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martes, 5 de enero de 2010

"Querido Melchor..." Un relato de Rocío Díaz Gómez


Hoy es 5 de enero.

El día que trae la noche más mágica del año.

Como es el día de los niños, os voy a dejar con uno de ellos. Se llama Carlitos y escribe una carta a los Reyes Magos.

Es una carta fechada en el año 2003, ya os daréis cuenta por los juguetes que pide.

Pero yo la tengo cariño porque fue premiada con el Accesit esa navidad en el V Certamen de Relatos Breves de Navidad de Navalmoral de la Mata. Y gracias a eso, fuí por primera vez a ese pueblo. Y recuerdo que fue una entrega de premios muy especial donde me recibieron con mucho cariño. Luego por esas cosas de la vida he vuelto un par de veces más a por otros dos premios, en otros certámenes, uno también de navidad y otro de mujeres. Y su recibimiento ha sido cada vez mejor. Además en el año 2006 reunieron todos los cuentos de navidad premiados en los últimos cinco años, en un volumen muy elegante, con ilustraciones, que les quedó muy bien, la verdad.

Desde el punto de vista de la escritura, ahora la releo y cambiaría muchas cosas. Supongo que es normal, han pasado seis o siete años desde que la escribí.

Pero se merece, porque me trajo muy buenos momentos, que la deje tal como fue.

Felices Reyes.



Querido Melchor...


Madrid, 5 de diciembre de 2003
Querido Rey Melchor,
Yo no sé sí tu existes o no existes, como tampoco sé sí existen los otros Reyes, o si existe el Ratoncito Pérez, pero ahora les ha dado a los de mi clase por decir que a lo mejor no existes... yo no sé..., pero como dice mi amigo Sergio “existáis o no existáis lo que sí que existen son los regalos” así que como Sergio es el amigo al que más ajunto del mundo entero, yo me fío y por si acaso os mandaré otro año la carta... además, que se lo cuento a la yaya que todos los años se sienta conmigo a escribir a San Pancracio “a ver si nos toca la lotería de Navidad” y dice que ella no va a dejar de escribir a su Santo digan los compis del “hogar ” lo que digan, así que yo igual, digan los de clase lo que digan, te escribo... Y aquí estamos los dos “la yaya” y yo merendando pan con nocilla y pensando qué poner, la yaya dice que lo primero es lo primero, y que antes de nada hay que ser educados y decir quiénes somos. Me llamo Carlos Hernando Rejas y mi yaya se llama Ernestina Pérez Sánchez, aunque todo el mundo la llama La Tina, como a mí que me llamo Carlos pero en casa soy “el niño” porque cuando llega mi padre siempre pregunta “Y el niño... ¿qué ha roto hoy?” y mi hermana la mayor dice... “Niñoooo, que la carne de burro no es transparente...” y mamá cuando me abraza dice ¡Ay... el niño de la casa...! así que para todos soy “el niño”. Bueno para todos menos para mi hermano Marcos, que tampoco me llama Carlos, sino Carlitos, con esa “i” de “microbio” y “mierdecilla” que dice siempre detrás de Carlitos cuando me llama a grito pelao para que todos en el parque se den cuenta de que YO soy su hermano pequeño, YO soy “el plasta al que tiene que cuidar” que es lo que siempre dice detrás de “Carlitos microbio y mierdecilla”, osea también YO. Pero aunque nadie me llame así, la verdad de la verdad es que me llamo Carlos y en algún sitio lo debe de poner porque en el cole el primer día cuando pasa lista el profe me llama así, y me lo llama, y me lo llama veces y veces, hasta que Sergio, que no sé si ya lo he dicho pero es el amigo que más ajunto, acaba dándome una colleja para me entere y conteste, porque me cuesta un montón de tiempo darme cuenta de que soy yo... pero ¡Vamos! Melchor que tú me puedes llamar como quieras que para eso eres Rey...

Rey Melchor te he puesto un “punto y aparte”, como dice mi profe, que es un “punto” que he aprendido hoy en mi cole, porque ya no sabía por donde me iba, a la yaya se le había quedado la dentadura enganchada al bocata de noci y no se podía separar... así un buen rato... hasta que he tenido que levantarme para ayudarla a desengancharse con mi superfuerza, le pasa mucho... Bueno pues que, me llamo Carlos y vivo aquí en el barrio de Canillas, te acordarás de mí porque todos los años yo soy el que más alto chilla “¡aquí, aquí...!” cuando pasáis en la cabalgata para que me tiréis un montón de caramelos... La yaya y yo llegamos muy pronto con el pan y la noci, nos sentamos en el borde y nos vamos comiendo el bocata hasta que oímos que venís... entonces corriendo llevo a la yaya a esconderse detrás de un coche y yo vuelvo corriendo a mi sitio, esto lo hacemos desde que a la yaya le pegaron un caramelazo bestial en toda la cara cuando gritaba bien alto “¡Aquí, aquí...!” y entonces desde que la operaron de cataratas dice que ella no puede arriesgarse... que ella es una abuela moderna pero que no está pa esos trotes de jugarse la poca vida que le queda en las cabalgatas... así que una vez que he escondido a la yaya bien escondida, me subo al bordillo y grito, grito, grito hasta el infinito... y cuando tengo las manoplas lleeeenas de caramelos, entonces , me vuelvo a buscar a la yaya y a casa que nos vamos los dos tan contentos comiendo caramelos mientras pensamos en todos los regalos que nos vais a traer...

Otra vez Rey Melchor he tenido que ponerte otro punto y aparte, al profe le va a molar cuando le cuente mañana todos los puntos y aparte que hoy puse; contándote lo de la cabalgata no me estaba dando cuenta de que empezaban “los dibus” que me gustan, y casi me los pierdo, pero ahora que ya han terminado voy a seguir, y pasemos a lo importante, osea todas las cosas que quiero que me traigáis: La videoconsola de Nintendo, otra “gameboy”, todos los “action man” nuevos de este año, los pokémon que me faltan (que ahora no me acuerdo pero como tu además de Rey eres sabio seguro que lo sabes) un equipo completo de fútbol del Real Madrid ( mi padre ya no nos deja ser del atleti) diez u once peonzas para que me duren hasta el año que viene cuando volváis, un estuche de tres pisos con pinturas, rotuladores, plasti y ceras, con muchas reglas, lápices, bolís, goma y saca; otro patinete porque Marcos después de romper el suyo, me rompió el mío (él dice que fue sin querer pero ¡ya...!); otro libro de “Harry potter” y el de la “peli” de “El señor de los anillos”; ...He parado un momento para preguntar a la yaya que sí me estoy pasando pidiendo y después de un rato luchando contra la dentadura y el bocata me ha revuelto el pelo y me ha dicho “Mira niño, porque la yaya también me llama niño, todos sabemos que los Reyes son Magos así que por poder, poder, pueden traer todo lo que se les pida, pero Matusalén a su lado... un muchacho. Que te quiero decir niño, que seguro que ya les va doliendo la espalda como a esos “carcas del hogar”, y tendrán la artrosis, y la reuma... así que a lo mejor no pueden con todo...” Mi yaya siempre habla muy claro, ella y yo nos entendemos bien, así que nada Melchor yo sigo pidiendo y cuando os empiece a doler la espalda dejáis de meter cosas al saco. Sigo: Varios videojuegos para la Nintendo; otro Spiderman; las trampas del Spiderman; el auto de Spiderman, la bola mágica de Harry Potter, el castillo de Harry Potter... y de juguetes hasta que no echen en el buzón más catálogos ya no puedo pedir más...

Pero antes de terminar os tengo que poner lo de siempre, ya sabéis, quiero poder dormirme antes por las noches; en el techo de mi cuarto ya no caben más estrellas de esas que me pega mi madre para que cuente y venga el sueño, ya están todas ahí apelotonadas y aunque las pegamos con ese pegamento que pega hasta los dedos, hay tantas juntas que se despegan y toda la noche andan cayendo encima de la cama... como si lloviera, a lo primero mola, pero después ya... es un rollo. Además, la noche que le toca a Marcos hacerme compañía cada vez es peor... me ha dicho que Blancanieves ya se ha separado del príncipe y tiene otros novios, que el flautista tiene un montón de músicos que trabajan para él y ya ni tan siquiera tocan sino que hacen que tocan como en la tele, que el cerdito de los ladrillos ya tiene una “inmo no sé qué”, que dice que es una fábrica de hacer casas, y que se está forrando como el Cirilo, el del bar de enfrente... como es mayor sabe más de los cuentos, pero hasta que se cansa y dice que soy un plasta y que me duerma de una vez, se cabrea y termina contándome el de la “bella durmiente”, pero el de siempre, que sabe que no me gusta nada... y así hasta que al final se duerme y yo ¡hala! otra vez a contar las estrellas como todas las noches...

La única que no se queda dormida antes que yo, ni me acaba regañando, es la yaya que dice que como es mayor tampoco tiene sueño pero es que ya me sé de memoria toda su vida, todos los novios que tuvo, todos los bailes, todo... y aunque ella dice que me lo cuenta al oído para no despertar a nadie, como está un poco sorda empieza bajito, bajito, pero al final termina dando unas voces que se despierta hasta el vecino de al lado que empieza a aporrear la pared chillando: “!Coño abuela, ¿Otra vez con eso? Si aquellos pretendientes tendrán ya mil años, joder con la abuela que noche sí, noche no, la misma matraca”... por eso, Rey Melchor, hasta que por fin los médicos encuentren la manera de que yo me pueda dormir por las noches como los demás, te pido otro año un poco más de sueño, un poco más solo, que yo creo que eso no ocupa mucho en el saco y casi no os va a pesar...

Y bueno, que nada más, hasta que piense más regalos no te vuelvo a escribir, tengo que acabar deprisa que otra vez a la yaya se le ha enganchado la dentadura en el bocata y está ahí saltando y saltando como una loca y aporreando en la mesa para separarse... Ya voooy yayaaaa... ¡menos mal que me tiene a mí!
Adiós Rey,
Carlos, Carlitos o el niño.

©Rocío Díaz Gómez

lunes, 21 de diciembre de 2009

Un relato de navidad de Rocío Díaz



21 de diciembre de 2009.
Otra vez ya es navidad, y en Madrid hoy nos hemos despertado con una gran capa blanca y espesa tapizándolo todo… Sí. Ha nevado mucho esta noche.

Es Navidad y parece navidad.

En estos días blancos y fríos, los ojos te piden luces y colores, te piden ventanas iluminadas con las cortinas entreabiertas, dejándote ver grupos de personas conversando y sonriendo. En estos días las manos te piden tazas de humeante café o espeso chocolate que caliente la piel. En estos días los oídos piden en voz baja historias y relatos que nos arropen por dentro.

Decimos en mi tertulia que escribimos por necesidad, por placer, quizás en definitiva para que nos quieran. Quizás. Pero yo creo que también es muy cierto que sabemos que nos quieren porque nos cuentan cuentos.

¿Me dejáis que os cuente uno de los míos?

Se titula “Cierra los ojos y dime que ves…” y fue premiado en el IX Certamen de Relatos Breves de Navidad de Navalmoral de la Mata convocado por Radio Navalmoral-COPE de Navalmoral de la Mata (Cáceres). 2008.

Espero que os guste.

Felices días blancos.




Cierra los ojos y dime que ves

- “Cierra los ojos y dime que ves”
- “Veo el mar y los Reyes Magos”

Ella no se toma tiempo para contestar, sino que nada más apretar sus párpados deja escapar la respuesta doble e inmediata. La musita con la certeza que dan los recuerdos, y nada más hacerlo vuelve a abrir los ojos y la corona con la sonrisa y el brillo en las pupilas del que se acuna a salvo en ellos.


Es por ella doctor, ya que me pregunta le respondo, es por estar con ella por lo que no me importa llegar a la consulta mucho antes de una hora sobre mi cita. Me gusta sentarme a su lado ¿sabe? Porque hacerlo es vencerle en un pulso al tiempo, es vivir más despacio. Pero bastante nos escucha ya ¿no? De verdad que no quiero entretenerle, hace usted una labor demasiado importante con nuestros males, como para estar escuchando también la vida y milagros de todos los pacientes. Pero no hombre, si no es que no quiera contárselo. No me importa hacerlo, pero... sería hacerle perder el tiempo... y el de usted sí que es precioso, sí que es valioso de verdad. Bueno, yo, por usted. Si insiste, claro que se lo cuento. Al fin y al cabo es Navidad ¿verdad?, y éste bien podría ser un cuento de navidad.


La vi por primera vez en los pasillos del hospital. Casi tropecé con ella, acurrucada en un oscuro rincón de las escaleras, escondiendo la cabeza entre sus piernas dobladas, balanceándose ajena al mundo. Al principio, acelerada porque era la hora de mi consulta, ni me planteé pararme. Y mi atención para con ella duró lo que duran dos pasos atropellados, intentando no tropezar con aquel bulto, más una fugaz ojeada a mi reloj, antes de volver a recuperar el equilibrio y echar a andar.

Pero a la vuelta, aún seguía allí.

Al principio dudé en pararme, en los hospitales no hay demasiadas alegrías esperando en sus rincones, y lo último que necesitaba mi complicada existencia era una loca, una vagabunda o sabe Dios qué, colándose en mi vida. Pero con la segunda mirada tuve que admitir que su aspecto parecía desmentir esas opciones, su vestimenta era la de cualquier joven, limpia, cómoda, algo desgastada. Su pelo travieso a cada movimiento queriendo salir de la coleta, su cara recién abandonando la redondez y los granos de la adolescencia. Me acordé de mi propios hijos. “Oye, ¿te encuentras bien?” le dije agachándome a su lado. “No creo que no” me contestó, mirándome. “¿Te has mareado, te duele algo?” “No, creo que no...” “Pues ¿qué haces ahí entonces? ¿No ves que te van a pisar? ¿Cómo te llamas?” Seguí insistiendo con mis preguntas viendo en su cara la de mi propia hija, la de la hija de otra pobre madre como yo. Pero no volvió a contestar y reanudó el balanceo, ignorándome por completo. Entonces decidí continuar mi camino, el conejo apresurado de Alicia que duerme en mi interior sintió que allí estaba perdiendo el tiempo, y seguí bajando las escaleras. Pero eso que llaman conciencia, ese compañero de viaje que muchos no sé si tenemos la suerte o la desgracia de acarrear, no dejaba de empujar a trompicones su imagen, hasta hacerla asomarse al balcón de mi mente una y otra vez. Y cada pocos escalones, en cada recodo de la escalera, otra vez tenía frente a mí sus ojos, su coleta, su balanceo incesante. Y conociendo a mi conciencia como la conozco, lo pesada que se puede poner, aunque no había dejado de caminar saliendo del recinto, supe que si no hacía algo, no me dejaría tranquila. Y dando media vuelta, volví a entrar en el hospital, me paré en el control de la entrada y le hablé de ella a las enfermeras.

No le dieron ninguna importancia, en un hospital tan grande se ve de todo... y de no haber sido porque mucho tiempo después volví a cruzármela, me hubiera olvidado de ella. Pero el destino es un dios caprichoso y por alguna extraña razón se había empeñado en hacer que nosotras coincidiéramos.

Pero de verdad que no quiero entretenerle más, fuera debe haber ya varios pacientes esperando su turno y estoy yo aquí acaparando su tiempo, el de usted y el de ellos... Otro día si quiere se lo sigo contando... Bueno es verdad, aún no es la hora, yo por no aburrirle... Gracias doctor, pues si quiere sigo...

Habían pasado algunos años. Tres o cuatro quizás. Mis revisiones se habían espaciado, ya lo sabe, pero aún seguía atada a un diagnóstico, a una consulta, a unas visitas recurrentes al mismo hospital. Ese día, cuando entré, presa de la prisa y del tiempo que te roban los atascos, corriendo por llegar a mi cita, y no perder más minutos de los indispensables, no reparé en ella. Pero al salir me llamó la atención una figura parada frente al estanque de la entrada. Algo en ella me resultó familiar, pero aunque la miraba no lograba acertar por qué, sin embargo a medida que mis pasos se aproximaban a ella, la cadencia de un balanceo lejano, a oleadas, fue acercando al presente una imagen perdida en mi memoria, y cuando estuve casi a su altura, conseguí solapar aquel bulto lejano en la escalera, a esa figura que impasible miraba el estanque. Las dos eran la misma persona.

Esta vez no dudé en acercarme a ella y ya a su lado le pregunté “Hola ¿Te acuerdas de mí?”. “No, creo que no” me contestó mirándome abiertamente. “Nos vimos hace ya tiempo, yo bajaba por las escaleras del hospital y tú estabas allí, acurrucada...” Pero ella ya no me miraba, de nuevo había vuelto sus ojos hacia el estanque y seguía con ellos el movimiento del agua caer de los distintos chorros de la fuente... como si yo, al no requerir de su atención preguntándole directamente, ya no estuviera hablando con ella. Quizás cualquier otro día, ante aquella clara indiferencia me habría dado la vuelta y siguiendo mi camino habría decidido olvidarla... Seguro que cualquier otro día me hubiera regañado por pararme donde no me llaman y hubiera continuado andando, decidida a seguir con mi vida... Pero tal vez porque estaba medianamente contenta, los resultados de mis últimas pruebas no habían sido malos, o porque aún pone piel de gallina en mi calendario el cinco de enero, o porque estaba escrito en algún lugar que tuviera que quedarme allí. No me fui, sino que continué a su lado, acompañando su silencio, sus ojos nadando en el agua, su tranquila respiración, y lo hice durante tanto tiempo que solo mi conciencia se atrevió a preguntarme “¿Pero qué haces aquí?”

Y sabiendo lo insistente que se puede poner mi conciencia abogando por la sensatez, por no perder ni un pedacito de ese tiempo que tras cada visita al médico celebro como un regalo, aún me alegro de haberme rebelado, haberme concedido unos minutos más para no hacer nada, solo estar a su lado, mirando el agua. Solo diez minutos más, me dije. Diez. Pero los suficientes para que otra figura se nos uniera, y tras sonreírme, le preguntara con cariño a mi muda acompañante: “Ángela ¿nos vamos ya?” “No, creo que no” dijo ella mirando a la mujer que con suavidad la cogía por el brazo. “Sí Ángela, hay que irse” “No, creo que no” seguía diciendo ella sin moverse, volviendo a concentrarse en el agua... Pero empujándola con cuidado, la más mayor continuó “Ángela, luego volvemos al mar...” Y antes de que ella volviera a decir que no, tomó su cara entre las manos y dijo: “...porque ahora hay que ir a la cabalgata... La cabalgata Ángela, ¿te acuerdas? Los Reyes Magos...” Y solo entonces ella sonrió, sonrió con la boca y con los ojos como quién sabe, como un náufrago que por fin divisa un salvavidas al cual aferrarse...

Y abandonando mi papel de espectadora les pregunté: “¿Puedo acompañarlas?, ¿Puedo?” repetí ante sus miradas interrogantes. Todavía no sé por qué lo hice.

Doctor, el mundo se divide entre los que intentamos aprovechar y disfrutar cada segundo de nuestra existencia sabiéndola frágil, y los frágiles que sin saberlo simplemente la disfrutan.

Durante aquella cabalgata, mientras nos agachábamos y nos levantábamos recogiendo caramelos, mientras contemplábamos las carrozas, y disfrutábamos viendo como Ángela revivía, su madre compartió conmigo los jirones de su historia. Cuando aún era niña, a su reloj infantil al ir a zambullirse en una ola, le entró agua; demasiada agua, tanta, que las manecillas de su interior se oxidaron con la sal, deteniéndose para siempre. Todo ocurrió tan deprisa que cuando alguien quiso darse cuenta, ella se mecía en el agua boca abajo. Consiguieron revivirla, pero su presente quedó flotando allí para siempre.

Ángela es una mariposa clavada con dos únicos alfileres a la realidad, un alfiler en el mar donde colgaron para ella el cartel de “fin” y el otro en los Reyes Magos. Único recuerdo de aquella infancia que fue lo suficientemente fuerte como para no naufragar con todo el resto de su memoria.

¿Y sabe doctor? Ahora me gusta perder mi precioso tiempo muchas veces a su lado. Me gusta preguntarle para que solo me conteste su silencio. Me gusta intentar sincronizar nuestros relojes, porque así quizás su atrasado reloj compense al mío que usted mejor que nadie sabe que suele adelantar... y así ambas de alguna manera ajustemos el paso a la realidad.

Sí, creo que eso me hace un poco más feliz.

En un vano intento de que ella quizás también lo sea, de vez en cuando le tapo los ojos, hasta que consigo que los cierre y entonces le digo “Cierra los ojos y dime que ves” y ella no contesta “No, no creo” con el brillo de la educación, sino que por alguna extraña razón eso hace que encuentre la puerta dentro de ella. Una puerta entornada a la Navidad, a la felicidad, al mundo. Y al abrirla rápidamente dice “Veo el mar y los Reyes Magos”. Y lo dice con la certeza que dan los recuerdos, y nada más hacerlo, vuelve a abrir los ojos y sonríe, sonríe acunándose a salvo en ellos.

Y este es el fin del cuento. Y de verdad que no le entretengo más, muchas gracias por escucharme. Me alegro, me alegro de le haya gustado. No es un cuento bonito, ya lo sé. Pero es el nuestro... Gracias de nuevo, si me disculpa... me voy volando. Otra vez es cinco de enero y nada me gustaría más que acompañar a alguien a la cabalgata...



©Rocío Díaz Gómez

miércoles, 2 de diciembre de 2009

Un melocotón en almibar por muy dulce y pelado que esté, no deja de ser un melocotón. Relato de Rocío Díaz


Os dejo hoy, que hace este día tan tristón en Madrid, con uno de mis relatos. Uno al que, no sé muy bien por qué, yo le tengo mucho cariño.

Espero que os guste.



Un melocotón en almibar por muy dulce y pelado que esté, no deja de ser un melocotón

Lo menos frecuente en este mundo es vivir.
La mayoría de la gente existe, eso es todo.
Oscar Wilde



De hoy no pasa, digo nada más ver el cruasán que viene hacia mí cojeando. De hoy no pasa. Del mundo de la bollería el cruasán para mí, el rey de la selva. En verano y en invierno, en el desayuno y en la merienda, necesito mi cruasán a la plancha. Siempre. Salivo con solo imaginar ese cuerpecito de dulce crustáceo crujiente, esas patitas tostadas, ese aroma a mantequilla derritiéndose, inundando de placer anticipado mi vida entera...

Pero de un tiempo a esta parte un desfile de tullidos es lo que me espera. Un desfile de tullidos cruasanes me da la bienvenida. Todos cojos, cojos los pobres... Ellos que siempre habían hecho la ola cuando me veían entrar en la cafetería... Cojos.

Y lo peor de lo peor es que creo saber quién tiene el arma del delito: Ángela, la camarera. Unas miguitas perdidas en su labio superior, sus carrillos moviéndose frenéticos al acercarme el herido, una cintura que ensancha a ojos vistos, son pruebas más que suficientes para demostrar mi teoría. “Ángela come-cruasanes” cada día de cada mes de cada año se queda con una pata de cada cruasán que pasa por sus manos de camarera. Y yo no sé por qué. Yo, no soy capaz de reclamar lo que en derecho es mío.

Se me cambia la cara cuando veo a mi cojito, se me cambia, pero nunca me atrevo a decir ni media, llevándome en silencio mi tullido cruasán. Y mientras me lo como, mientras lo saboreo me arrepiento, me arrepiento de no haberlo dicho... Y la pata ausente me duele en el alma como duele el miembro también ausente a un mutilado.



Como duele la vocal que le falta a mi nombre y que tampoco reclamo.

De hoy no pasa digo, nada más oír ese nombre menguado que cae sobre mí aludiéndome. De hoy no pasa. Cuando me nombran y noto que esas seis letras me tiran de la sisa y aprietan mi amor propio. De hoy no pasa. Siempre me gustó llamarme Mariana. Siendo muy niña alguien me regaló la autobiografía de “Mariana Pineda” y orgullosa, siempre cuando me han llamado, he repetido en mi interior mi nombre poniéndole detrás el Pineda, saboreando la combinación de las dos palabras, de alguna manera sabiéndolas mías.

Pero un mal día Ricardo me abrazó desde atrás mientras mirábamos su acuario. A Ricardo esa gran pecera le tiene robada la voluntad. Le gusta como nada en el mundo, que ambos disfrutemos de él, y la verdad es que en esos momentos de contemplación acuática es cuando más tierno se vuelve mi marido, así que dada su indiferencia habitual hacia mi piel, resignada, considero un mal menor observar a su lado durante horas el ir y venir y otra vez ir de esos aburridos peces.

Y fue entonces, en uno de esos tediosos momentos, cuando abrazándome desde atrás acercó sus labios a mi oreja en uno de los gestos más íntimos que le he conocido nunca, llamándome “Marina” con placer, con verdadero, verdadero placer. ¿Marina Pineda? me dije en mi interior absolutamente espantada, ¿Marina Pineda? me horroricé, pero no me atreví a decir ni media. Y mientras me llama de este modo, me arrepiento de no haberme quejado, me arrepiento... Y me duele en el alma esa vocal que me ha robado como le duele su patria a un exiliado.

Como me duele la falta de voluntad que siempre he tenido, esa falta de decisión que tampoco reclamo.



Un melocotón en almíbar por muy dulce y pelado que esté no deja de ser un melocotón. Y eso lo sabían todos, como lo sabía yo. Pero les convenía aparentar que no, les convenía vestir a Ricardo como a un árbol de navidad, colgándole luces de virtudes, colgándole tiras multicolores de cualidades que no dudo yo a estas alturas que tuviera, pero que a mis ojos no eran las que más brillaban. Sin embargo...

Ricardo era el mejor amigo de mi hermano, llevaba entrando en casa toda la vida, siempre había un plato para él en la mesa, un juego de sabanas a su entera disposición. Era tan cómoda su presencia. Tenía siete años más que yo, me había visto crecer. Aún no me había dado ni tiempo a interesarme por el mundo masculino y ya estaba ahí, esperándome. Era tan adecuada su compañía. Tenía formalidad y estudios y educación. Era tan, tan buen chico. Mi madre y mi hermano no perdieron tiempo ni oportunidades en hacerme ver lo maravilloso que podía ser plantar para siempre y en mi vida aquel árbol de navidad llamado Ricardo Legaz. Y yo, Mariana Abad iba derechita a ser señora de.

A Ricardo yo le gustaba precisamente por todas aquellas razones por las que ahora no me gusto nada a mí misma. A mí vivir me daba tanta pereza... No veía la necesidad de discutir por robarle minutos a la hora de volver a casa, no veía la necesidad de empeñarme en elegir otra carrera, en buscar otro marido... Cuando la vida por alguna extraña razón te da tantas facilidades para inclinarte en una dirección ¿para qué gastar energías y dolores de cabeza en contrariarla?. Qué pereza... Además, quizás hasta era mi príncipe azul... ¿quién sabe? Y yo, Mariana Abad, la muchacha dócil y pacífica, pasé a ser señora de Ricardo Legaz.

Pronto me di cuenta de que no es que mi marido no fuera buena persona, es que solo era buena persona. Pronto me di cuenta de que mi príncipe era de un azul muy, muy clarito.




De hoy no pasa, digo cuando “Angela come-cruasanes” como quién no quiere la cosa me quita siempre la pata de mi cruasán. De hoy no pasa, digo cuando Ricardo me llama día tras día “Marina”. De hoy no pasa cuando esas pequeñas catástrofes diarias van menguando mi autoestima. De hoy no pasa.

Y sigue pasando. Y me duele en el alma mi silencio como le duele al casado la despedida de soltero que nunca celebró.




Ayer noche llegué a casa tan cansada que abrí la puerta lentamente, sin hacer apenas ruido. Me extraño encontrar las luces apagadas, a Ricardo le gusta encender todas y cada una de ellas como si acabara de descubrirse la luz eléctrica. Avancé por la casa casi a tientas buscándole, extrañada, cada vez más extrañada, casi preocupada ante su ausencia. Hasta que con alivio le descubrí de espaldas contemplando su acuario. Siempre su acuario.

- Pero Ricardo me estabas asustando... ¿Que haces a oscuras?

No acababa de hacerle la pregunta cuando al acercarme hasta él, descubrí sus ojos húmedos y brillantes, descubrí el rastro que sin duda las lágrimas habían dejado en ellos.

- Ricardo ¡Por Dios! ¿Pero qué te pasa? ¿Te duele algo? ¿Te encuentras mal? ¿Qué ha pasado que tienes esa cara? traduciendo en frases cariñosas todo el templado amor que sin duda en tantos años de casado había ido creciendo en mí.

- ¿Es que no lo ves? me contestó medio hipando ¡Se me han muerto los peces! ¡Se han suicidado! concluyó con una pasión y un sentimiento que nunca jamás antes había descubierto en él.

No pude evitar que mis lágrimas también se contagiaran de las suyas, y que sin mi permiso iniciaran una loca carrera por mi cara. Pero en la vida hay tantas razones para dejar escapar unas lágrimas... Y las mías nacieron de las risas, unas risas cada vez más ruidosas, más alegres, tan escandalosas que dejaron a mi marido boquiabierto.

- Pero Marina... ¿te has vuelto loca? Te ríes... pero es que ¿no lo ves? ¡se han muerto los peces!
- Mariana, Ricardo, Mariana, acerté a decir entre las carcajadas, Mariana, con una “a”, con la misma “a” que te quedaste, Mariana Ricardo, como Mariana Pineda...
- La visión de los peces Marina te ha trastornado...

Pero yo ya no dejaba de reír, de reír gritando como una loca que Mariana se escribía con “a”, con una enorme y maravillosa “a”, riendo, mientras imaginaba a esos peces con mi cara, flotando en ese acuario perezosamente, muertos, tan muertos como había estado yo...



Una, pasa años diciendo que de hoy no pasa. Años enteros sin hacer nada. Hasta que una noche unos peces muertos te hacen revivir.



Hoy cuando me he levantado he decidido que no iba a ir a trabajar, he decidido que ni tan siquiera iba a llamar para decirlo. Lo he decidido cuando ya Ricardo se había marchado a su oficina sin darme el beso de buenos días. Un melocotón en almíbar por muy dulce y pelado que esté no deja de ser un melocotón.

Hoy cuando me he vestido he decidido ir a desayunar. “Ángela come-cruasanes” ha venido hacia mí con mi dulce y tullido crustáceo recién hecho en sus manos

- ¿Y la patita que le falta?

“Ángela come-cruasanes” al oírme se ha atragantado con los restos de la patita de mi cruasán que a dos carrillos y sin duda alguna estaba masticando. Entre toses y más toses, coloradota por los esfuerzos y el apuramiento que le ha entrado, se ha medio disculpado... He creído entender que traería otro cruasán...


Mientras saboreo las dos patitas, dos, de mi segundo cruasán de hoy, pienso lo curiosa que es la vida, un complicado puzzle cuyas piezas uno se esfuerza y se esfuerza por encajar... Pero a veces y sin ningún esfuerzo encuentran acomodo las unas en las otras y es entonces cuando el aire huele a cruasán a la plancha recién, recién tostado.
©Rocío Díaz Gómez


Este relato fue premiado con el 1º Premio en el VI Certamen de Relatos Breves “Mujeres” convocado por el Ayuntamiento de Santa Cruz de Tenerife. 2005.

miércoles, 4 de noviembre de 2009

El libro de las adivinanzas de Bimbo. Relato de Rocío Díaz




Hace tiempo que no os dejo un relato.

He pensado que en este mes de noviembre, con esos colores marrones y verdes tan suaves a nuestro alrededor, con ese olor a castañas asadas en el aire, ese calor casero que uno echa de menos cuando está en la calle pisando las hojas, invitan a estar cerca de una estufa comiendo rosquillas y escuchando una historia cotidiana, doméstica, y algo nostálgica.

El relato “El libro de las adivinanzas de Bimbo” fue premiado con el segundo premio en el 3º Concurso Literario María Moliner que convoca el Centro de Estudios de la Mujer de Las Rozas, en el año 2005.

Os dejo con él. Espero que os guste.








EL LIBRO DE LAS ADIVINANZAS DE BIMBO


Todo lo que sabemos del amor
es que el amor es todo lo que hay.
Emily Dickinson (1830-1886)
Poetisa Estadounidense



La abuela Chelo a menudo decía que “las equivocaciones nacen de pensar cuando hay que sentir y de sentir cuando hay que pensar”. Y estaba en lo cierto.

Decidí mi profesión el día que un olor me devolvió otro, el día que acurrucado tras el olor a pegamento, el de mis diez años me atacó a traición. Ya no recuerdo dónde estaba ni con quién, solo recuerdo percibirlo en el ambiente, reconocerlo, inspirar con todas mis ganas, apurarlo y emborracharme con ese olor a pegamento que después de tanto tiempo volvía. Solo una gota bastó para que se colara dentro de mí poniendo patas arriba mi vida, sacando del último cajón de mi memoria todos los pantalones cortos de entonces, todas las canciones, todas las voces. Sacando a mi abuela. Mi abuela sabia.



Mientras Uri Géller doblaba aquellas cucharillas en el programa de José María Iñigo, a mi hermano Fernando le gustaba una chica de clase. La chica del pupitre de delante, que parecía mayor que él y mayor que todo aquel aula entero de bachillerato. Por las noches soñaba que se desnudaba solo para él, entre sueños creía ver su cabeza, su coleta, su cuello, su espalda, pero el resto, el resto del cuerpo que veía era el de Maria José Cantudo que había protagonizado el primer desnudo integral de la época y cuyas fotos ligerita de ropa habían corrido por debajo de los pupitres de toda España tan deprisa como si quemaran entre las manos. Tenía que ser el de la Cantudo porque de la chica que le tenía el alma estrujada, lo que mejor conocía, lo único que conocía y conocería nunca, era su espalda. La de poemas que pudo mi hermano escribir a los lunares de su cuello, a sus omóplatos, al nacimiento de su pelo, a las etiquetas de su ropa... incapaz de ponerse frente a ella para nada más que morirse de la vergüenza, de tan pequeño se sentía a su lado.

Uri Géller doblaba aquellas cucharillas en el programa de Iñigo, cuyo bigote ya hacía semanas que a mi hermano Fernando le traía por la calle de la amargura. Él que cada día se contaba y recontaba los escasos pelillos que iban naciendo sobre su labio superior no podía acabar de entender cómo y porqué la vida marcaba esas diferencias entre las personas. Pero mientras a Fernan le reconcomía por dentro el mostacho del famoso presentador, a mi hermano Carlos se le dilataban los ojos viendo aquello tan impresionante de las cucharillas, tanto que desde aquel día y durante una temporada no hubo manera de que mi madre encontrara alguna al ir a poner la mesa. Sacar el mantel y oír la voz materna chillando “Carlos, demonio de crío, trae acá las cucharillas...” era todo uno.


Mis abuelos habían venido del pueblo a pasar unos días porque tenían que hacerles unas pruebas en el hospital. Para dejarles una habitación libre y que tuvieran algo más de intimidad, nos habían amontonado a todos en la otra habitación, acoplando nuestras noches entre las literas y un par de colchones tirados en el suelo. A los pequeños nos hacía más ilusión la novedad, eso de tumbarnos ahí todos juntos era muy emocionante, como si estuviéramos de acampada, a los mayores con más exámenes que estudiar, con ese afán de independencia y privacidad con que te viste la adolescencia ya no les hacía tanta.

Mi hermana Carmencita que quería ser María Magdalena, que quería llorar pegadita a Camilo Sesto en Jesucristo Superestar, suspiraba por una entrada para el teatro Alcalá Palace que nunca llegó a tener; mientras tanto se encerraba en el único cuarto de baño para tararear a voz en grito las canciones del musical. Mi hermana Merche que en los últimos días había discutido tantas veces con ella por si estaba mejor Camilo Sesto que Braulio, aporreaba la puerta para que saliera, no más enfadada porque estuviera dentro, que por que “Sobran las palabras” hubiera quedado en décimo sexto lugar en Eurovisión, dándole oportunidad a Carmencita para que se metiera con ella por lo bajini y con muy mala idea cantando aún más alto Getsemaní: “Quiero saber, quiero saber Señor, quiero saber, quiero saber Señor, por qué he de moriiiiir...”. Porque ella lo sabía, que era por eso, y solo por eso. Lo peor pensaban ambas, era encima tener que compartir uno de los colchones...

Ajenos a las peleas entre las chicas, ajenos al desamor de Fernan, ajenos a la impotencia de Carlos frente a la rigidez de la cubertería, mi hermano gemelo y yo teníamos nuestro propio drama. Habíamos hecho una apuesta con los amigos del cole que consistía en que el primero que terminara una colección que estábamos haciendo se llevaría la bola loca que tenía uno de ellos. Nuestro amigo Fede, el de la panadería, hijo de la ley del mínimo esfuerzo y amante de la vida contemplativa, prefería un álbum con todos los cromos ya puestos que ir juntándolos y pegándolos, que ir dando saltos por la vida con la bola loca esa. Demasiado cansado para él. “Bola loca, cantaban en el anuncio, el juego loco, loco del verano”. Faltaba demasiado para que vinieran los Reyes Magos y era una forma limpia y honrada, como decía mi padre, de conseguir el juego para los dos...

Lo malo era que después de habernos hecho con todos los cromos, después de haber cambiado los que nos sobraban hasta conseguir justo, justo los que necesitábamos, que ni Sppedy González lo hubiera conseguido tan rápido, se nos había terminado el pegamento. No podíamos tener tan mala suerte... no podíamos. “¡No importa, el remedio pegamento Imedio!” decía la radio... y a nosotros que se nos había acabado justo, justo en el cromo número 216. A 10 cromos para acabar la colección y se nos acaba el Imedio banda azul. Por más que lo habíamos escurrido, por más que lo habíamos aplastado y doblado bien estrechito, estrechito para estrujar hasta la ultima gota transparente, del tubito no salía más que el olor.

Y el libro de las adivinanzas de Bimbo a falta de 10 cromos, diez. A nuestro alrededor una casa llena de gente que no podía entender nuestro gran problema. Una madre preocupada por la cena para diez personas, un padre y un abuelo enfrascados en el “Hombre y la tierra”, que ninguno de los dos se lo perdía por nada del mundo. Unas hermanas con su guerra particular, un hermano mayor escribiendo poemas a una espalda y un segundo luchando por que aquellas cucharillas se doblaran de una santa vez, acumulando los destrozos por los rincones. Todos, todos ellos tan llenos de sus problemas que no podían estar a nuestra desgracia. “Imedio no es solo un pegamento, es pegamento y medio” decía otro de los anuncios y nosotros destrozados a 10 cromos, diez, del final. Bimbollos, Bonys, tigretones, la de bollos de Bimbo que nos habíamos podido comer, un millón de todos ellos en busca de los cromos dichosos para que ahora a ultime hora se nos adelantara otro de la panda y nos arrebatara prácticamente de las manos la bola loca.

Mi abuela fue la única que notó nuestra pesadumbre, la única. Acercándose con una mirinda de naranja entre las manos nos dijo bajito que si queríamos un poco, mientras se hacía un hueco a nuestro lado. Mirando a ambos lados por si nos veía nuestra madre que no nos dejaba beber refrescos a esas horas porque nos quitaban el hambre, le dimos dos traguitos muy rápidos el uno después del otro a su vaso. Y eso, como bien sabía nuestra abuela, nos soltó la lengua. Dimos pelos y señales a la abuela de la bola loca, el álbum de las adivinanzas, todos los bollos de Bimbo y Fede. Parecía mentira que la mirinda a pesar de tener un color tan parecido al “mejoral infantil” supiera tan bien, que actuaba como el suero de la verdad de las películas, pero ahí frente a nosotros seguía el álbum con sus diez cuadritos vacíos, y el montoncito de los diez cromos, diez a su lado. “¡No importa, el remedio pegamento Imedio!”. La abuela entendió perfectamente nuestra aflicción, y nos regaló una cara de circunstancias que nosotros no hubiéramos dibujado mejor. Movió la cabeza lentamente calibrando la situación y nos echó otro traguito de mirinda a escondidas, mientras pensaba en las posibles soluciones a nuestro gran problema. Se recolocó en la espalda el cojín de ganchillo que encontró más a mano, y antes de terminar de colocárselo nos miró por encima de sus gafas de ver y nos dijo sonriendo con complicidad: “¡Creo mocitos que ya lo tengo!”.

- Pero madre usté estese tranquila en el comedor que yo me apaño...

Sorteando a mi madre como pudo, entre echarle una mano con la ensalada y otra con el postre la abuela nos preparó la receta mágica. Nosotros desde el umbral la veíamos trastear, la mirábamos entre el respeto que nos habían enseñado a tenerle y el escepticismo, entre el cariño que la teníamos y el agobio que nos reconcomía. En pocos minutos salió de allí removiendo un líquido blanquecino. Aquel engrudo de harina y agua no olía tan bien como el pegamento Imedio banda azul, pero cumplió su función a las mil maravillas. Un milagro, aquello si que era un milagro y no la tontería esa del Uri Géller, decíamos mi gemelo y yo mientras cromo a cromo íbamos rellenando los diez cuadritos vacíos del libro de las adivinanzas de Bimbo.


La abuela Chelo murió meses después, y allí estuvimos todos, los seis nietos con nuestros padres. Cada uno guardaba en su interior un momento en que su presencia había aliviado nuestros problemas, cada uno de nosotros guardaba un trocito de su sabiduría a la justa medida de nuestros males, sabiduría que ella había adivinado cómo y cuándo prestarnos.

Cada uno de nosotros, como en un ritual familiar, rellenó un papelito dándole las gracias que echamos sobre ella. No sé muy bien porque escribieron esas palabras los demás, eso no lo contaron. Pero sus papelitos rezaban: “Iñigo” y “Uri Géller”, “Camilo Sesto” y “Braulio”. Mi hermano gemelo y yo repartimos en dos trocitos del mismo papel nuestras gracias, en uno escribimos “pegamento” y en el otro “Imedio”.



Decidí mi profesión el día que un olor me devolvió otro, el día que acurrucado tras el olor a pegamento, el de mis diez años me atacó a traición.

Muchas veces he pensado si en aquel momento me dejé llevar por un arrebato sentimental más que por una verdadera vocación, en todos los malos momentos que me ha dado esta profesión dedicada a la geriatría, en los momentos más tristes, en los dolorosos de las enfermedades degenerativas, pienso si no sería cierto eso de que las equivocaciones nacen de los momentos en que en vez de pensar, sentimos.

Pero sea o no cierto, el olor del pegamento me devuelve el de mis diez años, me devuelve un sentimiento de gratitud tan absoluto, tan entrañable hacia la abuela Chelo que no se puede encerrar en las cinco letras de la palabra “Imedio”.

©Rocío Díaz Gómez

jueves, 1 de octubre de 2009

"Mi padre decía que Dios era malabarista..." Un relato de Rocío Díaz




Allá por el año 2002 en un certamen literario que hacen en Motril premiaron uno de mis relatos: “Mi padre decía que Dios era malabarista…” Uno de los relatos más largos que he escrito.

Ocurrió al mismo tiempo que me premiaban otro en Cádiz con tan solo un día de diferencia. Son esas cosas buenas que de vez en cuando te trae la vida.

Era mayo. No puedo evitar sonreír al acordarme.

Una amiga y yo alquilamos un coche y aprovechamos para ir parando en todas las playas que había entre Cádiz y Motril. Un viaje redondo, como las bolas de los malabaristas.

Esos son los buenos recuerdos, los que vuelven colgando de una sonrisa.
Espero que os guste.





Mi padre decía que Dios era malabarista...


"Usted cree en un Dios que juega a los dados, y yo, en la ley y el orden absolutos en un mundo que existe objetivamente, y el cual, de forma insensatamente
especulativa, estoy tratando de comprender[...]"
Einstein


Stephen Hawking





Mi padre decía que Dios era malabarista.

“Un maldiiiiiiito malabariiiiista” decía con voz gangosa y arrastrando las letras con tanta determinación como a él le arrastraba la botella.

“Mira chaval, cada tarde Dios, ¿me oyes bien? Dios... acércame la botella que con tanto discurso se me queda seca la boca... ¡coooojonudo este vinito, coooojonudo! Cómo te iba diciendo, mocoso, Dios cada tarde se coge las bolas donde están todas las cosas buenas de este jooooodiiiido mundo y grita “Oye, tú Satanás, saca tus bolas que nos echamos un duelo” y entonces... La botella, pásame la botella chaval que me tiés sediento... ¿Te he dicho alguna vez que ésto está cojoooonudo? Si señor, cojoooonudo el tintito... ¿Y por dónde íííbamos...? Ah sí, pues Satanás que siempre está dispuesto a marcarse un tanto, saca sus bolas, esas bolas negras como el infierno donde tié metidas todas las miserias de este puñeeeeteeero mundo... y le acepta el reto... La botella, la botella desgraciaaao ¿No ves que tu padre se queda sin saliva?... Huuuummm esto es vida... si señor, lo mejor, lo mejor después de chingar... en fin chaval que pierdo el hilo, tira Dios sus bolas al aire, tira Satanás las suyas... ¿Y que crees que pasa? Pues que si “el de allá arriba” tiene el día inspirao nace gente como mi madre que en gloria esté, una santa... alcánzame otra botella que ya no meten na en ellas, otra botella, que tengo que brindar por la madre que me parió... Así me gusta, tu llegaaaarás lejos mocoso... mu, mu lejos, y venga, otro traguito por mi padre... Huuummm... pues eso como iba diciendo que tira Dios y nacen personas como tu abuela, pero cuando es Satanás el que tiene todas sus bolas en el aire, estamos jodíos chaval, jodíos, porque entonces es cuando nace gente como nosotros, unos pooooobres diaaaaaablos, ¿Me has oído? Unos poooobres diaaablos..., pasa, pásame la botella....que me está matando esta sed...”

Dios era un maldito malabarista y mi padre un jodido borracho que echaba al aire y hacía girar unas historias maravillosas... Un loco y genial malabarista de cuentos con los que disfrazaba ante mis ojos infantiles sus delirios de alcohol.

Mientras tanto mi madre, permanentemente embarazada, luchaba cada día por ganar el dinero que él iba empapando de tasca en tasca. Empapando tanto, como fueron mojando las lágrimas de mi madre la otra mitad de mi infancia; lágrimas desobedientes que luchaba por disimular mientras sus labios intentaban sonreírnos al negarnos de nuevo cualquier capricho.

Pero solo sonreían sus labios, sus ojos nunca vi sonreír.

Aquella niñez que a mi hermano le convirtió en un rebelde sin causa, a mí me volvió un niño tímido y retraído que se desdibujaba sentado en su pupitre. Y si la vida no era un paraíso en casa, tampoco lo era mucho más en la escuela.

Yo era aquel crío que lo intentaba una y otra vez, una y otra, pero no conseguía juntar con acierto las letras para que hilaran frases con algún sentido; aquellos dibujitos rebeldes y retorcidos que me miraban burlonamente desde el cuaderno, se me antojaban hormiguitas en procesión, jugaban conmigo al escondite y se ocultaban maliciosamente, en cuánto me descuidaba, amontonándose unos detrás de otros. Y las consonantes sueltas, las consonantes sin vocales no me susurraban ninguna idea que pareciera más coherente que cualquiera de los discursos etílicos de mi padre.

Tanta era mi angustia que las noches se poblaban de pesadillas en las que enormes ejércitos de letras y números armados hasta los dientes me perseguían sin descanso. Y después de tanta loca carrera literaria y nocturna, me levantaba tan agotado que a la mañana siguiente a la menor oportunidad me vencía el sueño sobre el pupitre.

Raro era el día en que mi hermano, tras una lamentable actuación más en el encerado, no tenía que pegarse con algún compañero para defenderme de sus risas e insultos.

“¿Qué pasa Richi que es mucho esfuerzo leer dos palabras seguidas, no? ¡Ah! ¿que no ha leído dos...?, ¡que ha sido una!!! ¡Una chicos, Richi ha conseguido leer una palabra, UNA PALABRA, chicos...! Que esfuerzo... Debes estar cansado ¿no?, ¿No te duele la cabeza, chaval? Te debe doler un montón... después de haber leído tanto... Richi no saaabeee leer, no saaaaabe, no saaaaabe, no tiene ni ideeeeeea.... Richi no saaaabe leeeeeer... Pero un momento chicos, cuidado, a lo mejor es que no entiende la palabra LEER, le-er, Richi ¿Tu sabes que quiere decir le-er? A ver Richi mira mis labios: le-er...le-er... Richi no saaaabe leeeeer., no sabe, no sabe, no saaaaabe....”

Ahora que lo pienso, quizás lo único dulce de mi infancia fueron los momentos que pasábamos con la nariz aplastada contra el escaparate de la pastelería de enfrente. Aquellos breves momentos en que disfrutábamos con los colores y las formas de todos esos caramelos y bombones... solo mirando y mirando, solo imaginando cual sería su sabor.

Mi madre dejó de estar embarazada cuando nació el octavo de mis hermanos, ese día mi padre se marchó a celebrar el nuevo niño... y ya no volvió más.

Mi madre lejos de echarle de menos, transcurrido el tiempo prudencial en que las autoridades pudieron formalmente darle por desaparecido, nos limpió los mocos, se arregló el pelo y con un profundo suspiro, respiró aliviada. Fue precisamente en ese momento cuando se prometió con determinación que sí se le ocurría volver, ella misma se encargaría de hacerlo desaparecer de una vez por todas, y durante un breve segundo sonrieron algo más que sus labios.

“Bueno niños decididamente vuestro padre, “Vuestro gran y cuentista padre”, ¡gracias a Dios! se ha ido. Venga Richi cariño, no pongas esa cara, si él estará bien, andará por ahí contando sus historias a cuántas orejas quieran perder el tiempo escuchándole. Ojalá que sean muchas y durante mucho tiempo... No le necesitamos ¿me habéis oído bien? No le necesitamos... ya no. Mejor dicho, lo que vamos a estar es infinitamente mejor sin él. Por fin... Lo único que siento es todos los años ingratos que no os puedo devolver... Pero nosotros estamos juntos y somos fuertes... vamos a tener que trabajar mucho, vosotros dos que sois los mayorcitos tendréis que ayudarme con vuestros hermanos... os prometo que solo son unos pocos años, enseguida ellos crecerán también... pero el dinero que tengamos nos va a lucir ¿sabéis? Nos va a lucir... Nos los vamos a comer, nos va a vestir, nos va a ayudar a seguir adelante, desde luego que vamos a salir adelante... no vamos a ir tirándolo por ahí de bar en bar... No, eso nunca más, juro solemnemente que nunca mas...”

Como consecuencia de una mágica y extraña asociación que nació en mi mente, aquel día también desaparecieron las pesadillas, cada vez que en ellas surgían aquellos ejércitos de letras y números armados hasta los dientes, las enormes y negras bolas de Satanás caían sobre ellas, aniquilándolas también de una vez por todas.

Y la nieve de todos aquellos duros inviernos fue cayendo suavemente sobre nuestros hombros.

De la escuela a casa, de la casa a la escuela, mi hermano y yo teníamos que ocuparnos de los pequeños mientras mi madre salía a trabajar. Y estábamos todos tan atareados que sin darnos cuenta a aquel niño tímido y retraído que yo era se le fueron quedando cortos pantalones tras pantalones, y un buen día descubrí al lavarme la cara que el niño tímido se había ocultado para siempre y sin despedirse en el interior del adolescente imberbe y desgarbado que terminé siendo.

El tiempo dicen que cura las heridas pero mi alma había decidido mantener su actitud sufridora a pesar de los años. Y aunque en mi infancia hubo poco de especial, hábilmente me empeñé en volver la vista atrás viendo solo los escasos momentos felices que tuvo, y esa no, esa no es la mejor manera de echar a andar.

Pero aún no lo sabía.

Como le ocurre a cualquier adolescente el otro sexo empezó a causarme problemas. Las chicas no se fijaban en mí, mi timidez dificultaba mucho las relaciones con ellas que disfrutaban infinitamente más con las risas y el descaro de mi hermano mayor. Y a pesar de que éste, mi fiel ángel de la guarda, procuraba siempre citarse con aquellas que tuvieran una amiga, una prima o una hermana menor que pudiera acompañarme, yo siempre con mis escasas habilidades sociales terminaba espantándolas.

“Pero chaval si es que te lo montas mal... Tú que te tragaste todos los sermones del viejo, cuéntales alguna de sus historias –me decía mi hermano- estoy seguro que te las sabes todas, eres el único pobrecillo que le soportaba, el único que le oía siempre. Y me refiero a escucharle, porque oírle todos disimulábamos que le oíamos... ¡joder, cualquiera no lo hacía...! Te las has tragado más de un millón de veces, cuéntaselas tío, fliparán... no seas tonto que de esto entiendo más que tú, a ellas les van esos rollos, sorpréndelas..., pero macho si es que lo sé, lo sé, haz caso a tu hermano mayor si algo tenía de bueno aquel borracho eran sus cuentos...”

Pero no, yo no le hacía caso.

Aquellas historias mágicas decoradas de tacos e insultos donde las palabras se estiraban y estiraban hasta alcanzar la justa medida con que escapaban de la boca pastosa de mi padre, eran mías y solo mías. Eran la única herencia que me habían dejado todos aquellos paseos acarreando botellas y botellas desde la bodega hasta el sillón desde donde mi padre me hablaba. Eran mi particular forma de acabar con las pesadillas, eran mi defensa ante el mundo.

Se me habían olvidado los insultos, los malos días de mi madre, la pobreza, los vómitos con que ponía mi padre el fin a cada uno de sus cuentos.

Había olvidado todo lo malo disfrazándolo de lo único bueno que tuvieron aquellos días, el sabor imaginario de los dulces que había tras aquel cristal.

Y aquello fue lo que me pareció encontrar cuando me besaron por primera vez, aquella sensación húmeda y cosquilleante de aquella lengua entrelazándose con la mía, aquella sensación de intimidad tan agradable, ese tacto tan suave en mi boca... como un dulce deshaciéndose... aquello tenía que ser el sabor que yo siempre había imaginado ante la visión de todos aquellos colores y formas que tenían los bombones y pasteles del escaparate de mi infancia.

- Hummmmm sabes a chocolate...

- ¿Si?
- Hummm si... de verdad, a chocolate negro deshaciéndose en la boca...
- Anda tonto ¡¿Qué cosas me dices?! ¿pero... lo dices de verdad?
- De verdad... anda acércate mas...

Buscando, dejándome llevar por el único recuerdo que mereció la pena de aquellos lejanos días, no acaricié el presente que se me ofrecía. Una relación es mucho más que unos cuántos besos. Y aquella persona maravillosa con quién aprendí a saborearlos no estaba dispuesta a tenerme solo para aquellos dulces momentos.

- Hummm sabes a chocolate...
- ¡Ya estás con lo del chocolate..! ¿sabes? Yo no vengo solo para esto...
- ¿No?
- No, yo quiero estar contigo...
- ¿Y no estamos?
- Si estamos, ¿pero qué hacemos? Solo esto, y tu siempre a vueltas con la tontería del chocolate... No hablamos de nada, no me cuentas nada, no se nada de ti...
- ¿Y qué quieres saber? Cualquier cosa que te cuente te va a parecer peor que esto que tenemos...
- ¿Esto? ¿Y qué es esto? Unas caricias, unos besos... ¿Y luego qué...? ¿Toda la vida hablando de chocolates...?
- Hombre... hablando, hablando... casi mejor ... ¡comiendo chocolate...!
- Bah, no te enteras de nada...
- Pero yo no te entiendo ¿de qué no me entero...?
- De nada... esta visto que de nada...

Y nos fuimos separando y separando hasta que terminé por romper lo mejor que me había pasado en la vida.

Me habían enseñado a estirar y estirar las palabras al hablar y aprendí bien a hacerlo; lo hice tan bien que creí que las historias reales eran como las contadas. Probé una y otra vez, a pesar de lo que decía ella, mi hermano, los amigos... a pesar de lo que decían todos a mi alrededor, probé a pegar los fragmentos de esa relación. No me contenté con estropearla sino que además probé una y otra vez, a estirar aquella historia a pesar de que para todos era evidente que aquel barco hacía agua mucho tiempo atrás.

¿Qué me pasaba...?

No hacía más que equivocarme, me olvidé del presente disfrazando el pasado de un brillo que nunca tuvo. Me atormenté intentando reanudar mil veces algo que ya no tenía remedio. Cuando al fin me convencía de que hay historias que tienen final, entonces me entregaba a otras nuevas en las que volvía a cometer una y otra vez los mismos errores.

Pero además, si finalmente parecía que ya “sin remedio” aquello iba a salir bien, entonces me decía a mí mismo muchas veces que seguro que saldría mal, saldría mal, saldría mal... hasta que salía mal. Y no contento con eso... si después de terminar, la interesada por alguna rara, alguna inexplicable razón, intentaba volver a verme, entonces yo dignamente contestaba:

“Ya no, ya es demasiado tarde”.

Y más de lo mismo. Siempre más de lo mismo.

¿Pero que me pasaba...?

Llegué a sentirme tan mal conmigo, que creí de veras que Satanás estaba en racha, que cada vez que Dios le retaba, él conseguía tener sus bolas en el aire, girando y girando todas a la vez, girando y girando: “Un poooooobre diaaaaablo, Un pooooobre diaaaaaablo.... eso es lo que yo era...”

Ahora que recuerdo aquellos días aún no sé muy bien por qué lo hice. Supongo que me sentía tan perdido que necesitaba encontrar una salida, y aquella en principio no estaba tan mal. Aspiraba a encontrar la tranquilidad que mi alma necesitaba, y al mismo tiempo era la posibilidad de alcanzar un modo de ganarme la vida. Los días pasaban y poco a poco mi juventud iba perdiéndome de vista.

Comuniqué mi decisión a mi madre, a mis hermanos, a mi familia, a todos los que me querían, pero la verdad es que he de reconocer que a ellos no les pareció tan buena idea como a mí.

- Que tu ¿queee?
- Que me voy a meter a sacerdote
- ¿A sa...? ¿A SACERDOTE has dicho?
- Sí eso he dicho...
- Pero tío tú estás muy mal... ¡Tú...! ¡¡un cura!!
- Pero... ¿Por qué...?¿Por qué te parece tan raro?
- ¿Que por qué...? ¿Pero cuando has demostrado tu vocación, macho? ¿Vocación..., se dice así no? ¿Cuándo has demostrado tu eso...?
- Bueno... a veces me han dicho que pasa esto, que de repente uno se da cuenta...
- ¿Qué se da cuenta de qué...?
- Pues de que este es el camino...
- ¿Pero que camino ni que pollas...?
- El de la Iglesia...
- Pero tío tu estás para que te encierren... pero vamos a ver ¿qué te pasa? ¿Tienes algún problema...? no sé... de verdad macho si yo soy tu hermano puedes contármelo... ¿Qué pasa, joder? Coño que a mí me lo puedes decir... Vamos a ver... se trata de eso ¿no?
- ¿De eso...?
- Sí joder ¡de eso...! Es eso ¿no? Pero hombre, que por una vez no pasa nada, si a todos alguna vez que otra..., joder no nos gusta admitirlo... pero a todo el mundo le ha pasado... ¿es eso? ¿es eso no?¿No se te levanta...?...

Mi hermano siempre fue un ser transparente que pensaba que si un pastel estaba detrás de un escaparate era para saborearlo, para saborearlo muy muy lentamente... Y era de tontos no hacerlo, fuera del gusto que fuera, estuviera comprometido o no. A su manera él también seguía con la nariz aplastada contra el cristal, aunque ahora los dulces llevaran faldas y la nariz, bueno la nariz estuviera unos centímetros más abajo... Mi hermano era un ser maravilloso que aunque ya rozáramos los treinta iba a seguir toda la vida sintiendo ese deber fraternal aunque ya un poco absurdo de defenderme.

Es muy, muy difícil defender a alguien de sí mismo...

Aquel mundo con olor a incienso y silencio, la oración y la abstinencia, la vida solitaria eran cualidades que se ajustaban perfectamente a las medidas de mi carácter sufridor. Solamente tuve que dejarme llevar...

Debo admitir que aquel tiempo de sotanas y cirios dejó en mi un poso mágico, dejó en mis manos la receta con la que el mundo cocina sus vidas, el ligero atisbo de cómo cada cual y a su manera intenta ser feliz.

Hasta la íntima oscuridad de mi confesionario llegaban los sonidos tenues de voces quedas que lentamente iban desgranando pecados y secretos. Murmullos huérfanos de rostros y nombres a los que yo simplemente tenía que prestar toda mi atención como un día lejano hice con las historias de mi padre.

Por que si algo yo sabía hacer era escuchar.

Aquellas voces como envoltorios de colores brillantes que guardaban en su interior almas desnudas y arrepentidas. El niño que un día se escondió dentro de mí aún podía jugar a imaginar qué misterioso interior ocultaban esos colores, esas voces sugerían sabores, y las confesiones llegaban hasta mí envueltas en aroma a vainilla y a canela, a yema o a licor.

Yo estaba al otro lado de aquel confesionario como estuve en mi infancia con la nariz aplastada contra otro escaparate. Solo escuchando y escuchando, solo imaginando cual sería el sabor. No podía pedir más.

Y los años iban escapando suavemente.

- Ave María Purísima
- Sin pecado concebida
- Buenas, buenas tardes padre
- Buenas hija. Díme...
- Mire padre yo no le voy a engañar, yo no me he confesado nunca ni pretendo hacerlo ahora. Pero necesito hablar y hablar, hablarle a alguien a quién no le importe escuchar. He acudido a mi familia, a mis amigos, a médicos y psiquiatras que han intentado ayudarme pero yo no necesito sonrisas ni compasión ni pastillas, necesito solamente descargarme de este gran peso que lleva mi interior, necesito que me escuchen...
- Ya...
- Pero si a usted no le parece bien, yo Padre me voy y ya esta...
- No, no... no te vayas yo escucho, claro que te escucho...
- Gracias... Bueno... el caso es que yo, yo me siento muy desgraciada ¿sabe? pero no sé de donde puede venir tanta tristeza como yo siento... las situaciones me quedan grandes, como enormes prendas que uno ha heredado y tiene que caminar con ellas... Sin apenas darme cuenta poco a poco las cosas, haga yo lo que haga, se van enredando, las personas se alejan... y yo solo alcanzo a sentirme triste... me siento tan impotente ante mi alrededor... es como, como si alguien allá arriba se jugara a los dados mi felicidad, mi destino... le parecerá algo absurdo...

De golpe, sobre aquella voz se superpusieron otras... todas revoloteando al mismo tiempo a mi alrededor... “...es como, si alguien allá arriba se jugara a los dados mi felicidad, mi destino...” y escuché a mi padre diciéndome: “Cada tarde Dios... coooojonudo este vinito, coooojoooonudo... Cada tarde Dios coge las bolas ....” Escuché a mi hermano: “Tu que te tragaste todos los sermones, cuéntales alguna de sus historias...cuéntaselas, fliparán...” y durante unos segundos eternos aplasté de nuevo mis siete años contra el escaparate de aquella pastelería...

- Yo también...
- ¿Cómo dice Padre?
- Que yo también...
- Usted... ¿también qué...?
- Que yo también a veces he sentido algo parecido...
- ¿Usted?
- Sí algo así como que Satanás estaba en racha...
- ¿Satanás...?
- No, no me hagas caso... me refiero a que conozco esa sensación en la que a veces uno no puede evitar preguntarse porque Dios ese día se habrá levantado con el pie izquierdo. Con el pie izquierdo... y te dices que debería cuidar ese tipo de cosas que para algo es Dios..., que debería darse cuenta de que un pequeño tropiezo suyo es un gran estrépito aquí abajo...
- Sí, supongo que algo así... aunque yo nunca lo hubiera expresado de esa forma... pero sí, supongo que algo así... pero... ¿Qué es eso de Satanás?...
- Olvida, olvida lo de Satanás... a veces los recuerdos le ponen a uno la zancadilla... olvídalo... Resulta que tu estabas triste y querías que alguien te escuchara y ahora solo hablo yo...
- No Padre me ha gustado eso que ha dicho... es como si durante un momento hasta me hubiera olvidado de mi infelicidad... sea bueno, que me ha dejado intrigada ¿Qué es lo de Satanás...?
- Bueno... no debería... pero si como dices así te olvidas durante un momento de tu tristeza... Satanás... me has dicho que te parece como si alguien allá arriba jugara a los dados... ¿sabes lo que decía mi padre? Que Dios es malabarista... bueno exactamente no lo decía así pero parecido, “Dios es malabarista y cada tarde cogiendo sus bolas blancas le grita a Satanás: “Oye tú Satanás coge las tuyas que nos echamos un duelo...” Y entonces Satanás que no pierde el tiempo si puede amargar la vida al prójimo, coge sus negras bolas donde están metidas todas las miserias de este mundo y las echa al aire... y decía mi padre que si es Dios quién las tiene en el aire nace gente buena, pero ¡ay! si es Satanás... entonces nacen pobres diablos, pobres diablos como decía que éramos nosotros...”
- Vaya... bonita historia...
- Sí... mi padre, entre otras virtudes, era un buen contador de historias...
- Pero Padre ,y usted siendo sacerdote...
- Sí eso creo, “...no debería decir estas cosas” ¿verdad?
- Pues no sé... yo no soy quién... claro, pero es raro escuchar historias así en un confesionario...
- Yo también he oído decir que a los confesionarios viene la gente a confesarse... no solo a que le escuchen...
- ¡Vaya Padre...!
- Es una broma... una broma, ahora que lo pienso hacía mucho tiempo que no bromeaba... si es que bromeé alguna vez... yo era muy reservado, muy tímido... pero tienes toda la razón... ¿Quién sabe...? Quizás ahora resulte que soy mejor contador de historias que sacerdote... No si ya me lo decía mi hermano...
- ¿Su hermano?
- ...

Aquella tarde comenzamos una conversación para la que mi oscuro confesionario quedó pequeño.

Aquella tarde me encontré pasando al otro lado del escaparate, alargando mi mano, cogiendo el pastel.

Atrás quedaron sotanas y cirios, abstinencia y silencio. Ahora me inclino por otras compañías, ahora me rodeo de unas cuántas historias y el demorado sabor del chocolate.

Tal vez Dios ha dejado de retar a Satanás a echar sus bolas al aire...
Primavera del 2002
©Rocío Díaz Gómez


"Dios no sólo juega a los dados: a veces los tira dónde no se pueden ver."

viernes, 18 de septiembre de 2009

"Sé que me quieren porque me cuentan cuentos" Relato de Rocío Díaz


Ayer llovía en Madrid.

Debería haberme acostumbrado a la lluvia después de tantos días bajo sus gotas en Costa Rica, pero me temo que no ha sido así. La lluvia encoge mi ánimo.

Aún así, tuve suerte. Al final pasé la tarde leyendo cuentos a mis sobrinas. Sus pequeños oídos, aún nuevos, son incansables a los cuentos. Y reconozco que eso me encanta.

Esto me ha recordado un pequeño relato que escribí hace ya tiempo y que me publicaron en el diario de León en junio del año pasado.

Se titula “Sé que me quieren porque me cuentan cuentos” y espero que os guste porque dice algo así:



“Sé que me quieren porque me cuentan cuentos”Mi Sole y yo hoy nos hemos sentado a inventar un cuento.

Estábamos las dos solas en casa. Silenciosas, aburridas, las dos mirando por la ventana. Llovía, llovía como si todas las nubes del mundo se hubieran puesto de acuerdo para deshacerse a la vez en una lluvia tormentosa y enfadada que se desplomaba en chaparrón sobre nuestro ánimo, empapuchándole como a papel mojado. Por eso le sugerí a mi Sole lo del cuento. Ella, al escucharme, me miró con los ojos brillantes pero enseguida ofreció una excusa para ni intentarlo: “Pero si yo no sé inventar cuentos...” dijo acabando fulminantemente con mi sugerencia.

Pero yo conozco a mi Sole, y sé que no es fácil sorprenderla, ni entretenerla, ni convencerla para que abandone su actitud taciturna y su talante solitario. Por eso necesito disfrazarme con un entusiasmo que yo misma siento muy lejano, pero que sé que para sobrevivir a aquella tarde las dos necesitábamos como al agua que no dejaba de caer y caer y caer...

“Venga, le dije, algo se nos ocurrirá...” “No, mejor nos quedamos aquí viendo llover...” A mi Sole no le gusta esforzarse, ni colaborar, ni implicarse en nada que no sea la mera contemplación y sus perifrásticas circunstancias. “Yo no sé inventar cuentos...” decía una y otra vez excusándose sin dejar de mirar la lluvia. Así que tuve que tirar de ella para separarla de la ventana, tuve que arrastrarla hasta la salita y desplegar ante ella tantas alternativas como una cola de pavo real.

“Ya, ya lo sé..., dije con paciencia mientras la empujaba a sentarse a mi lado, por eso... Podríamos hacer una guija e invitar a los hermanos Grinn... ¿Qué te parece?” “No, no -dijo mi Sole- que sus personajes eran malos, muy malos ¿O no te acuerdas de Barba azul o la madre de Blancanieves...?” “Bueno –contesté armándome de paciencia- pues hacemos una guija e invitamos a Andersen... En sus cuentos había buenos y menos buenos, nunca malos...” “No, no -dijo entonces mi Sole- Andersen era poco original, solo se inspiraba en relatos populares...” “Bueno -contraataqué yo- pues entonces invitaremos a Perrault...” “No, no -dijo también mi Sole- Perrault era demasiado moralin, como los Grinn...” y sin esperar respuesta se levantó y otra vez se fue a mirar como llovía. Porque seguía lloviendo, lloviendo con una lluvia cabezona, indiferente a mis esfuerzos, una lluvia ingrata que casi parecía reírse de mis frustrados intentos por arrastrar a mi Sole lejos de ella...

“Vale... –me rendí yo- nada de guijas... pero entonces nosotras mismas nos inventaremos a nuestros personajes...” “Que cosas tienes... ¿Pero es que no ves que ya están todos inventados?” me contestó ella sin mirarme justo antes de que sonara un trueno que puso el mejor punto final a su interrogación retórica y amenazó con aplastar por completo mi fingido entusiasmo. ¿Ya están todos inventados? Y sin hablar me acerqué otra vez a su lado y muy cerquita de ella yo también me quedé contemplando la lluvia... ¿Todos inventados? Parecía que la tormenta se iba alejando, aún sonaban truenos, aún algún que otro rayo parecía iluminar el cielo gris, pero lo hacían cada vez de forma más tenue, cada vez los truenos parecían escucharse más en la lejanía... Pero la lluvia, como si quisiera demostrar que estaba allí, no dejaba de caer, constante, copiosa, infatigable, aplastante, odiosa.

“Pues... si ya están todos inventados, inventaremos otros... o mejor los reinventaremos...” dije yo con terquedad ante esa lluvia odiosa, fingiendo renovados ánimos, plantándole cara a esa enemiga húmeda que se estaba llevando a mi Sole a su terreno pantanoso y melancólico. “Pero ¿Qué dices?...” contestó ella. “Lo que oyes -atajé yo-”. Y tirando de nuevo de ella me la volví a llevar conmigo hasta la salita, la volví a obligarse a que se sentara a mi lado y obligué a su atención a que se solidarizara con mi disfrazado buen humor.

Y decidí seguir marcándome faroles, al fin y al cabo, me dije, eso es inventar cuentos. Y aprovechándome de que mi Sole estaba desprevenida empecé a atacar: “Que te parecería..: ¿Un hada madrina sacándose un sobresueldo como majorette? ¿Una bella durmiente con insomnio...?¿Una maquina de la verdad llamada Pinocho? ¿Una princesa embarazada...? Mi Sole, no sé si apabullada o sorprendida por el bombardeo, apenas tenía tiempo de protestar... ¿Una blancanieves angoleña? ¿Una sirenita reivindicando un plus por humedad? ¿Un príncipe rosa...?...

De vez en cuando mi Sole amenazaba con levantarse para ir a mirar otra vez la lluvia que se empeña en seguir cayendo, insistente, pertinaz, incansable, tranquila y constante. Pero desde mi sillón yo seguía diciéndole: “Un soldado de plomo haciendo la prestación social, un patito feo con gripe aviar, el lobo de los cerditos aquejado de poca capacidad pulmonar, una cenicienta con el síndrome de Diógenes...

Y al final, hasta parecía que mi Sole me prestaba atención, parecía que por momentos olvidaba la lluvia. Jugamos al escondite con los personajes de siempre, al rescate con los que nos inventamos, al balón prisionero con los argumentos... Hasta que perdí de vista a mi Sole. “¿Sole? Sole que al escondite ya hemos jugado...”

Al principio me inquieté, pensé que de nuevo estaría mirando a esa lluvia ladina y sigilosa que espiaba nuestros cuentos. Pero cuando llegué a la ventana, allí no estaba. No estaban ni mi soledad ni la lluvia. Había dejado de llover y no me había dado ni cuenta. Solo quedaban titiritando algunas gotas colgando de las barandillas, balanceándose temblonas, a punto de caer, derrotadas ante un sol que comenzaba a reflejarse, a sacar brillos, a hacer muecas a un pavimento empapado.

Mi Sole, mi soledad se había ido... Y yo, quizás, y a pesar de ella y de la lluvia, hasta fui capaz de inventar un cuento, uno que no empezó nunca pero que puse a tender en estos folios.

©Rocío Díaz Gómez

viernes, 21 de agosto de 2009

"Aviones de papel en el cementerio" Relato de Rocío Díaz


Hoy es viernes.

Los viernes son promesa de tiempo libre, de relajación, de ocio. Los viernes son promesa de vida.

Por eso os voy a regalar un relato.
Esta vez tendrá que ser uno de los míos. Os dejo con "Aviones de papel en el cementerio", un relato que premiaron hace ya tres años, en Villarubia de los Ojos, con el primer premio en su Certamen Nacional de Literatura, modalidad de prosa, 2006. Recuerdo que fue una entrega distinta. Bueno en realidad cada entrega de premios es única. Qué tontería. Pues bien ésta se hizo en verano, al aire libre, por la noche, en un gran auditorio en el que se dió el Pregón de las fiestas, se nombró a las Reinas de las fiestas de ese año, y se dieron los premios de literatura, prosa y poesía. Toda una celebración. Y luego todos juntos a cenar. Fue curiosa. La verdad.
Y hasta allí me llevó este relato.
¿Quién no ha hecho alguna vez un avión de papel? ¿Quién no lo ha echado después a volar? Lejos, muy lejos, tanto como uno desearía echar a volar las penas o las preocupaciones.

Pues de algo así va esta historia. Pero mejor la leeis y luego ya me decís ¿No?
Espero que os guste.


Aviones de papel en el cementerio


...Que nosotros seremos mayores, pero leche que no somos Adán y Eva, le decía yo a mi Genaro. Pero claro no porque fuéramos a quedarnos como ellos salen en los cuadros, con todas las vergüenzas casi al aire, a ver que se va a pensar usted de nosotros, que seremos mayores pero muy decentes, que no ha sido premeditao, ni somos unos pervertidos de esos que salen en las noticias... Mayores sí... pero no Adán y Eva, ni por los años ni por nada, no fastidien... Yo era por animarle a hacer una locura... Pero entiéndame locura y animarle en el mejor de los sentidos...

Pero con decir que éramos viejos y que los viejos pa qué iban a estar con esas tontunas... de ahí no le sacabas. Que a estas alturas que qué necesidad había... pues menuda diversión... No lo hicimos de jóvenes y lo vamos a hacer ahora, de viejos, a ti se te ha ido la cabeza Trini, no fastidies... ¿Qué necesidad hay...? Y yo le decía: Que no Genaro, que vieja es la ropa, que nosotros viejos no: mayores... ¿Y además por qué no? le decía... ¿Por qué no...? ¿Quién nos lo quita...? Pa chasco va a ser cosa de necesidad, necesidades nosotros y gracias a Dios ya bien pocas, lo sabes tú Genaro, lo sabes tú mejor que nadie, le decía, y lo sabe usted porque se lo estoy contando tal y como es, necesidades nosotros bien pocas y todavía ésta me funciona... la cabeza la tengo sobre los hombros y bien sobre los hombros, como le dije también a él, que te veo venir Genaro con esa cara, que no, que tampoco es que me haya trastornado del disgusto hasta ahí podíamos llegar... al cabo de tantos lustros... Y tampoco por divertirnos, pues claro que no, que no es eso... Si nosotros ya no somos ningunos chiquillos, a la vista está... ¿Y no vamos a saber a estas alturas divertirnos más, mejor y más agustito que brincando por un cementerio...? Eso le dije a mi Genaro y eso le digo a usted calcaíto de cómo lo dije aquel día. Pues claro que sabemos ¿O no Genaro?... Pobre, mírele si no le salen ni las palabras, abochornaíto el pobre... Abochornaíto de verse aquí en el cuartelillo, medio en cueros y por esta razón tan vergonzante que diría él si acertara a decir algo... Pero ya ve mudo del susto que se ha quedado en cuando les ha escuchado llegar... y mudo que sigue dos horas y pico después.

Pero usted no se preocupe que yo se lo voy a contar, se lo voy a contar bien clarito y en un santiamén y ya verá como me entiende a la primera. Que eso es lo que yo le decía a mi Genaro que no me quería entender, no me quería entender... y yo tenía mis razones.

Pero mujer, me decía él, mira que porfías y porfías cuando algo quieres... Eres peor que los hijos cuando de críos chillaban por algún antojo... Tu no estás bien... ¿A qué no estás bien...?. Yo Genaro estoy mejor que nunca, y por eso mismo es, porque estoy mejor que nunca... “Mira no quiero escuchar más paparruchadas me voy a la partida...” Y con esas cada tarde daba por terminada la discusión. Pero yo no, hasta ahí podíamos llegar, yo no la había acabado y por la noche erre que erre, erre que erre con el tema... ¿Pero cómo vamos a ir al cementerio a tirar aviones de papel...? ¿Avioncitos de papel a los setenta y tantos...? ¿Pero tu te escuchas lo que estás diciendo...? ¿Tu te escuchas Trini? Te regará bien el cerebro mujer, no te digo yo que no, pero por ahí dentro algo de tanto riego se te ha empapuchado... o se te ha roto, de fijo, fijo que se te ha roto algo del raciocinio, o se te ha soltado de su sitio, o yo que sé... porque si no yo Trini no me lo explico... ¿Pero que te cuesta Genaro, que te cuesta? ¿Pero tu no ves que nos van a llevar al cuartelillo, tu no ves que cualquiera que nos vea... eso si no acabamos en la residencia... se enteran los chicos y nos ponen en la residencia esa de la capital pero en menos que canta un gallo, pero ¿no los ves que están deseandito de vender todo esto y darle buen aire a los cuartos...? Que les estoy temiendo... ¿Pero no digas tonterías? le contestaba yo ¿Quién nos va a ver? Los chicos están en Madrid y nadie les va a ir hasta allí con el cuento... ¿Verdad señor guardia que no les van a decir nada a los hijos...? Bastante tienen ellos con sus cosas para que les anden molestando por semejante chiquillada... Porque eso de que nos lleven a una residencia a mi Genaro le quita el sueño... y eso le decía yo para que se olvidara rapidito: “No empieces tú también con que nos van a llevar a la residencia que te temo cuando empiezas con ese tema...” ¡Echale...! ahora el temoso soy yo... gritaba él ¡Lo que me quedaba por oír...!... Y yo volvía a la carga.

Hasta que ya una noche con un suspiro cansino me dijo mi Genaro: ¿Es que no has tenido ya bastante...? Y ahí, ahí fue cuando yo vi que al fin le tenía convencido, me había costado lo mío, ¡vaya si me había costado! de darle y darle vueltas al guisito de lo del cementerio, pero esa noche ya vi que me había llevado el gato al agua, si le conoceré yo... Y para acabar de rematar bien, bien la costura, le dije con una mijita de voz, como le gusta a él que le hable en la cama, con una mijita de voz: “Pues de eso se trata Genaro, de eso, de poner las cosas en su sitio, de hacer las cosas bien, como Dios manda...”¡¿Pero tú de verdad crees que Dios nos manda hacer esas chifladuras que a ti se te meten en la cabeza...?! ¿Tú lo crees...? ¿O no será que al pobre ese de allá arriba le tienes tan mareado como a mí con tus historias...?

Pero no me llevó mas la contraria, no se vaya usté a pensar, que tiene un pronto mi Genaro que pa qué las prisas, un pronto de decir siempre que “no”, su palabra es “no” de primeras y casi de últimas... “No”. Pero luego de unos días de ir diciéndole las cosas así poquito a poco, poquito a poco, se va reblandeciendo, se va reblandeciendo la costra, y ese “no” que tiene siempre entre los labios como la colilla, sea va vertiendo, vertiendo como el agua por la barba pa abajo, hasta que es un charco de ná. Y a mí y a paciencia no me gana nadie y a él, a mi Genaro, lo mismo le pasa, que al final y conmigo sobre todo, tampoco es nadie...

Por eso él nunca me dijo lo de las cartas, porque él sí lo sabía, que él a escondidas ahora resulta que se había leído alguna... pero me dejaba con mi ilusión. Fíjese. Que por ahí empezó este tinglado... Y que yo la verdad, no se lo contaría, que maldita la gracia que me hizo a mí enterarme de eso, aunque ya hubieran pasado cincuenta años, que se dice pronto, cincuenta... Pero créame, me dolió en el alma en ese momento, como si acabara de pasar... Qué jodío mi Paco, pero que jodío... Y no, no se piense que me equivocao, que sé bien lo que me digo, no lo voy a saber... Y he dicho mi Paco. Sí señor. Mi Paco, mi primer marido. Porque ese pobre que está ahí agachaíto y mudo, mi Genaro, es mi segundo marido. Parece que bosteza usté ¿no le hemos dejado dormir esta noche verdad señor Guardia? Pero ándese tranquilo que enseguidita yo le cuento y lo apunta usté todo ahí y en la cama todos en un santiamén que ya va siendo hora... mi Genaro el primero... que ahí le tiene: derrotaíto.

Pues eso, que resulta que yo me casé de primeras con mi Paco. Mi Paco era un muchacho de muy buena planta, que no es por desmerecer a mi Genaro, pero la verdad es que mi Paco era más buen mozo, más guapote, mas alto, mas fuerte, más resultón en conjunto, la verdad, y claro por eso el muy canalla también era más liante. Y vaya si me lió, que le he estado creyendo a pies juntillas hasta después de cincuenta años de muerto, fíjese usted lo que le digo, cincuenta años, si me tendría bien engañada el jodío... Porque allá por entonces, cuando se marchó al frente, que usted ni había nacido ni pensamientos que tenían sus padres que andarían en pantalón corto de que usted viniera al mundo... pues yo no sabía leer. Que ahora ya sé, pero esto se lo contaré más adelante. Pero entonces yo no sabía, y claro como llevábamos muy poquito de casaos que no llegábamos ni a los tres años, pues imagínese usted lo que era estar separaos tan pronto. Jóvenes como éramos y con tantas ganas de estar juntos, y tan enamoraos que nos casamos, por lo menos yo... porque él ya ni lo sé, de verdad que mis dudas me han quedado. Pero bueno el caso es que nos escribíamos de cartas... Virgen santa... Un cerro bien grande de cartas que nos escribimos en aquellos tiempos... Un cerro, dos cajas enteras que tenía yo guardadas hasta esta noche... Bien guardaditas y metiditas cada una en su sobre tan estiraditas como el primer día, casi nuevas hasta esta noche. Y lo que nos hemos reído... no se vaya usté a pensar... Que feliz mi Genaro de verme tan contenta... porque lo he pasado mal no se crea... que disgusto más grande.

Bueno a lo que íbamos, en aquel entonces yo las tenía mucha ley, las esperaba impaciente y en cuantito veía venir al cartero con la carta, corría hasta las escuelas para pedirle a la maestra, la señorita Nieves, que me la leyera... La señorita Nieves no era del pueblo, pero ya llevaba cuatro o cinco años allí y la verdad todos la queríamos mucho porque era muy buena con los muchachos. El caso es que yo, que estaba cegaíta con mi Paco, en cuanto tenía su carta en mis manos corría a que me la leyera ella. Y ella tan contenta que se ponía también, se alegraba de verdad, por mí... Y me la leía con una cosa, con un sentimiento, que hasta se la salían las lágrimas... Y yo la estaba tan agradecida... Porque a ver, yo sin saber leer... ella era como mis ojos.

El caso es que mi pobre Paco, del frente no volvió. O eso me dijeron. Un mal día, su nombre fue uno de esos que leyeron en la plaza... Que dolor tan grande, no se puede usted hacer una idea... Que dolor... tan joven como era yo, y lo enamorada que estaba de él... La maldita guerra... Allí en la plaza que nos abrazamos aquella tarde la señorita Nieves y yo y venga a llorar y a llorar como dos magdalenas... Que no había quién nos despegara a la una de la otra... Que desgraciaíta que era yo entonces... que desgraciaíta y lo requetemal que lo pasé.

Después fue cuando unos pocos años mas tarde conocí a mi Genaro. Pero como cinco o seis años después no se piense. Que le costó a mi Genaro que yo me interesara por él no sea crea, un buen tiempito, me acordaba tanto de mi Paco... Pero vi que era un buen hombre y que me quería... y bueno la verdad es que le cogí también cariño y ya lo ve toda la vida juntos aquí donde nos ve... Hemos tenido los hijos, los hemos visto crecer, se han ido fuera a trabajar, nos han traído nietos, y aquí seguimos... tan pegaditos como el primer día... No ha sido nunca muy hablador la verdad... y ya lo ve, hay veces que hasta mudo. Pero nos queremos, vaya si nos queremos ¿verdad Genaro...? Pobre aún le dura el disgusto...

Bueno pues el caso es que hace unos meses, fíjese a la vejez viruelas... Vino al pueblo una maestra que nos habló de las clases para mayores... Para los viejos según mi Genaro, pero ella dice para “adultos”... Échele... unos adultos un pelín arrugaos ya todos... quién dice un pelín... como uvas pasas... Pero en fin... Que mi Genaro fue el primero que me animó a que fuera, él y los chicos la verdad... porque él me ha dicho siempre que yo soy lista y espabilada, cazurra como la que más, pero lista... Y bueno la verdad es que a la primera clase fui a regañadientes no se vaya usté a pensar, porque no sabía yo muy bien como iba a ser aquello... y ya tiene una bastantes dolores de cabeza para andar buscándoselos... Pero oiga que me gustó, me gustó lo de aprender, y la verdad y eso no se lo diga a mi Genaro es que yo quería leer mis cartas, quería leerlas yo solita, para saborearlas cuando quisiera, porque mi Genaro es muy bueno pero esas cosas tan dulces y requetebonitas que me decía mi Paco, pues la verdad, no le voy a engañar, jamás me las había dicho... Con una ilusión que yo aprendí para releerlas... y bien de rápido que lo hice, que me lo decía la maestra, que qué bien se me estaba dando...

Así hasta que una noche que ya leía de corrido me senté en la mesa camilla con mis cajas de cartas delante y empecé por leer mi nombre en los sobres, mi nombre y su remite, Paco Sánchez, mi Paco, que ilusión... era como verle otra vez delante de mí... con esa planta que tenía...

Allí también que me encontró mi Genaro dos horas después, allí sentadita tal cual, llorando y venga a llorar unas lágrimas más gordas que garbanzos cocidos... Lloré tantas aquella noche que hubiera tenido garbanzos para todos los cocidos que había hecho desde entonces... No le digo más lo que pude llorar... si yo creo que hasta dormida lloré aquella noche, porque cuando me levanté tenía empapaíta la almohada, imagínese... Porque esas cartas no eran para mí... ¿Puede usted creerlo? No eran para mí... solo eran para mí las dos o tres primeras... las demás, todas las demás eran para la señorita Nieves... Que penita más grande... Era mi nombre el que tenían los sobres, mi nombre por aquello del que dirán... pero ya está, no había nada más para mí en todas aquellas cartas. Estaba tan seguro el jodío de que yo no las iba a poder leer... bien sabía él a quién se lo pediría... Se le cierran los ojos... no se apure que ya termino...

Luego me acordé claro, me acordé de cuando a los pocos meses de habernos enterado de la muerte de mi Paco una tarde la señorita Nieves se vino a despedir. Me dijo que le había salido trabajo en otro pueblo más cerca del suyo y se fue. La verdad es que lo sentí mucho, había sido tan buena conmigo siempre... Y ya nunca más supe de ella. Me extrañó que aquel día me pidiera una de las cartas de mi Paco. Me extrañó tanto... pero la verdad como ella había sido quién me las había leído todas, y yo la sentía tan cerca de mí, y de mi pena, no me pude negar... Y total yo tampoco sabía leer... ¿Quién me iba a decir a mí que con el tiempo lo haría...? Siempre había recordado a esa mujer con tanto cariño...

Hace ya de eso siete meses, siete, imagínese y no se lo creerá pero hasta esta noche no me he vuelto a sentir bien. Porque yo todos estos años que he estado casada con mi Genaro, no he estado mal, cómo iba a estarlo, era un amor tranquilo, suave, pero ha habido muchas veces que yo he echado de menos aquel de mi Paco, aquel que me había hecho temblar y gritar y bueno... muchas veces, y todas esas veces yo iba y miraba mis cartas... y era una tontería pero eso me daba fuerzas ¿sabe? Entonces desde aquella noche que las leí era como si me hubieran arrancado de cuajo eso, como si me hubiera quedado de pronto sin esa puerta que abrir. Y que vacío señor guardia, que vacío tenía yo aquí dentro...

Pero resulta que una semana después me empezaron a llegar cartas otra vez, sobres con mi nombre y el remite de mi Genaro. Sí ese que ahí anda dando cabezadas... qué hombre... No sé ni como se le ocurrió semejante idea... Pero oiga que no parece ni el mismo hombre cuando escribe... como si me le hubieran dado la vuelta como a un calcetín... que cosas... pero así es. La primera carta es que yo no me lo podía creer, me quedé tan extrañada... que allá que me planté en jarras delante de él en cuanto volvió del campo con el sobre en la mano a decirle mitad asombrá mitad enfadá ¿Y esto...? Y ¿Sabe usted lo que me dijo? Que a ver si se iba a creer el Paco ese que solo él sabía escribir cartas de amor... Échele... Era la primera vez, la primera, puede usté creerme que mi Genaro mentaba a mi Paco, la primera en todos estos años y la ultima. Porque me dejó helá, pero heladita, heladita, tanto que ya nunca más lo hemos vuelto a hablar, no le digo más. Pero las cartas no me dejan de llegar no se crea usté... Que son ya cuatro las cajas llenitas de cartas que tengo... y cada vez se le da mejor al jodío... que ya podía haber empezado treinta años antes... Mírele si es un pedazo de pan...

Y por eso fue señor guardia, por eso fue que me empeñé en tirar todas las de mi Paco. ¿Para qué quería ya eso ahí...? Pero no romperlas y quemarlas de cualquier forma en la lumbre, no, como decía mi Genaro, no a mí eso no me valía... Yo quería hacer con ellas aviones de papel como cuando íbamos a la escuela y aviones que volaran sobre su tumba... Que ni es sacrilegio ni ná porque esa no es su tumba, que está vacía, que ya sabe que él nunca volvió... Que vaya usté a saber si no volvió a ninguna parte o solo a este pueblo... que ahora que voy hilando e hilando, ya me creo cualquier cosa... Yo a mi Paco le conocí de críos, le conocí echando a volar cometas, y era por eso... Una tontuna como decía mi Genaro, una tontuna como cualquier otra, pues si, una tontuna, que a mi Genaro no le falta razón, pero una tontuna que a mí me hacía una ilusión bárbara... Y en esa chiquillada que embarqué a mi Genaro, mi Genaro, que al final siempre se deja embarcar... el pobre.

Y que requetebién que nos lo hemos pasado los dos allí echando a volar todas esas cartas que no eran para mí... Y que risas que parecíamos dos críos arrugados y locos haciendo trastadas... y bueno pues qué le voy a contar con las risas y los saltos, bueno saltos, saltos... por decir algo, y de los saltos a los abrazos... y bueno que qué le voy a contar ya nos ha visto usté que se nos ha ido un poco el santo al cielo... Pero vamos solo un poco no se vaya usté a pensar, que no somos Adán y Eva... Y a lo mejor yo sí que me estaba dando cuenta, no le voy a engañar, pero entre usté y yo: no se crea que ya es fácil pillar a mi Genaro tan contento y tan cariñoso así que... Pues oiga que nos hemos dejado llevar un poco... y si hay que confesar pues una se confiesa, pero solo un poco, a ver que se va usté a creer... ¿Pero oiga...? ¿Oiga...? ¿No me digas que está roncando...? Anda la leche...


Genaro, shhhsss, Genaro, ssshhh espabila Genaro, que te has traspuesto un poco... Venga hombre que te va a doler el cuello de la postura... Venga despierta hombre de Dios... que ya no tienes edad de está ahí hecho un cuatro... Mira, espabila, mira, que se nos han dormido las autoridades... así que andando que es gerundio y venga para la casa que ya es tarde... Mañana ya hablaremos más con estos señores... aunque no sé que más van a querer saber... Y tu tranquilo, que yo me ocupo, tu tranquilo... que a los hijos no les van a decir nada de nada. Venga Genaro, espabila hombre...

©Rocío Díaz Gómez