaite, doña Ana María Martín Gaite, que a sus 92 años clausuró el acto con pocas palabras pero lúcidas, significativas y contundentes. Gracias a ella, a su celo, a su implicación, el legado de su hermana (fallecida en el año 2000) se está cuidando y difundiendo.

Tengo que destacar que conmigo tanto los representantes de la Agrupación, D. Antonio, y D. Tomás que cuidaron de mí en todo momento, como el Alcalde que quiso escuchar mi cuento a pesar del poco tiempo que había, fueron de lo más amables. Por otra parte las palabras de Angel Gabilondo como de Ana María Martín Gaite me encantaron, y me emocionaron. Fue otro premio para mí contar con su presencia en la entrega. 










Con los miembros de Agrupación Cultural Carmen Martín Gate: D. Antonio Calero y D. Tomás Macho de Quevedo

Con Ángel Gabilondo, ex Ministro de Cultura y Escritor



Quería dejar en esta reseña algunos momentos de la entrega de premios y mi relato para que podáis leerlo si os apetece.

Espero que os guste, a mí ya me ha dado muchas alegrías.



Los hijos que nunca tuve

Rocío Díaz Gómez


Los hijos que nunca tuve habrían nacido de madrugada.
La frase salió de mi boca envuelta en una triste sonrisa. Era parte de un juego. Un juego entre amigas. Esa vez un juego de palabras. ¿Por qué nos gustarían ya tanto? Hacíamos malabarismos con cualquier palabra, la echábamos al aire, la hacíamos girar delante de nuestros risueños ojos, buscando que nos ofreciera sus distintos significados, sus múltiples posibilidades, antes de caer en la aplastante realidad que la obligaba a concretarse en uno solo de esos posibles significados.

Los hijos que nunca tuve habrían nacido de madrugada.

La primera vez que dije esa frase lo cierto es que no fue exactamente así. Aquella primera vez en mi oración, la gramatical y la religiosa, era otro el sujeto y el número, otro el tiempo verbal y el significado. Aquella primera vez yo hablaba desde un rotundo y feliz singular. Como solo se puede hablar desde el púlpito de la adolescencia. Aún existía un futuro apasionante al alcance de los dedos, muy cerca, nada más torcer la esquina de aquella vida que estaba casi comenzando. “Los hijos que tendré nacerán de madrugada” dije en realidad cuando fue mi turno, anudando fuerte la frase a una sonrisa de satisfacción. De pronto mis amigas se quedaron calladas pensando ¿Por qué? Hasta que rápidamente cayeron en la cuenta: ¡Claro! Gritaron las dos al unísono mientras estiraban las palmas de sus manos para que las chocáramos en el aire.

Aquel día el juego consistía en terminar la frase “Los hijos que tendré…” relacionándola de alguna forma con nuestro nombre. Mi amiga Belén había sido la primera en jugar: “Los hijos que tendré nacerán en Navidad” había dicho sin pensar. Belén era rápida de mente y guapa, era juiciosa y sensata, la más seria y formal de las tres. La hija ejemplar, sin duda. Después llegó mi turno. De forma rotunda dije: “Los hijos que tendré nacerán de madrugada”. Porque si de algo yo estaba segura era de que tendría hijos sí o sí ¿cómo no los iba a tener? Y desde luego los tendría de madrugada, ¿¡cómo si no!? cuando mi nombre era Aurora. Quedaba por jugar mi amiga Celia. La verdad es que con aquel nombre lo tenía difícil la pobre. Pero Celia era ingeniosa y alegre; Celia, por más dificultades que la vida le presentara, sabría cómo buscarle las cosquillas. Era ese su modo de enfrentarse a la vida, doblegándola a risas. Y retándonos con sus enormes ojos lo soltó: “Los hijos que tendré serán celiacos”. Tres carcajadas salieron de nuestras bocas y chocaron en el aire antes de que lo lograran las palmas de nuestras manos.  Mi querida Celia y sus pequeños celiacos.

Con el tiempo la vida se nos mostró incluso más juguetona que nosotras, que habíamos jugado tanto. Curso a curso nos fue sumando años y restándonos risas. Año tras año fue curvando el perfil de nuestro cuerpo y el de nuestro destino, mientras nos daba y quitaba hijos a su cruel antojo. Sin embargo siempre en algún recodo, en alguna de sus caleidoscópicas caras, terminó por darnos la razón.

“Los hijos que tendré nacerán en Navidad” había dicho Belén. Y la niña de mi amiga nació una Navidad, la única que recuerdo que nevara en nuestra ciudad. Año de nieves, año de bienes dijo su madre en aquella habitación donde acudimos a conocerla. Tanto en la vida como en los juegos, Belén siempre fue la primera. La hija ejemplar iba haciendo las cosas como las hicieron nuestras madres. Cómo nos habían enseñado qué se debía hacer. Un día conocerás un buen chico, te enamorarás, te ennoviarás, te casarás y estallarás en felicidad con el nacimiento de aquella niña que, no podía ser de otra forma, nacía en navidad. Si colocabas cada uno de esos ingredientes, en ese orden y en las cantidades oportunas, tendrás la receta de la felicidad. Belén parecía haberlo hecho bien. La hija ejemplar parecía ser la esposa ejemplar y estaba dispuesta a ser la madre ejemplar. Y es verdad que su hija fue un bebé rollizo y sonrosado que no dio una mala noche. También lo es que después se convertiría en una niña estudiosa, responsable y silenciosa. Tan ideal que Belén no quiso más hijos, porque sería difícil, casi imposible, que fueran a ser mejores que su niña perfecta.

“Los hijos que tendré nacerán de madrugada” había dicho yo aquel lejano día. “Los hijos que tendremos nacerán de madrugada” diría yo algunos años después a los ojos que me miraban desde el otro lado de mi almohada. Sin darme cuenta, la vida y yo misma íbamos cambiando mi frase, cambiaba el número y cambiaba el verbo, cambiaba el tiempo y el significado. Porque ya no lo decía desde un rotundo y feliz singular. Porque yo nunca fui la hija ejemplar. Yo no era sensata ni juiciosa. Yo pensaba poco y sentía mucho. Sentía mucho desde un “nosotros”. “Los hijos que tendremos nacerán de madrugada” musitaba yo con determinación a los ojos que me miraban desde el otro lado de mi almohada, mientras intentaba templar los fríos pies que acababan de llegar de la calle, que se acababan de descalzar, frotándolos entre los míos desnudos. “De madrugada” repetía yo, subrayando la segunda parte de aquella frase. La segunda parte. Esa que era mía y solo mía. De Aurora. “Di mi nombre” le pedía mientras pegaba mi caliente piel a la suya que aún estaba fresca, que aún olía a la madrugada lluviosa que acababa de mojarle. El dueño de los ojos que me miraban desde el otro lado de mi almohada tampoco pensaba, solo quería sentir, y pegaba sus labios a los míos, acallando mis palabras con sus besos, mientras se apretaba a mí buscando compartir un par de horas el calor que sabía, sabía de verbo conocer, sabía de sabor, bajo mis sabanas. Ese calor que no debía saber, no sé en cual de los dos significados, en su propia casa. Si yo no estaba siguiendo la receta de la felicidad en orden y paso a paso: “Un día conocerás un buen chico, te enamorarás, te ennoviarás, te casarás y…” ¿Cómo podía esperar ser feliz? Me preguntaría algún día.

“Los hijos que tendré serán celiacos” había dicho mi amiga Celia aquel día justo antes de que nuestras risas chocaran en el aire antes que las palmas de nuestras manos. Belén había seguido la receta de la felicidad a pies juntillas y yo me la estaba saltando con los ojos cerrados. En el término medio estaba Celia que, bien es cierto, lo intentó. Claro que lo intentó. Y conoció a un buen chico, y se enamoró, se ennovió, se casó y tuvo a su primer niño. “No veáis lo que ha pasado” nos dijo con cara de circunstancias a Belén y a mí una tarde. ¿Qué? Preguntamos las dos con un nudo de preocupación en el estómago de verla tan seria, ella siempre tan sonriente. ¿¡Qué!? La apremiamos dos minutos más tarde porque tragando saliva no nos contestaba. Nos miró despacio, muy seria, hasta que ya no pudo más y estalló en una carcajada ¡Que resulta que es celiaco! Gritó señalando al pequeño, su pequeño cómplice, que de ver a su madre tan alegre también rompió a reír. La vida juguetona, aunque solo fuera en eso, también le daba la razón.

“Los hijos que tendré nacerán en Navidad” había dicho Belén. Y la niña de mi amiga nació una Navidad, la única que recuerdo que nevara en nuestra ciudad. Año de nieves, año de bienes dijo su madre en aquella habitación donde acudimos a conocerla. Tanto en la vida como en los juegos, Belén siempre fue la primera. “Tú sacas” pareció soplarle la vida también cuando tocaron malas cartas. Su niña estudiosa y responsable, su niña silenciosa y perfecta también se fue en Navidad. La navidad de sus veinte años. Nunca nadie supo por qué aquella jovencita tan guapa como su madre, tan sensata, decidió que no quería vivir más. El por qué planificó todo con tanto detalle, en definitiva tan bien, como lo había hecho todo en su vida. Cuando la encontraron ya no se puedo hacer nada. Belén que había sido la madre perfecta no se explicaba cual había sido el ingrediente que faltaba, qué cantidad de qué, cuándo, dónde falló la maldita, maldita y maldita receta de la felicidad. Y quiso morir también.

“Los hijos que no tuvimos habrían nacido de madrugada” me dije entre lágrimas la primera noche que sus ojos me faltaron al otro lado de mi almohada. Nuestra gran historia de cortos momentos terminó el día que la hiedra de la pena comenzó a trepar por los muros de su casa. Cómo iba a dejar a su mujer rota de dolor para venir conmigo. Su mujer que parecía la esposa perfecta pero yo sabía que no lo era. Su mujer a quién su niña perfecta se le había matado. Su mujer, mi amiga Belén, siempre amiga. Fuimos cayendo cómo las fichas de un desgraciado dominó. Aquella absurda muerte también mató todo lo bueno que había entre nosotros: el contacto de nuestra piel, ese sabor, ese tacto, ese latido que palpitaba bajo el mundo, y crecía y arrasaba con tanta fuerza que conseguía que un par de horas valieran más que el resto del día. Esas sensaciones, esa forma de amar que no estaba encorsetada por ninguna receta mágica de felicidad. El musgo de la culpa colándose entre la pena, ese musgo húmedo y corrosivo fue creciendo y creciendo anegándolo todo.

“Los hijos que tendré serán celiacos” había dicho mi amiga Celia aquel día justo antes de que nuestras risas chocaran en el aire antes que las palmas de nuestras manos. Belén había seguido la receta de la felicidad a pies juntillas, paso a paso, cómo es debido. Yo me la había saltado con los ojos cerrados, los oídos tapados y el corazón desnudo. En el término medio estaba Celia, que la verdad es que lo intentó, claro que lo intentó. Y no una, sino varias veces. Porque fueron varias las veces que se enamoró, que se emparejó y se casó. Paso a paso. Pero también las mismas veces, maldita receta, fueron las que después se separó. Aunque eso sí, en cada una de esas estalló la felicidad, se selló la felicidad, con el nacimiento de un niño. Un cómplice risueño que siempre fue celiaco. Cómo no podía ser de otra manera.

Los hijos que nunca tuve habrían nacido de madrugada.
La frase salió de mi boca, casi de forma automática, y envuelta en una sonrisa. Una de esas tristes sonrisas que te deja el paso el tiempo. Pero sonrisa sanadora al fin y al cabo. Allí estábamos las tres amigas. Amigas por encima de todo y de todos. Por encima de la vida y sus amores, por encima de las desgracias y las culpas. La vida le quitó a Belén lo que más quiso en el mundo, su niña. A mí me quitó, no al único amor de mi vida, pero sí al único con el que hubiera tenido hijos. Y a Celia, a mi querida Celia le quitó las ganas de volver a intentar la receta de la felicidad.

Los hijos que nunca tuve habrían nacido de madrugada. La vida va cambiando el número y el verbo, el tiempo verbal y el significado de las frases. Pero siguen existiendo las amigas. Siguen existiendo las palabras. Y los juegos. Solo hay que esperar a que nos toque sacar y aprovechar nuestro turno hasta exprimirlo.

©Rocío Díaz Gómez

viernes, 18 de marzo de 2016

"Aquel mágico proyector naranja" - Relato de Rocío Díaz



 

Hoy que es viernes, promesa de fin de semana, y ¡para más inri y nunca mejor dicho! promesa de vacaciones de Semana Santa, con lo cual habrá más tiempo para dedicarlo a la lectura, os voy a dejar uno de mis relatos.

Lo premiaron en el XXV Certamen Literario Frasquita Larrea. Espero que os guste.


Aquel mágico proyector naranja




Durante tres años seguidos en mi carta a los Reyes Magos pedí un Cinexin. Me trajeron la Nancy azafata, la cocinita completa con  batería de acero inoxidable y hasta la Magia Borrás, pero del Cinexin ni rastro. Ni tan siquiera con uno de aquellos fantásticos trucos de la Magia Borrás conseguí verlo. Mi frustración fue en aumento hasta que el tercer año solo anoté ese juguete en toda mi carta. En mayúsculas y en el centro del folio, remarcado con rotuladores de distintos colores y entre admiraciones. ¡QUERÍA UN SÚPER CINEXIN! Del mismo modo que en mi lista habían pasado tres años, para el objeto de mis deseos también había pasado el tiempo y se había modernizado. Ahora era más “Súper” que nunca.

Pero aquel año mis padres, por oscuras razones, decidieron contarme la verdad sobre la existencia de los Reyes Magos. Y en consecuencia hasta se sentaron a discutir conmigo la conveniencia o no de echarme el ansiado Cinexin: ¿No era ya un poco mayor para eso? ¿No era un poco masculino? ¿No sería mejor un set completo de maquillaje? Las actrices están muy guapas requetepintadas. O bueno quizás si mi timidez no me dejaba ser actriz podría dedicarme a ser maquilladora de películas, ya que ese mundo del celuloide parecía gustarme tanto.

Como aún no había conocido al entrañable ET,  juro que en ese momento vi a mis padres colorearse de verde, transformándose en auténticos extraterrestres.  ¿De qué me hablaban? ¿Qué tenía que ver un maquillaje con el Cinexin? No entendía nada de nada. ¿Cómo explicarles que yo no quería estar delante de aquel mágico proyector naranja sino detrás? Yo no quería salir en las películas, yo quería hacerlas avanzar, detener o congelar sus imágenes. Yo no quería salir en las películas, quería re-pro-du-cir-las: con ese verbo de cinco sílabas que decían en los anuncios de aquel juguete que nunca logré que me echaran los Reyes Magos.

Pero lo cierto es que, frustración de más o frustración de menos, una sigue creciendo.

Y llega un momento que piensas que quizás era verdad, que quizás te vendría mejor el set completo de maquillaje, y toda ayuda iba a ser poca, porque empiezan a gustarte los chicos y te parece ver en una excursión del Instituto a uno calcadito al Harrison Ford  de Indiana Jones ¿Cómo no querer estar más guapa para las aventuras que sin duda alguna viviremos juntos? O te cruzas en aquella discoteca de los viernes con el chulo Danny Zuko de turno haciéndose el dueño de la pista y no puedes despegar los ojos de sus piernas mientras rememoras aquella escena final en la que, de negro y adornado de una gran sonrisa, se acercaba y sacaba a bailar a la protagonista de Grease. Una protagonista con  la que coincides de sobra en ese aire arrebatador de chica modosita del montón que en cuánto él se acerque se va a transformar mágicamente, y ríete de aquella Magia Borrás, en la única a quién él quiere: “Ai cachú, ai guont chu player” cantábamos destrozando la canción en aquel espanglish imposible. Y así sucesivamente hasta que un buen día, mira qué suerte, te termina besando el Richard Gere del barrio. Ese desgarbado galán de cazadora de aviador y flequillo, a quién le haces repetir una y otra vez la secuencia del primer beso porque por más que lo intentas no consigues escuchar de fondo la banda sonora del que tendría que ser el gran amor de tu vida y que al final no lo fue tanto. Porque lo cierto es que ni él era Richard Gere ni yo Debra Winger por mucho que tuviera el pelo negro, largo y rizado.

Toda la vida me he empeñado en querer formar parte de una película, cuando lo que hacía no eran más que cameos. Casi sin darme cuenta, escena tras escena, he querido emular a Patricia Arquette en Amor a quemarropa, he querido vivir historias pasionales y violentas, y he elegido tan bien en el casting a los  protagonistas masculinos que he terminado interpretando Tesis o Te doy mis ojos. Quise hacer cine de autor y resulta que muchas veces he tenido una vida de serie B.  Más me valía haber aparcado el género romántico y haberme dedicado a Los Cazafantasmas, a juzgar por cuántos he conocido.  Hasta que la Thelma que había en mi interior decidió hacer un fundido en negro con su historia y escapar hacia delante sin mirar atrás. 

Porque ¿Qué les voy a contar que ustedes no sepan? La vida es una road movie. Y  lo cierto es que yo necesito dotar a la mía de efectos especiales porque si no la rutina me aplasta,  necesito imaginar el clac de una claqueta cerca para ponerle mi mejor perfil al destino, y tal y cómo está este país todos terminaremos con un papel en Full Monty. Por eso la voz en off de mi interior me dice que, mientras llega ese día, al menos haga lo que me gusta, me deje de argumentos inventados por otros y dirija yo mi propia historia.

Que a mí, señores Académicos, y ya, ya termino, lo que me gusta es el cine. Claro que sí. “Juro por Dios que nunca más volveré a pasar…” hambre de cine. Me muero de amor por él, por eso no pueden ni imaginar lo agradecida que me siento por este premio a la mejor dirección. Tanto, que no tengo ni tiempo para terminar de agradecérselo a todos lo que han hecho posible que esté hoy aquí recibiéndolo. Así que, perdónenme, pero utilizaré hasta los créditos de este discurso para seguir haciéndolo.

Pero por favor, antes de que suban a quitarme el micrófono, por favor déjenme que haga un flash back y se lo vuelva a agradecer sobre todo a aquella niña que fui, a aquella que bien pronto supo en qué lado de la cámara yo debía estar, a aquella que durante años apuntó el mismo regalo en su carta a los Reyes Magos. Ese regalo escrito en  mayúsculas en el centro del folio, remarcado con rotuladores de distintos colores y entre admiraciones, era el único regalo que quería, que quiso siempre y que aún quiere. Por ello, y se lo vuelvo a pedir por favor señores Académicos ¿No podrían ustedes cambiarme el Goya por un Cinexin? Que Goya ni que Goya… ¡Un Cinexin señores Académicos, un Cinexin de color naranja! Eso es lo que realmente le haría feliz a aquella niña que fui. ¿No creen ustedes que es hora ya de otorgárselo?


©Rocío Díaz Gómez