Un blog de literatura y de Madrid, de exposiciones y lugares especiales, de librerias, libros y let

Relatos de Rocío Díaz Gómez


En ésta página voy a ir reuniendo mis relatos que voy colgando paulatinamente en el blog, para que estén todos juntos y si os apetece leerlos los tengais más accesibles.

Espero que os gusten.



Calderilla en mi monedero

Rocío Díaz Gómez
 
Cuando usted me habla me mira a los ojos. Después aún espera a que yo termine de hablar y al contestarme, lo vuelve a hacer mirándome a los ojos. Sin cambiar el canal de la televisión, sin hojear ninguna revista, sin repasar la correspondencia acumulada. Le basta conversar conmigo.
En otro tiempo hubiera pensado que estas atenciones no son más que calderilla en el monedero de los afectos. Pero ahora que el resto del mundo vive como si dispusiera de menos tiempo que yo, teniendo mucho más; ahora que todo mi horizonte es el pedazo de vida que está enmarcado por esta misma ventana que me separa de ella; ahora que mi cordón umbilical con el mundo se bifurca entre el cordón del teléfono y el cable de la televisión; ahora que malvivo de la pensión, nada es calderilla en mi monedero.
¿Y a quién ofendo si le llamo cada semana? Si me esfuerzo por vestirme con ropas que un día lejano alguien dijo que me sentaban bien. Si me peino con cuidado, si me perfumo y rebusco en el pastillero una sonrisa polvorienta que se quedó allí olvidada. ¿A quién ofendo si le espero? Si me siento cerca de la puerta para no demorarme hasta que llego con pasos torpes a abrirle. Si miro y miro por la ventana hasta que aparece. Si mi corazón también se pone de pie y se empina con saltos como asomándose a ver, desde el balcón de mis pupilas, si ya llega usted de una buena vez.
Cuando le veo aparecer, no tengo que buscar más, porque de pronto encuentro aquella sonrisa que perdí, encuentro las ganas que tenía de conversar, encuentro el buen humor y salgo a recibirle haciendo malabares con todos ellos.
Cuando llegan mis hijos a casa, traen olor a prisa. Mientras les pregunto cómo están y les cuento si la vecina se cayó o me llamó aquella prima, sus dedos ágiles revisan la correspondencia a su nombre, destapan ollas para ver que hice de comer y aprovechan en el móvil para hacer todas aquellas llamadas que tenían pendientes. Como si escucharme no fuera suficiente.
Sin embargo cuando usted llega viene envuelto en olor a naranjas y despliega atenciones. Me mira, me sonríe, me pregunta: ¿Cómo está hoy Josefa? Así lo dice, con mi nombre al final. Con familiaridad, con cercanía. Y espera hasta que le contesto para seguir conversando. Y hasta que yo no le digo “Pase, pase déjeme por favor todo en la cocina que ahora ya lo colocaré yo sin prisas en la nevera”, usted no deja de mirarme y preguntarme y esperar atento mis palabras, sin hacer nada más que escucharme.
Por eso le he dicho a la enfermera hoy, que me hiciera el favor de no darme cita el martes. Si el médico y sobre todo este corazón mío aguanta hasta el martes, aguantará un día más. Que los martes son domingos en mi calendario. El martes es el día que yo revivo, el día que viene usted, que viene el frutero.
Por eso le estoy escribiendo. Le estoy escribiendo este pedido no sé si de amor, bueno sí por qué no decirlo, de amor. Este pedido en forma de kilos de plátanos o de tomates, de acelgas o un ramito de perejil, aunque no necesite nada. Porque cómo usted me atiende, señor frutero, cómo usted me saluda, y me pregunta, y después me trata, ya no siento que lo haga nadie más. Necesito verle cada semana, necesito su aire fresco y atento, su olor a naranjas envolviéndome.
“Pues en un ratito estoy ahí Josefa”. “Muy bien. Me sentaré entonces ya cerca de la puerta a esperarle”. Nos diremos cuando yo le llame por teléfono para leerle el pedido. Y ahí estaré, ahí esperándole, porque cuando usted venga y me hable me mirará a los ojos, sí, y no sabe cuánto es eso para mí.
1 kilo de plátanos, 1 kilo de tomates, 2 kilos de kiwis, otro de chirimoyas... y nada más, ah sí, y cuarto y mitad de cariño. Eso le diría, sí eso mismo: tráigame cuarto y mitad de cariño. Pero solo leeré en voz alta lo que está escrito: Plátanos, tomates, chirimoyas… y nada más; ah sí, qué cabeza tengo, sí todo eso y…
…cuarto y mitad de cariño, diré en voz muy baja mientras cuelgo el teléfono.
©Rocío Díaz Gómez


Esa mancha de harina de tu frente

Rocío Díaz Gómez

La preciosa foto está tomada de internet. Chuerrería Madrid 1883

El 16 de febrero de 2018, me dieron el tercer premio en el XXXI Certamen de Cartas de Amor de la Asociación "El Timón" en Puertollano.
En otra entrada os contaré la entrega de premios, que mereció mucho la pena, pero hoy quería dejaros con mi Carta de Amor que se titula "Esa mancha de harina de tu frente" y dice así:

Esa mancha de harina de tu frente 
Rocío Díaz Gómez
Princesa,
Una vez escuché que en un desierto había nevado. Durante unas horas solo, pero bastaron para que la nieve cubriera toda la arena, como si la arropara, deshaciéndose después sobre ella, empapándola despacio, como si la mimara. Cuando lo escuché, cerré mis ojos, y sin querer sonreí, porque si eso había ocurrido, también ocurriría nuestra historia. Aunque fuera la más difícil del mundo porque nunca estábamos al mismo tiempo en el mismo lugar. Aunque en ese mismo lugar pasáramos ambos seis meses al año, pero siempre esos seis justo que el otro no estaba. Ya era mala suerte. Pero una vez en un desierto nevó. Y tú eras puro arrope.  
Todos los años cuando llegaba junio y el calor picaba a traición en el cuello y el alma, apetecía de postre una rajita de melón. Y para eso estaba yo, para venderlos, para convencer a las señoras de que los míos eran puro azúcar. “Puro arrope María” les decía a todas: “Puro arrope y no esos pepinos que os venden en el mercado” decía con desparpajo y naturalidad a las clientas porque era la pura verdad. “¡Anda zalamero! no eres tú negociante ni nada...” me contestaban con una sonrisa. Pero se los llevaban porque era verdad y me creían. Yo era de los auténticos del ramo, de los genuinos meloneros de la Asociación de vendedores de melones y sandías de la Comunidad. Y allí estaba, como un clavo más de mi puesto, todos los junios en la misma esquina. Año tras año. En esa misma esquina donde tú todos los octubres, una vez que yo me había ido, colocabas la churrería. Porque cuando llega el otoño y ellas se ponen la rebequita que parece que refresca, con esa brisa que se cuela por el escote poniendo piel de gallina hasta en la etiqueta de la ropa, llegaban tus churros y llegabas tú. Y yo sin saberlo…
Hasta que aquel bendito año, mediaba junio cuando me acerqué por el barrio a echar un vistazo. Me gustaba pasarme unos días antes por los alrededores, por aquello de ir tomando contacto. Mediaba junio y encontré que aún la esquina estaba ocupada. Junio claro y fresquito para todos es bendito. Y a mí me bendijo Cupido, vaya si me bendijo, aquel junio que remoloneaste para estirar más el negocio aprovechando aquellas tardes que aún se dejaban acompañar por un cafetito con leche y unas porras. Porque allí te encontré, allí subida en tu torreón de caravana móvil, manchada la frente de harina, que ¡ole que mancha!, ya hubieran querido los indios saber pintarse así para sus guerras. Allí subida, con los colores dibujados por el calor que desprende la máquina de amasar en tus mejillas, con la pala mezcladora de madera en tu mano, como una hechicera mágica revolviendo pócimas. Allí, mezclando la harina de trigo con el aceite de oliva, la sal marina con el agua, mezclando requetebién todos los ingredientes con tus manos sabias de churrera. Sabias, tenían que ser. Porque desde ese mismo momento que te vi allí en mi esquina, la deseé nuestra. Y lo que hubiera dado por ser la masa de tus churros, sentir tus manos moldeándome, sujetándome en los malos días para no dejarme caer al aceite, acariciándome en los buenos para dejarme sentirte.  
“Buenas tardes señorita” dije todo lo educadamente que supe. “Buenas ¿Cuántos le pongo?”, dijiste sin apenas mirarme. “No, tartamudeé, si yo, yo no quiero churros...”. Tartamudeé, con el desparpajo que gastaba yo con mis clientas.
Ya hace mil años de aquello, y aún hay momentos, muchos, que me haces tartamudear. Ahora que hace mil años que compartimos nuestra esquina porque no paré hasta que cambié mi puesto por tu torreón Princesa. Yo que era de los genuinos dejé el gremio para estar contigo. Y jamás me he arrepentido. Bendito aquel junio fresquito y benditos todos los años que llevamos juntos. La nuestra era la historia más difícil. Pero nada más verte supe que todos los días de mi vida tenía que mirar esa mancha de harina de tu frente, ole qué mancha. Porque una vez en un desierto nevó y bastaron solo unas horas para que la nieve lo arropara. Porque tú eras puro arrope y yo solo un insignificante melonero, pero uno que si de algo sabía, era de arrope.

Febrero 2018
Rocío Díaz Gómez

2 comentarios:

  1. ¡¡Genial como siempre!! Tú sí que eres puro arrope ;)
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  2. Muchísimas gracias Jaime!! Un beso

"Boca abajo" relato veraniego de Rocío Díaz


 Me lo premiaron en su día, agosto del año 2009, en el programa radiofónico "El ojo crítico" de Radio Nacional de España. Qué ilusión me hizo escucharlo en la radio, en ese programa, uno de mis favoritos, y luego hablar con ellos.

 

Boca abajo


Rocío Díaz




   Tenía trece años y una piel más blanca que la leche Frixia que por entonces compraba  mi madre. 


Eran los tiempos en que todavía la mercromina y el agua de sal lo curaba todo, los tiempos de estirar y estirar aburridos veranos en las playas de la Costa Brava.
 


Hasta que hice aquel descubrimiento dentro del puesto de Avidesa. 


¡Dios! No me podía creer... Era igual, igual que Starsky, el de Hutch. Quizás más alto, más fuerte, no tan moreno, ni el pelo tan rizado... pero ¡vamos! que prácticamente igual. No me lo creía. Pero aún creí menos el guiño y el beso que me tiró desde dentro del puesto. Vuelta y vuelta, vuelta y vuelta, y otra vez vuelta y vuelta en la toalla. Así una y otra vez. Una y otra. 


Hasta que me armé de valor y me levanté para ir a por un helado. 


Entonces me dijo aquello de “Nena, cuánto te pareces a Sabrina, la de los Ángeles de Charlie”. ¡Madre mía! Como una medusa hinchada por el piropo, floté esponjosa alrededor del puesto. ¡Madre mía! Hasta que caí en la cuenta de que mi hermano decía que “...de las tres, Sabrina era la más plana”. 


A partir de ahí pasé todo el día tumbada boca abajo en la toalla. Siempre boca abajo, que no me viera por delante, que no se fijara, boca abajo, pero sin quitarle ojo, sonriendo tontamente. 


Boca abajo.


Boca abajo.


Boca abajo.


Dorándose mi piel. Enrojeciéndose. Tostándose. Achicharrándose. Hirviendo con casi quemaduras solares de segundo grado. 


Seguí boca abajo durante casi tres semanas, noche y día, día y noche.


Aquel amor duró lo que dura una insolación. Aún el olor a vinagre me devuelve aquel guiño y aquel beso que me llegó desde dentro de un puesto de Avidesa, el mismo vinagre que mi madre echaba sobre mi piel para curar las quemaduras. Aún el olor a vinagre termina recordándome el primer plantón de mi vida: el que me dio tres semanas después un Starsky de Casteldefells. 


Aquel, que no curó el vinagre ni tampoco todo un enorme y salado Mar Mediterráneo. 


  

"El sur de las palabras" 



Se titula "El sur de las palabras" y fue premiado en Laviana (Asturias) con motivo del 8 de marzo. Obtuvo el primer premio en el X Concurso de Relatos para Mujeres organizado por el Ayuntamiento de esa localidad. En pocas entregas de premios me han tratado mejor que en ésta, donde unos y otros se deshicieron en atenciones para conmigo y mi acompañante. Nos invitaron a cenar, al alojamiento, a un paseo por los alrededores, a una comida al día siguiente... además del premio económico que ya tenía. Fue muy, muy agradable y guardo un recuerdo muy bueno de mi visita a tierras asturianas de la mano de este relato.

Pero mejor os dejo con él:


El sur de las palabras


Rocío Díaz Gómez



Se llamaba Soledad Crespo Barea y abandonó mi vida dejándola patas arriba. Más de sesenta años después tuve el pálpito de que volvería a saber de ella. Y así no quería saber. Abriendo una fosa no. Prefería seguir viviendo en la duda.

Se llamaba Soledad Crespo Barea. Era resultona, morena y muy bajita, pero no lo parecía, hablaba tanto, tan deprisa y tan requetebién, que parecía crecer un par de palmos en cuánto abría la boca y sacaba las palabras a pasear. Pizpireta, llenaba el espacio con sus gestos y sus risas, con su charla interminable y alegre. Porque ¡hay que ver lo que hablaba esa mujer! Pero aquello de que quién habla mucho, hablará demasiado, con ella no se cumplía. Ella era la excepción a la regla, la excepción a todas las reglas conocidas. Y aunque vivíamos en el norte, en un pueblecito recogido entre las montañas donde apenas sentíamos el sol, coincidimos por primera vez en el Sur. En un lugar tibio, luminoso, entrañable al que yo conseguí llegar de su mano. El Sur de las Palabras. Un lugar que compartimos. Un lugar donde nos hicimos amigas. El lugar donde la vi con infinita pena escapar, casi con lo puesto, una fría madrugada que aún hace tiritar a mi memoria y avergonzarse a mi alma.

- Al sur de las palabras, están los cuentos que os gustaba escuchar de crías cuando ya estabais en la cama y le pedíais a vuestra madre que os contara uno... Porque ¿era vuestra madre, verdad? ¿Me equivoco? ¿A cuántas os los contaba vuestro padre? Ni una mano... me lo temía. Pero bueno quizás eso no sea lo peor, lo peor es que os hayan dado gato por liebre... Porque… ¿A cuántas os han sisado un buen cuento con una oración al Ángel de la guarda, a las cuatro esquinitas de la cama o algo parecido? Me lo temía también. Pero bueno, por partes, de eso ya hablaremos más adelante, cuando lleguemos al norte de las palabras, al reino apasionante pero salvaje y peligroso de las ideas.

Se llamaba Soledad Crespo Barea y cuando la veías llegar armada con su pizarra, parecía que la pizarra la llevaba a ella y no al revés. En cualquier caso, una y otra eran inseparables. Y allí en esa pizarra, fue donde aquella primera vez, dibujó aquel mapa coloreado, extraño y maravilloso que he sido incapaz de olvidar. En el centro cerros de palabras, montañas de palabras que yo no entendía, que ninguna entendíamos de puro analfabetas que éramos. Pero cada palabra la escribió de un color diferente con esa gran variedad de tizas que iba sacando de los bolsillos de un mandilón largo que llevaba. Al norte de esas palabras unos dibujos, una cruz, un hombre, una iglesia, una sartén... muchos dibujos. Y al sur de las palabras otros dibujos distintos pero más suaves, más dulces, más nuestros: un lobo con los dientes afilados, un arco iris, un príncipe al que todas las jovencitas silbamos cuando pintó de azul...

- Al sur de las palabras hace más calorcito –decía señalando el final del mapa y gesticulando como si estuviera al borde del soponcio- Porque aquí, están esos cuentos que más os arropaban cuando de niñas bostezabais de sueño, aquí las historias con las que gustáis de meceros en invierno al calor de la chimenea mientras coséis. ¿A quién no le gusta escuchar una bonita historia, un entretenido relato, disfrutar de un viaje gratis que os permita volar a otros lugares, a otros mundos? -Seguía diciendo saltando de un lado a otro de la pizarra- Pues todos esos cuentos, esas historias están ahí al sur de las palabras. –Y nos señalaba entusiasmada las palabras y los dibujos, ese curioso mapa que había hecho para nosotras- Solo tenéis que estirar la mano y hacerlas vuestras. Las palabras son cometas, aprendedlas, dejadlas volar y volareis con ellas. Sí, sí, no me miréis así. Porque… ¿Vais a estar esperando toda la vida a que alguien venga y os cuente? ¿No queréis vosotras mismas leerlos cuándo os plazca? No me digas que no. No tener que necesitar de nadie para volar alto y lejos... muy lejos… -Y decía esto subiendo aún más la voz, levantando bien alto los brazos, moviendo las manos en el aire, corriendo detrás de ellas como si volara cometas con los bajos de su mandilón flotando alegres en torno a ella.

Se llamaba Soledad Crespo Barea y llegó empeñada en enseñarnos a leer. Nos reuníamos en la Casa del Pueblo, éramos mujeres de todas las edades, algunas muy jovencitas, casi sin estrenar la vida, como yo, y otras ya arrugadas como papas viejas. La Casa del Pueblo era el lugar de encuentro. Solteras, casadas y viudas, después de haber aviado la cocina, antes de enredarnos con la cena, nos reuníamos allí. Las solteras nos sentábamos a pasar la tarde haciéndonos el ajuar, aprendiendo recetas y lo que no eran recetas. Las viudas y las casadas llegaban con un crío colgando de cada brazo. Si aún eran pequeños jugaban a nuestros pies, si eran crecidos hacían las tareas de la escuela en otra mesa cercana, mientras todas de cháchara cosíamos, remendábamos lo cosido y volvíamos a coser.

Allí se presentó una tarde Soledad, a quién el nombre no le hacía justicia, pues trajo más compañía con su enorme pizarra y en su cuerpo diminuto que si hubiera llegado todo el ejército de Franco. Nadie la había mentado jamás, nadie la conocía, nadie había oído hablar de ella, ni oiría después, mal que nos pesara. Llegó una tarde y nos pidió prestado un rato. ¡Un rato! Échale. Así era de humilde. Para enseñarnos a leer iba a necesitar mucho más de un rato. Pero estaba dispuesta a eso y a todo lo que fuera con tal de hacernos leer.

Se llamaba Soledad Crespo Barea y no solo nos alborotó la Casa del Pueblo sino el alma entera. Llegó y pintó su mapa salpicado de letras y dibujos. Nos mostró el Sur de las Palabras y sobre todo nos demostró cuántas ganas teníamos de aprender a leer. Nos demostró como un rato prestado te puede cambiar la vida. Sobre todo la mía. Enseguida congeniamos, tampoco era mucho mayor que yo, aunque oyéndola hablar y moverse así lo parecía. Aparte de con su pizarra y sus palabras llegó con lo puesto. Aparte de con su pizarra y sus palabras llegó con lo puesto. Nos preguntó que dónde podría dormir. El pueblo era minúsculo, allí no se estilaba eso de las fondas o las casas de huéspedes. ¿Qué huéspedes? Si allí se acababa la carreterita, si no estábamos de paso a ningún sitio, si allí no llegaba jamás ningún forastero. Los que venían siempre eran parientes o amigos y tenían ya su sitio. Nos miramos todas y fue la señora Reme la que tímidamente pero con prisas levantó su mano y le ofreció su casa a cambio de compañía. No era un mal trato. Las dos no tuvieron más que mirarse para estar de acuerdo y a partir de esa misma noche allí se quedó a vivir.

La guerra había alterado la vida de muchas personas. Y aunque nosotros estábamos lejos, muy lejos de todo, la sentimos principalmente en que nos había dejado sin maestro. Yo no sé si cuando ella llegó, esto ya lo sabía. Pero la verdad es que se presentó en nuestro pueblo cuándo más lo necesitábamos. A quien no le hizo tanta gracia su llegada, fue precisamente a mi novio, a mi Marcial, que iba para guardia civil y era un muchacho muy avispado. A él desde crío le gustaba mucho leer, y cómo devoraba libros pues sabía un cerro de cosas sabias con las que me engatusaba. Y yo, mimosa, me dejaba engatusar. Estaba muy orgullosa de mi Marcial, estaba muy contenta de que un chico tan listo me hubiera pretendido a mí, que la verdad no era nada del otro jueves. A mi Marcial la llegada de Soledad no le gustó mucho, sobre todo porque enseguida todas las madres le propusieron que se hiciera cargo de la escuela, aunque fuera temporalmente, solo mientras llegara el maestro que nos tenían que mandar desde la capital. Todos sabíamos que para eso se tardaría un poco, porque gracias al conflicto, aunque esté mal usar las gracias para hablar de eso, escaseaban los maestros y para los pocos que quedaban, nuestro pequeño pueblo, remoto y frío, no resultaba un lugar demasiado apetecible. Por eso y mientras tanto, Marcial se había ofrecido para enseñar a los críos, y todos en el pueblo le habían aplaudido su interés y su gesto. Bien orgullosa estaba yo cuando cada mañana le veía pasar por delante de casa camino de las Escuelas: Ahí va mi Marcial pensaba como una gallina clueca, mientras le veía alejarse tan estirado él con los libros bajo el brazo.

Se llamaba Soledad Crespo Barea, y sin querer y sin remedio, vino a quitarle a mi Marcial su protagonismo. Eso pensó él aunque yo aún no lo supiera. Y la verdad es que se lo quitó. Porque las madres del pueblo le liberaron muy agradecidas de su gesto en cuánto que vieron en ella la maestra perfecta, pues aunque casi nunca contaba mucho de sí misma, pronto nos confesó que lo era. Era joven, era alegre, era mujer, era cercana, era tan difícil que no supiera de algo y tan fácil cómo se hacía entender… Se ganó a las madres y ellas pronto le confiaron a sus hijos. Y los críos resultó que estaban encantados con ella, y en cuánto llegaban por la tarde venían contando esto o lo otro que ella había hecho o dicho en la jornada. Era bonito cómo Soledad les incitaba a pensar, a imaginar, a volar… Sólo el hecho de que les llamara caballeros a sus escasos cinco, siete, diez años, ya les hacía sentirse importantes y apreciados.

- “¡A ver caballeros! ¿Quién quiere empezar hoy?” Y Juan, el pequeño de los ultramarinos, levantaba como una flecha el dedo, moviendo sin parar el culo en el asiento, nerviosito, deseando hablar, loco por empezar. “Juan deje usted el baile de San Vito que no va a empezar hoy, que eso ya sé que se le da como hongos, no, no, pero estése bien atento que le tocará la ultima frase...” Y así Soledad se aseguraba que Juan, el pequeño de los ultramarinos, prestara atención durante toda la clase, una hazaña para él mayor que cualquiera de las del Cid Campeador. “Rodrigo, a ver caballero, una frase con “musarañas”, que nos va a dar usted el principio de una historia...” Y Rodrigo, el mayor de los del cementerio, tenía que bajar a toda prisa de su mundo para comenzar la historia que daría pie a la siguiente lección... Esa historia que uno a uno, pupitre a pupitre irían inventando...“¡Germán! ¿Cómo es nuestro protagonista? dénos a sus compañeros y a mí 5 cualidades”, “¡Cincoooo!, protestaba Germán, el del cartero, abriendo los ojos de par en par y elevando el tono de voz como si le hubieran pedido que recitara todos los misterios del Rosario... “Pues tiene usted razón, Germán, todita la razón, contestaba Soledad espabilando hasta a las arañas que trabajaban en los altísimos rincones de aquella vieja escuela, cinco van a ser pocas, dénos mejor diez”. Y Germán parsimoniosamente, sin gana ninguna comenzaba la retahíla: “Serio, holgazán, despistado...” “¡Pero bueno, un momento, un momento, gritaba Soledad ¿Qué hemos aprendido en todo este tiempo...?! A ver Felipe, aproveche ese arte que tiene usted para hacer payasadas, y vaya haciendo gestos a las características que le vaya diciendo Germán”. Y Felipe, el gracioso de la clase, iba haciendo mímica y ahora tenía la cara de palo, ahora bostezaba, ahora tropezaba...

Se llamaba Soledad Crespo Barea aquella maestra que hacía estallar en carcajadas a todos los críos a la primera ocasión, mientras les enseñaba a revolver en el trastero imposible de sus cabezas. Entre bromas y medio jugando, les iba regalando conocimientos, les hacía inventar, desplegaba el mundo ante ellos y se lo enseñaba paso a paso. Mientras, corría de un pupitre a otro, de una esquina a otra de la vieja clase, señalando, nombrando, espabilando, riendo, aplaudiendo, soñando con y para ellos. Y después, aún le quedaban ganas para venir a enseñarnos a nosotras el Sur de las Palabras, enseñarnos a leer y a lo que no era leer. Pronto Soledad y yo nos hicimos buenas amigas y volvíamos a casa juntas paseando y charlando desde la Casa del Pueblo. Pronto empezó a animarme a que siguiera estudiando.

- Tú eres lista, -me decía- y muy joven, puedes hacerte maestra y ganar tu sueldo, ahora por lo menos ganarías 3.000 pesetas al año.
- ¡3.000 pesetas menudo dineral! -contestaba entre carcajadas- ¿Yo? ¡Cómo voy yo a hacerme maestra…! Si acabo de aprender a leer…
- Pues por eso. Ya has hecho lo peor -me decía- ya tienes recorrido el trozo del camino más difícil. Ahora ya te has subido por fin al tobogán, que parecía tan alto… O ¿Pensaste alguna vez que leerías…? -Y yo decía no con la cabeza una y otra vez, con cara de extrañeza y una enorme sonrisa- Pues ahora es dejarte caer por el tobogán, ya verás, una cosa viene detrás de otra. Te gusta mucho aprender, y tienes mucha facilidad, hazme caso…
- Pero Soledad si ya para primavera me caso con Marcial, y luego vendrán los críos…
- Pues que te ayude Marcial con ellos… Entre dos todo es más sencillo… Él guardia civil y tú maestra, y tus hijos como reyes…
- ¡Que cosas tienes Soledad!

Yo me reía y la miraba como si estuviera loca. Qué ocurrencias que me ayudara Marcial… ¡Con la de cosas que él tenía que hacer y que estudiar…! Lo suyo era que yo me ocupara de esos quehaceres, no Marcial… Pero me reía con ella y me gustaba que me dijera y me intentara convencer, porque era muy agradable sentir que alguien creía que yo podría conseguir eso. Alguien como Soledad tan lista, tan rápida de palabra, tan independiente, tan alegre, tan cercana a mí. Lo malo es que yo todo eso se lo contaba a Marcial. Sin darme cuenta ni tan siquiera de lo que estaba haciendo. Se lo contaba como quién habla de su mejor amiga. Se lo contaba con la confianza de que era mi novio. Se lo contaba para que disfrutara conmigo de todo lo que yo estaba aprendiendo. Pero me equivocaba.

No me di cuenta de eso hasta que una noche se presentó Marcial con un papel, que no dudó en enseñarme con aspecto triunfal.


Anexo I

COMISIÓN DEPURADORA DEL MAGISTERIO PROVINCIAL

-HUESCA-

HOJA INFORMATIVA
CON CARÁCTER ESTRICTAMENTE CONFIDENCIAL Y SECRETO


Maestra Nacional Doña Soledad Crespo Barea
Localidad en la que ejerce su profesión: Los Pinares del Ebro
Escuela que regentaba: Escuela Pública de Los Pinares del Ebro
Categoría y núm. del escalafón.

Persona que suscribe el documento: Sr. D. Remigio Rodríguez Pizarro de 36 años de edad, estado civil casado, profesión Guardia civil con el cargo de Comandante del Puesto en Los Pinares del Ebro.


Sr. Presidente de la Comisión Depuradora del Magisterio Provincial de Huesca

Muy señor mío en contestación a su atento oficio de fecha 8 del actual, y en cumplimiento de lo que ordena el Decreto núm. 66 del Gobierno del Estado Español (Boletín Oficial del Estado de 11 de noviembre) para la depuración del personal del Magisterio nacional, tengo el honor de elevar a VI el presente informe, que garantiza su veracidad con mi solemne juramento y firma.
Dios guarde a VI muchos años

LOS PINARES DEL EBRO a 20 de Agosto de 1938
III año triunfal


¡VIVA ESPAÑA!


Yo no tenía ni idea de que era eso. Pero mi Marcial me lo explicó muy requetebién, me lo explicó a su manera, sobrado de conocimientos, cargado de razones, pudiendo demostrarme al fin con pelos y señales quién era esa tal Soledad Crespo Barea de la que yo me estaba haciendo tan amiga y me estaba llenando la cabeza de pájaros, “de pajarracos, mejor dicho”, apostilló. Nunca había visto hablar así a mi Marcial. Nunca. Y no entendía nada, pero a medida que me iba dando sus explicaciones empezaba a ver lo equivocada que había estado contándole todas las cosas que Soledad me decía. Me sentí confundida, dividida entre mis sentimientos hacia él y mi cercanía a Soledad y me sentí culpable, muy culpable, porque algo me decía en mi interior que aquello no iba bien, no iba nada bien. Y no iba descaminada. Hacía semanas que una pequeña revolución se iba gestando bajo cuerda en nuestro pueblo aunque yo no me había dado cuenta. Marcial con resquemor, había estado malmetiendo entre los principales del Pueblo en contra de Soledad. Pronto encontró quién estaba de acuerdo con él, el Párroco, que no veía muy acertados algunos comentarios de Soledad “en su magisterio” decía con palabras rimbombantes. Y también otros amigos, que no veían con buenos ojos las ideas que en sus novias o sus mujeres estaba empezando a sembrar Soledad con su particular forma de ver el mundo.

Se llamaba Soledad Crespo Barea y aquella noche me aclaró que eran las Comisiones de Depuración. Por qué su nombre aparecía en una de esas hojas informativas con la que hábilmente se había hecho mi Marcial y que tan triunfalmente había puesto ante mis ojos, aunque se suponía que era confidencial. Hasta ese momento mi vida había sido apacible, como la de cualquier muchacha de mi edad, el pueblo era un lugar tranquilo donde nos conocíamos todos o yo así lo había pensado siempre, pero no fue hasta que conocí a Soledad que no me di cuenta de que vivía en tiempos oscuros, tiempos de secretos, de purgas sin sentido. Las comisiones de depuración debían recoger información sobre los maestros de la provincia. La hoja informativa era un cuestionario con preguntas sobre las creencias religiosas del maestro, sus ideas políticas, su forma de enseñar, las revistas a las que estaba suscrito, los grupos que frecuentaba… La hoja informativa se enviaba al Alcalde, al cura párroco, a un padre de algún niño, y al comandante del puesto de la Guardia Civil de cada lugar. Las respuestas eran casi siempre difusas, vagas, con matices casi de condena. La suerte de los maestros afectados por la depuración podía ir desde la destitución, la separación temporal o definitiva de su profesión, el traslado forzoso, una especie de destierro, o ser fusilado sin más ni más.

- ¡Ay Jesús, María, y José! -Dije yo al oírla santiguándome mientras la piel se me ponía de gallina.
- No, ninguno de los tres tiene nada que ver con esto –contestó en voz muy baja y muy despacio Soledad- Existan o no, ya sabes que yo tengo mis dudas, solo a los hombres les podemos responsabilizar. Aunque para llegar a esto se les llene la boca con esos planteamientos y esas razones divinas. Solo son ellos los responsables.

Cuando Soledad me hablaba así, de esa forma tan rebuscada, tan seria y profunda, me costaba entenderla. Yo estaba acostumbrada al lenguaje sencillo, al pan, pan y al vino, vino. Pero fueran las palabras que fueran, yo casi podía tocar su pena, su impotencia, su rabia. En cambio los días siguientes, qué contraste, noté que casi podía palpar la alegría en mi Marcial. Parecía una planta que de pronto riegas y empieza a espabilar, a estirarse, cambiando de color rápidamente. Bien sabe Dios que yo quería a mi Marcial, y que me gustaba verle alegre, y a menudo me dejaba contagiar de esa alegría, y lo pasábamos muy requetebién. Pero esa vez dentro de mí algo me decía que no, que algo no iba a bien, que esa alegría no era sana, no, así no. Y no fue hasta que una tarde nos encontramos con el Párroco cuando me tuve que convencer: “¿Y cómo va lo nuestro Marcial? Hay que dar gracias a Dios de que haya muchachos como tú, serios, formales, con decisión.” dijo el Párroco señalando hacia las Escuelas. Y mi Marcial se estiró ufano y le aseguró con medias frases y gestos “…que aquello ya estaba casi resuelto, que era cuestión de horas…”. No escuché más, pero me debí quedar blanca, se me había helado la sangre.

Aquella tarde en la Casa del Pueblo le conté lo que pude a Soledad. Porque tampoco es que yo hubiera escuchado nada, solo eran medias palabras y un puñado de gestos, solo era una sensación, un pálpito, un mal presentimiento. Pero en el Sur de las Palabras hacía más frío, mucho frío.

Se llamaba Soledad Crespo Barea y aquel atardecer terminamos antes la reunión para despistar horarios y rutinas, para no ver cumplidos malos presentimientos, para que ella escapara. Yo no podía creer que aquello estuviera pasando, que allí en mi pueblo yo tuviera que vivir eso, que la guerra al fin hubiera llegado a ese lugar remoto y recogido donde vivíamos y nos hubiera empapado con sus rencores y sus separaciones.

Soledad quiso regalarme su pizarra. Y yo que sabía cuánto quería a ese trasto que acarreaba de un lado a otro, se lo agradecí tanto cómo si me la fuera a quedar. Pero la convencí de que a ella le iba a hacer mucha más falta que a mí. Y así la vi marcharse, con lo puesto, con todas sus palabras recogidas, y casi colgando de aquella pizarra que la llevaba a ella y no al revés. Así, con infinita pena la vi escapar una fría madrugada que aún hace tiritar a mi memoria y avergonzarse a mi alma.

A la tarde siguiente, con una sensación triste y creciente de soledad en mi interior, volví como siempre a la Casa del Pueblo. Pensaba que me haría bien la cháchara con las mujeres, los chascarrillos, estar entretenida en las labores, en mi ajuar. Echaría mucho de menos a Soledad, pero como ella me había dicho, tenía que estar contenta pues ya sabía leer. Ya no necesitaría que nadie me contara nada, podía leerlo yo misma cuando quisiera. Y allí estaba, con las demás mujeres, cuando de pronto se abrió la puerta y asomó la cabeza mi Marcial. Yo me iba a casar con él, yo le había querido siempre. Y me alegró verle así de pronto, necesitaba calor, y le sonreí. Pero entonces él que no había pasado el quicio de la puerta, abrió bien ésta, se dio media vuelta, y entró acarreando un bulto demasiado familiar.

- ¿Dónde os dejo esto? -Me dijo con una sonrisa.
- ¡Pero si es la pizarra de Soledad! -Exclamó la señora Reme enseguida muy sorprendida. Y miró a mi Marcial, y me miró a mí.
- Pues ya ve señora Reme, por ahí tirada que la encontré. Tanto que la quería… Si cuando decía yo que no era de fiar… -contestó mi Marcial.

Yo miraba a la señora Reme, miraba a mi Marcial y miraba la pizarra sin poder articular ni una sola palabra. La sonrisa se me había helado en los labios.

Han pasado más de sesenta años desde entonces. Y aunque hay un dicho que dice mala hierba nunca muere, va ya para dos lustros que enterré a mi Marcial. No hay un solo despertar desde entonces que no le dé gracias a Dios porque al fin se lo llevara de mi lado. Ahora leo en las noticias, porque a pesar de esta nube que tengo en los ojos no sé ni cuántos periódicos soy capaz aún de devorar, que van empezar a picar el suelo por aquí, por no sé qué gaitas esas de la memoria histórica. Y por segunda vez en mi vida yo tengo un pálpito, un mal presentimiento.

Se llamaba Soledad Crespo Barea y me quiso bien. ¿Qué más necesito saber? Yo ya tengo mi memoria.

©Rocío Díaz Gómez




Uno de mis relatos de mujeres para el Dia Internacional de la Mujer 

Enésimo Certamen para mujeres “Tienes que”




8 de marzo: Día Internacional de la Mujer
Un 8 de marzo de 1857, un grupo de obreras textiles tomó la decisión de salir a las calles de Nueva York a protestar por las míseras condiciones en las que trabajaban.
En 1910, durante la Segunda Conferencia Internacional de Mujeres Trabajadoras celebrada en Copenhague (Dinamarca) más de 100 mujeres aprobaron declarar el 8 de marzo como Día Internacional de la Mujer Trabajadora.
Actualmente, se celebra como el Día Internacional de la Mujer.


Aquí vamos a celebrarlo con un relato protagonizado por una mujer escrito por mí. Lleva por título "Enésimo certamen para mujeres "Tienes que"" y tuvo el primer premio en el IX Certamen de Relatos Breves "Día 8 de marzo", convocado por el Ayuntamiento de Navalmoral de la Mata (Cáceres) en el año 2005.
Acompañado de las viñetas de Forges que me gustan tanto.




Enésimo Certamen para mujeres “Tienes que”

Rocío Díaz Gómez

 Con el deseo de favorecer la creatividad de las más jóvenes y de las más mayores, en lo que se refiere a sobrevivir al día a día, y como un medio de promover un mejor ambiente vital, se convoca este premio de acuerdo con las siguientes bases:

1. Podrá optar al premio cualquier mujer que lo desee, siempre y cuando sea anónima.

Tienes que regañarle. Buenos días. Siete y media de la mañana. Tienes que regañarle. Porque le quieres. Decirle que eso no se hace, que para eso uno va al cuarto de baño. Tienes que regañarle para hacérselo comprender. Y mientras se lo dices, tienes que poner a su hermanito de pie, apoyarle contra tu hombro, darle palmaditas en la espalda, animarle a que haga exactamente lo mismo que no quieres que haga su hermano. Echar los gases. Y mientras le dices al pequeño con voz mimosa “Muy bien así se hace, pero qué a gustito se ha quedado mi niño...” sigues regañando a su hermano mayor con voz de madrastra de cuento, por quedarse igual o más a gustito haciendo lo mismo... Tienes que enseñar a éste, y desenseñar al otro, al que primero le enseñaste a hacerlo, después a éste le enseñarás a no hacerlo también. Ahora sí. Ahora no. Regañarle pero acariciarle después. Que vaya al colegio contento. Enseñarle. Tienes que.




2. El tema de los trabajos será la vida, con las únicas limitaciones que ésta con alevosía y aleatoriedad les imponga...

Tienes que cambiar a tu madre. Ocho de la mañana. Después de cambiar al pequeñito. Después de ayudar a vestirse al mayor. Tienes que poner a tu madre unos pañales mucho más grandes que los que ella te puso un día. Tienes que darle de desayunar. Y vigilar que se lo tome todo. Tienes que estar pendiente de ella. Siempre. Que coma, que no olvide las pastillas, que se bañe, que no se caiga, que no se sienta sola, que no se de mucha cuenta, que no sea demasiado infeliz. Porque así es la vida. Porque la quieres. Tienes que.


3. Se podrán presentar indistintamente trabajos en cualquier lengua. La extensión de los mismos será el tiempo que abarque desde que las mujeres abran los ojos hasta que de puro cansancio se les cierren solos... Escritos con buena letra, cuerpo “lo que aguante” y sin apenas espacio para nada más que sobrevivir...

Tienes que ir a trabajar. Ocho y media de la mañana. Tienes que ir corriendo para llegar a tiempo. Para no tener que rellenar incidencias. Para no tener que pedir excedencia en ese puesto para el que un día lejano estudiaste tanto... Tanto que ni te quieres acordar. Tienes que llevar preparada la reunión. Y llegar a tiempo. Y fichar. No pensar en tu madre a la que dejaste con un extraño. No pensar en tus hijos a los que dejaste con otros. Tienes que pensar en tu jefe. Y en la Sala de Juntas. Y en el guión que ni te has mirado. Y disimular. Disimular. Tiene que parecer que sabes de qué hablas. Y hablar. Hablar. Tienes que quedar bien. Porque además de ser hija, eres madre y eres una persona laboralmente competente. Tiene que parecer que controlas. Para quedar bien. Para que quede bien tu jefe. Que no se leyó tampoco el guión. Para que quede bien el jefe de tu jefe. Que tampoco se lo leyó. Y ni falta que les hace. Porque para eso estás tú. Tienes que conseguir que se firme el convenio. Y sonreír. Sonreír hasta que duelan las comisuras de la boca de tanto estirarlas. Sonreír. Y dejar todo bien hilvanado para que se firme. Y concertar la siguiente reunión. Y reservar la sala de Juntas. Y preparar todos los informes. Y enviar los correos electrónicos. Y los faxes. Y sonreír a tu jefe. Sonreír. Sonreír. Tienes que.




4. Los trabajos se presentarán por cuadruplicado, quintuplicado, sextuplicado...

Tienes que comerte las lentejas. Dos y media de la tarde. Que no te gustan. Que nunca te gustaron. Que cocinaste anoche. Aunque no las soportas. Y comerte una cucharada para que el mayor se coma la suya. Y comerte dos cucharadas para que el mayor se coma otras dos. Y seguir comiendo una tras otra, tras otra, y otra más para que él siga. Porque te han salido muy ricas. Y son muy buenas. Y tienen mucho chorizo. Y mucho hierro. Sobre todo mucho hierro. Qué buenas ¿verdad hijo? Claro que sí. Tienes que comértelas todas. Para hacerte mayor. Muy mayor. Tanto que tú mismo hagas las lentejas de tus hijos. Esos que no las querrán comer. Porque no les gustarán. Como a él. Como a ti. Así es la vida. Tienes que.




5. Se harán constar los datos personales y se acompañarán más que del Libro de Familia de la familia entera o equivalente.

Tienes que decirle a tu padre que no. Cinco de la tarde. Que no puede llevarse las llaves de casa. De su propia casa. Que mejor que no, padre... Y se lo tienes que decir porque le quieres. Porque no sabe nunca dónde las echa. Porque siempre termina perdiéndolas. Porque a veces se le olvida hasta de dónde son esas llaves, se le olvida hasta lo que son las llaves. Tienes que decirle que no. A tu padre. Al que te enseñó a ti a llevártelas. Al que primero le costó confiar en ti y aún así te dijo: Aquí tienes. Al que te enseñó a que confiaras en ti misma. Tienes que decirle que no. Mientras va tornándose su cara color extrañeza, color enfado, color incomprensión, color pura tristeza. Y la sientes. Y la lloras sin lágrimas. Tienes que hacerte fuerte y decirle que no. No. Tienes que.




6. El plazo de presentación se inicia desde que se empieza a tener conciencia y no finalizará a corto plazo...

Tienes que aprovechar esta hora y media. Siete de la tarde. Tienes que hacer los deberes de tu clase. Porque es ahora cuando tienes a tu madre entretenida viendo su serie favorita. Porque es ahora cuando al mayor le tienes en música. Porque es ahora cuando se ha quedado el pequeño dormido. Porque es tu tiempo. Ese tiempo para ti sola. Tienes ahora que hacer los deberes de tu clase de literatura. Y tienes que escribir. Aunque no sepas de qué. Aunque estés cansada. Aunque no te queden ganas ya de disimular, de inventar. Tiene que ser ahora. Porque a ti te gustaba escribir. Te gustaba. Y te gusta. Tienes que escribir ahora los deberes. Tienes que echarle ganas. Y procurar no repetirte. Procurar ser algo original. Y tener cuidado con la primera frase. Tener cuidado con los personajes. Tener cuidado con el narrador. Tener cuidado con los tiempos verbales. Y con el final. Tienes que aprovechar esta hora y media. Y empezar. Empezar. Tienes que.



7. El fallo del jurado se hace público constantemente, día a día, hora tras hora, en conmemoración del Día Internacional de la mujer trabajadora, la mujer madre, la mujer hija, la mujer hermana, la mujer amiga... la mujer.

Tienes que convencerle. Ocho y media de la tarde. Decirle que no se puede ser tan sincero. Que sí, que le decías que había que decir la verdad, pero no siempre. Que sí, que no hay que mentir, pero no siempre. Tienes que enseñarle a disfrazar la verdad, a hacérsela digerible a los demás, a no herirlos sin necesidad. Tienes que enseñarle a que sepa distinguir cuando y cómo decir las cosas. Sobre todo cómo. Tienes que regañarle. Decirle que ya no hace reír tanta espontaneidad. Que ya no. Que ya no es gracioso oírle eructar. Oírle decir tacos. Que ahora ya no hay que dar besitos a todos los que te pidan uno. Tienes que enseñarle que ya no. Que el tiempo suma, pero también va restando. Tienes que regañarle aunque te siga haciendo gracia. Tienes que hacer de mala del cuento cuando no tienes ganas de serlo. Tienes que decirle que no existe el ratoncito Pérez. Que los niños no nacen todos por cesárea. Que no existen los Reyes Magos. Tienes que ir deshaciendo todas las historias que una vez fuiste construyendo solo para él. Para que fuera más feliz. Tienes que abrirle ahora los ojos que cerrabas. Tienes que hacerle un poco más infeliz, para que no le hagan otros desgraciado. Porque así es la vida. Porque le quieres. Le quieres más que a nada en el mundo. Tienes que.




8. Los premios carecerán de dotación económica y los trabajos premiados serán humildes, anónimos y en la mayor parte de los casos escasamente valorados. El jurado podrá hacer las Menciones que considere oportunas.

Tienes que ser fuerte por unos. Por los otros. Por él. Diez y media de la noche. Tienes que esperarle. Y aguantar el hambre hasta que él llegue. Para cenar con él. Aguantar el sueño hasta que llegue. Para bostezar con él. Y abrir la boca juntos. Y decirle qué cansada estoy y que él te diga que él más y tú no, yo mas, y él no, yo, y tú qué va, yo más. Y volver a ser como niños, y sonreír. Más jóvenes y sonreír. Tienes que aguantar para cenar juntos. Aguantar para sentaros en el sillón y cabecear a su lado viendo la televisión. Tienes que besarle y dejarte besar. Porque es vuestro único rato juntos. Porque hay una hipoteca con vuestros dos nombres. Hay unos niños con vuestros dos apellidos. Vuestra vida. Su boca. Porque vuelve cada noche. Cansado. Ojeroso. Más calvo. Porque le quieres. A tu lado. Tienes que.

9. Los trabajos premiados serán propiedad de sus respectivas autoras.
Tienes que dormir. Doce de la noche. Porque todo está bien. Porque el otro lado de la almohada tiene dueño. Y sueño. Porque tus padres han sido. Porque tus hijos sueñan un par de cuentos y una habitación más allá. Porque mañana hay que volver a empezar. Porque mañana habrá tantas cosas por hacer... Tienes que dormir. Volver. Buenas noches. A empezar. Dormir. Dormir. Así es la vida. Tienes que.
10. La decisión del jurado es inapelable; ésta se comunicará personalmente a las interesadas y no se difundirá.


©Rocío Díaz Gómez







8 comentarios:

Iñaki dijo...
Muy bien, escritora. Pareces una cirujana de las letras entrañables, porque siempre consigues traspasar la piel de las páginas y llegar hasta el corazón.

Felicidades en este ocho de marzo para ti y tus lectoras. ¿Puedo formular un deseo? Sé feliz, tienes que.


María dijo...
Me ha gustado mucho tu relato. Y es que tienes una imaginación desbordante y un manejo de las palabras brillante, sabes ponerlas en el lugar idoneo, sin coplicaciones lexicas, para que TODOS podamos comprender las hitorias y disfrutar de ellas. Sigue así - 8/3/2013
juan jose Garcia dijo...
FELIZ DÍA DE LA MUJER Y EN TU CASO ELIZ DÍA DE LA MUJER ESCRITORA,GENEROSA,DESCUBRIDORA DE SENTIMIENTOS,CONQUISTADORA DE LA PALABRA Y DUEÑA DE SU LIBERTAD.

FELICIDADES Y GRACIAS

Rocío Díaz Gómez dijo...
Muchísimas gracias a los tres por vuestros comentarios. Iñaki siempre tan leal al blog, cuánto te lo agradezco. Yo también te deseo esa felicidad tan escurridiza. María, cuánto me alegro de encontrarte por aquí. Has conseguido poner un comentario, claro que sí ¿cómo no lo ibas a conseguir? Bienvenida. Muchísimas gracias por tus palabras. Juanjo, qué alegría leerte, y jo, qué dedicatoria... y más con lo que sé que te cuesta escribir... Tú sí que tienes mérito. Muchas gracias a los tres, por leerme y por comentarme. Aquí me tenéis, aquí y allí. Abrazos, Rocío
ana nieto dijo...
Qué buena eres, Rocío. Me has puesto la piel de gallina, como otras veces. Me ha encantado el original formato y me ha enganchado de principio a fin. Tan asquerosamente creíble... Besosssss
Marián dijo...
¡¡Me ha encantado volver a leer el relato!!, es muy bueno querida Ro. Un beso grande.
Rocío Díaz Gómez dijo...
Muchas gracias chicas, muchas gracias Ana y Marián, me gusta que os guste. Y más que me lo digais tan contentas. Da gusto que os asomeis todos por aquí. Beeeeeesosss, Rocío
Anónimo dijo...
Ay!!! Rocio, que ay, de complicidad de leerte siempre y cada vez me gusta más.
Insisto, para cuando ese libro de relatos.
Gracias
un abrazo
FELI





Para que me cuente

Fue premiado con el Primer premio del V Certamen de Poesía y Relato Corto de la Fundación de la Mujer del Ayuntamiento de Cádiz. En el año 2007.

Espero que os guste. Va por todos los maestros que he tenido y espero seguir teniendo.




Para que me cuente
Rocío Díaz Gómez



Uno recuerda con aprecio a sus maestros brillantes,
pero con gratitud a aquellos que tocaron nuestros sentimientos.
Karl Gustav Jung




1.


A Doña Lidia comenzaron a lloverle relatos.

Una mañana abrió el buzón y encontró entre las cartas un sobre más abultado que los demás, un sobre con sus señas casi dibujadas de tan cuidadosamente habían sido escritas. No conocía la caligrafía, ni conocía el remite. No conocía de quién ni de donde llegaba aquel sobre. Extrañada lo abrió con cuidado, y aún más extrañada descubrió lo que guardaba en su interior. Tres o cuatro páginas manuscritas que comenzó a leer con curiosidad, que siguió leyendo con interés, que terminó con un suspiro. Tres o cuatro páginas de las que no levantó la vista hasta que no encontró el fin. Porque así lo llevaba claramente escrito. Porque era un relato. ¡Bendito destino! Un relato... Una historia mágica. Un regalo.


Uno que terminaba con la dedicatoria:

“Para usted Doña Lidia, para que me cuente”

No sabía por qué, pero aquel sobre existía. Y había llegado a su buzón, y tenía su nombre, y tenía sus señas. Era para ella, de eso estaba bien segura. ¿Quién lo enviaría? Y mientras hilvanaba preguntas y más preguntas, mientras descosía respuestas que se torcían, todo el día lo llevó guardadito en el bolsillo. De vez en cuando lo releía y se lo volvía a guardar, a salvo y seguro. Y cuando ya casi de tanto leerlo se lo aprendió, solamente lo tocaba por encima de la tela, y lo acariciaba lento, lento, sabiéndolo allí, sabiéndolo cerca.

Pasaron dos o tres días, y una mañana al abrir el buzón de nuevo otro sobre la sorprendió. El mismo contenido abultado y la misma caligrafía manuscrita. Las mismas señas y la misma dedicatoria. Y entre ellas otro relato, otra historia, otro regalo. El mejor.

Y tampoco casi lo creyó. Y ya eran dos los cuentos que guardaban su bolsillo. Y ya eran dos los que de tanto leer acabó aprendiendo. Dos los que acariciaba por encima de la tela.

A Doña Lidia siguieron llegándole relatos. Cada poco, uno nuevo le daba los buenos días desde su buzón. Y le alegraba la mañana, y le alegraba tanto el alma que casi podía sentirla bailar de puro contento entre aquellas frases. Y el montoncito iba creciendo tanto como su corazón se encogía.

Nadie necesitaba ese puñado de relatos como Doña Lidia.

Nadie.



2.


A doña Lidia se le habían ido encogiendo las letras.

Y sin apenas darse cuenta, como globos parecían habérsele ido volando, tan alto, tanto, que por más que estiraba la imaginación no conseguía alcanzarlos.

Y sin letras no había frases, sin frases no había párrafos, sin párrafos no había historias. Y Doña Lidia había escrito muchas historias, miles y miles, millones de ellas. Y escribiendo había cumplido sueños que nunca soñó cumplir. Y escribiendo había conjurado demonios, había escapado de la existencia vulgar, había idealizado un matrimonio rutinario, había sublimado una agotadora profesión de maestra, que ahora y a menudo sentía desierta y monótona.

Porque escribiendo Doña Lidia había conseguido reinventarse el mundo. Había conseguido sentirse casi feliz.

Nadie necesitaba de ese puñado de relatos como Doña Lidia que empapelaba ese vacío de millones de papelitos. Ideas, comienzos, finales, personajes y lugares sobre los que escribir. En mitad de una clase, entre el primer y el segundo plato, en plena ducha, había tenido tantas veces que detener lo que estaba haciendo solo para escribir. En un vano afán de capturarlas. Que no se escaparan, no, que algún día servirían. Millones de papelitos que año tras año había ido reuniendo y atesorando con la esperanza de que un día ayudaran a echar a andar de nuevo. Pero ese día no había llegado nunca y habían quedado olvidados en cajas y más cajas en un desván.

Doña Lidia ni tan siquiera sabía porque las letras le habían ido abandonando. Hubo quién dijo que quizás se cansaron de sentirse utilizadas, o que quizás un miedo malvado a la falta de originalidad las paralizó en un lugar remoto de la imaginación. Hubo quién afirmó que todo caudal de agua termina por agotarse, o quién sugirió que quizás la falta de riego terminó por secarlas. Hubo quién, investido de pomposos títulos, le puso nombre de enfermedad; o quién, neciamente, le aconsejó dedicar sus seniles esfuerzos a completar cualquier nueva y rara colección.

Qué mas daba. Un millón de nombres o ninguno. Un millón de intentos o ninguno en poner etiquetas. Qué más daba. El caso es que Doña Lidia dejó de contar.

Y así pasaron tiempos y más tiempos, hasta que a su buzón comenzaron a llegar relatos. Y con una gota, y con dos, y luego tres, termina por llover. Y los bolsillos de Doña Lidia desbordaban historias que iba aprendiendo, y esos regalos de papel arropaban el vacío que habían dejado en ella sus propias letras.



3.
A doña Lidia le habían sobrado historias.


“¡A ver caballeros! ¿Quién quiere empezar hoy?” Y Juan García, 1º de bachiller del 75, levantaba rápidamente el dedo, moviendo sin parar el culo en el asiento, nerviosito, deseando hablar, loco por empezar. “Señor García deje usted el baile de San Vito que no va a empezar hoy, que eso ya sé que se le da como hongos, no, no estese bien atento que le tocará la ultima frase...” Y así doña Lidia se aseguraba que Juan García, prestara atención durante toda la clase, una hazaña para él mayor que cualquiera de las del Cid Campeador.

“Rodrigo Pérez, a ver caballero, una frase con “musarañas”, que nos va a dar usted el principio del relato...” Y Rodrigo Pérez, 1º de bachiller del 76, tenía que bajar a todas prisas de su mundo para comenzar la historia... Esa historia que uno a uno, pupitre a pupitre irían inventando...


“¡Germán Sánchez! ¿Cómo es nuestro protagonista? denos a sus compañeros y a mí 5 cualidades”, “¡Cincoooo!, protestaba Germán Sánchez, 1º de bachiller del 77, abriendo los ojos de par en par y elevando el tono de voz como si le hubieran pedido que recitara todos los misterios del Rosario... “Pues tiene usted razón, Germán, todita la razón, contestaba doña Lidia espabilando hasta a las arañas que trabajaban en los altísimos rincones de aquella clase, cinco van a ser pocas, denos mejor diez”. Y Germán Sánchez parsimoniosamente, sin gana ninguna comenzaba la retahíla: “Fumador, holgazán, despistado...” “¡Pero bueno, un momento, un momento, gritaba doña Lidia, ¿Qué hemos aprendido en todo este tiempo...? A ver Felipe Gómez, aproveche ese arte que le ha dado Dios para hacer payasadas, y vaya poniendo los gestos a las características que le vaya diciendo Germán”. Y Felipe Gómez, el gracioso de la clase, iba haciendo mímica y ahora tenía un cigarrillo en la mano, ahora bostezaba, ahora tropezaba...

Y la clase entera estallaba en sonoras carcajadas mientras poquito a poco y sin darse ni cuenta iban aprendiendo a revolver en el trastero de la imaginación. Entre bromas y medio jugando, iban poniendo orden en sus propias historias, vistiendo y desvistiendo al personaje de gestos, iban trayéndole y llevándole por la vida que ellos mismos le estaban inventando.

Y doña Lidia curso tras curso, corría de un pupitre a otro, de una esquina a otra de la vieja clase, señalando, nombrando, espabilando, riendo, aplaudiendo, soñando entre ellos, con ellos, para ellos.


Que sin apenas darse cuenta aprendían a contar.


4.

A doña Lidia comenzaron a lloverle fotos.

Una mañana abrió el buzón y encontró entre las cartas un sobre idéntico a los que ya tantas veces había recibido. Un sobre con sus señas casi dibujadas de tan cuidadosamente habían sido escritas. Y aunque no era tan abultado como los demás, de éste tampoco conocía la caligrafía, ni conocía el remite. No conocía de quién ni de donde llegaba aquel sobre. Extrañada lo abrió con cuidado, y aún más extrañada descubrió lo que guardaba en su interior. Tres o cuatro fotos color sepia, que comenzó a mirar con curiosidad, que siguió observando con interés, que dejó de ver entre lágrimas. Tres o cuatro de las que no podía levantar la vista, porque le pesaban en los ojos, en la memoria, en el alma.


Porque eran las ideas, los comienzos, los finales, los personajes y los lugares que tantas veces ella había soñado atrapar en papelitos, como quién atrapa raras mariposas y desea clavarlas con alfileres en la memoria. Porque allí estaban, en aquellas fotos. Porque allí estaban las caras imberbes aún, de sus primeras promociones de alumnos. Un puñado de chavales sentados en dos filas sonriendo a la cámara, al lado de una Doña Lidia joven, que les acompaña de pie, les acompañaba. Una Doña Lidia que les enseñó a bucear entre las ideas y a escoger el mejor comienzo. Les enseñó a elegir los finales más inesperados y a crear los personajes más especiales. Les enseñó a inventarse un mundo propio huyendo de lugares comunes.

Allí estaban. Juan García, que había salido movido, si es que no paraba quieto ni un momento, ¡ay el del baile de San Vito!. Rodrigo Pérez, mirando para otro lado, como siempre, pensando en las musarañas... Germán Sánchez, agachado, medio tumbado encima del compañero, demonio de crío, que nació cansado, tuvo su madre el parto de la burra porque no le daba la gana de nacer y siguió luego igual de holgazán... Felipe Gómez, ¡cómo no! haciendo monerías, poniéndole orejas al de delante...

Hasta doña Lidia llegaron sus gestos, sus bromas, su particular forma de crecer. 1975, 1976, 1977... Allí estaban todos. Todos aquellos a los que había enseñado a contar.

Fue dando vuelta a las viejas fotos y descubrió que detrás y a la altura de cada uno de ellos, estaban sus nombres, los que recordaba y los que ya había olvidado, y bajo esos nombres, los títulos de los relatos que había estado recibiendo.

Allí estaban. Los mismos que habían acudido a la fiesta de su jubilación, allí estaban... ¡Ay que bandidos...! Medio calvos ya y todavía a sus espaldas habían conspirado para seguir haciendo travesuras juntos... todos juntos, uno a uno... uno detrás de otro... ¡Benditas travesuras...!

Y supo que ya nunca volvería a sentir vacíos sus bolsillos. Y dos lágrimas quisieron salir de aquellos ojos con cataratas. Supo que los relatos no dejarían de llegar a su buzón, como gotas, una detrás de otra. Y otras dos lágrimas las siguieron. Porque esas eran las primeras, pero habían sido muchas, muchas las promociones que vio crecer. Y ya no podía parar tantas lágrimas. Porque hay deudas impagables. Deudas de gratitud absoluta.

“Para usted Doña Lidia. Para que me cuente”.

“Demonio de críos...”

©Rocío Díaz Gómez






Como críos chicos

jueves, 14 de febrero de 2013


 Premiada en el Certamen de Cartas de Amor de Rivas Vaciamadrid



Como críos chicos...
Rocío Díaz Gómez


Quesinotehagocasoquesinotehagocasoquesinotehagocaso...

Todo el santo día con la misma cantinela colgando de los labios... Atronadas me tienes las orejas... ¿Qué no te hago caso mujer? Pues el mismo caso de siempre ¿no? Pero mira que estás temosa... Cada día repitiéndome trescientas veces lo del que notehagocaso... Como críos chicos... Y por más que yo intento pillarte en un renuncio y sacarte otro tema todo nos lleva a lo mismo. Erre que erre.
Sesenta años casi, los que llevamos juntos, que se dice pronto, y requetebién que hemos estao para que ahora andes penando todo el santo día con esa monserga... Nos ha tocao sufrir lo nuestro, y juntos. Nadie se puede figurar la de cosas feas que ha querido el demonio que nos pasaran... y juntos. Años muy puñeteros, pero siempre juntos, lo sabes, siempre juntos. Juntos y juntos. Te he cuidao la vida entera todo lo que he podío todo, todo lo que he sabío, la verdá, y yo no creía haberlo hecho tan mal... ¡Pa chasco...! ¿Qué sabemos los hombres de cuidar a nadie...? Porque bien malita te tuve el tiempo que te duró la preñez, no una, sino siete veces me parece que fueron, aunque se te malograron algunos... pobres... Sí, lo pasaste mal, mal, mal, y no te me quejabas ni una mijina siquiera y yo... bien sabe Dios que te cuidaba... ¿O no? Conseguiste, porque tozuda eres un rato, mantener a cuatro dentro, y cuatro que tuviste... aguantaste el tirón... porque eso de la hora corta tú nunca has sabido lo que era... aguantabas hasta que te ponían al niño en brazos y después ya... parecía que no tenías ni fuerzas para hablar... pero has tenido salero para eso y para todo lo que se te ha metío entre ceja y ceja... Para todo. Menuda has sido tú siempre. Iba para largo hasta que superabas lo de la cuarentena, has sido siempre tan recogidita de carnes, que te me quedabas en muy poquita cosa... tanto, que luego le costaba arrancar de nuevo a la vida pero ¡vaya si espabilabas! ¡vaya...! y yo pendiente de ti, cuidándote lo que sabía, lo que podía también... Qué mal lo pasamos... qué mal... pero tiramos p´alante... y tan felices siempre... juntos. Siempre juntos.


Y ya sé lo que pensarás cuando me leas. Que yo nunca he sido muy besucón a la hora de arrimarnos, bueno ni a la de arrimarnos ni a la de separarnos... Pues no, no lo he sido, pero yo pensaba que tú me querías tal cual soy... y que sabías también que a mi manera yo te tengo una ley que nunca tuve a nadie... Pero al cabo de sesenta años resulta que no es bastante... Mira tú por dónde. Y no debe serlo, porque ahí te tengo, penando, cientos y cientos de veces con la musiquita, repitiéndome lo de Quesinotehagocasoquesinotehagocasoquesinotehagocaso, cientos y cientos con lo mismo... y qué tostón mujer... que tostón. Y es que además yo te veo rápido las intenciones, no te voy a engañar, y ya te temo, cuando te acurrucas y te me pones ñoña... porque te veo que empiezas a darle a la cabeza y a la cabeza, que se te va a hacer agua de tanto darle... y sé de fijo que vas a acabar con lo de siempre: quesinotehagocasoquesinotehagocasoquesino... ¡Pero mira que son raras las mujeres...! porque ¡Ahora! ¡A la vejez viruelas! Que nunca he tenido queja de ti, ni tú de mí, que yo sepa... y ¿Ahora? Que estamos más tranquilos, más descansaos, con más tiempo, más solos... ¿Ahora quesinotehagocasoquesinotehagocasoquesinotehagocaso...? Que yo se lo he contao a los de la partida, y tampoco lo entienden, mujer, tampoco, como yo... Si es que ¿quién va a entender esto...?


Pero esta noche pasada te he sentío, aunque tú no lo sepas, te he sentío darte mil vueltas en la cama y levantarte, y Dios no lo quiera, pero hasta me ha parecío sentirte que llorabas y todo... Y eso no mujer, eso no, que a mí se me parte el alma de escucharte, y total por la tontuna esa del quesinotehagocasoquesinotehagocaso... ¿Dónde se vió? Por eso me he decidío a escribirte esta carta. Esta carta de tontos, ya ves, porque ¿qué necesidad tenemos nosotros de esto...? Toda la vida juntos y requetebién. Dime tú a mí... con cartitas a estas alturas... Que cómo se enteren en la partida se van a reír pero bien a gusto de nosotros, se van a reír sobre todo de mí... Pero es que yo ya no sé qué hacer contigo, mujer. Ya no sé. No sé cómo quieres que te haga caso, porque yo no sé hacer las cosas de otra manera de cómo las hago... No sé... Pero que me llores... que me llores no, eso no. Que me llores con esos ojos verdes tuyos de siempre, mismamente los de ahora, verte triste esa misma cara también de siempre, solo que ahora un poquito más arrugá, arrugaíta solo por aquí, por el derredor de los ojos... solo por ahí y con unas arrugas chiquititas de reírte, porque tú toda la vida has llevado la risa colgando de los labios, toda la vida... y no esa letanía que me llevas ahora... No señor, no, que yo escribo esta carta de tontos y lo que sea necesario, pero que tú no me llores, mujer, no me llores que a mí me rompes el alma de escucharte... ¿Qué no te hago caso? Pero mujer si yo sin ti no soy nada, nada de nada, un terreno baldío, un cero a la izquierda, eso soy yo. Que yo no me sé explicar, que lo de hablar, y más lo de escribir, siempre se me dió muy requetemal, pero si ahora es febrero y se estila esto de las cartas, pues allá va esta carta para ti, para ti mujer, que te la mereces más que nadie en el mundo... mucho más que nadie.

©Rocío Díaz Gómez



Etiquetas: Cartas de amor escritas por Rocío Díaz, Mis relatos Rocío Díaz






El dibujo de una luna menguante



Este relato fue finalista en el XIV Certamen de Poesía y XII Certamen de Relato Breve de San Sebastian de los Reyes y publicado.



El dibujo de una luna menguante

Rocío Díaz Gómez



Cada noche allí estaba yo, y mi miedo a que no viniera nadie. Allí los dos. Allí en vela, con el alma estrujada esperando a una musa invisible y dulce, una musa generosa en historias que nos salvara el bolsillo, el estómago y el orgullo para seguir un día más queriendo vivir de la literatura.

Cada noche allí estaba yo y mi miedo a que ningún personaje asomara la nariz por una esquina de aquel papel que me miraba impaciente y desafiante. Allí estaba yo y mi miedo a que no se me ocurriera nada, un miedo que me robaba el sueño y jugaba con él al escondite. Cada maldita noche.

Y no conseguía escribir ni una sola línea hasta que no me echaba una cazadora por los hombros y tras vestir con una bufanda a mi miedo, le cogía de la mano para echarnos a la calle, para ir a tranquilizarnos, dando un paseo por un vulgar barrio iluminado de frío y sombras, acompañado de solitarias farolas. Así durante horas esperando tropezar con la despampanante musa de turno para que nos guiñara un ojo desde cualquier oscuro rincón y se quisiera venir con nosotros dos a casa, a formar una familia feliz.

Era aquel tiempo de vecindarios donde todos se conocían, donde gritaban a voces desde el balcón al butanero que les subiera una al cuarto. Aquel tiempo cuyas noches no parecían ser tan peligrosas, solo te podía asustar el ruido del camión de la basura, o los maullidos de los gatos en celo.

Y era al volver mi miedo y yo, cada una de esas noches, casi amaneciendo ya, cuando la señora Felisa estaba en el portal. Madrugadora, incansable, de pocas y escogidas palabras, no era la portera pero hacía las funciones de tal. Para que o quizás por eso, no sé muy bien qué fue primero si ella o nosotros, a final de mes todos los vecinos le diéramos una propina que engordara un poco su escuálida pensión de viuda eterna de un marido lejano que nunca conocimos.

Ella era redonda y muy bajita, era el punto y seguido que te encontrabas cada vez que entrabas y salías de casa, hilando una tarea con otra por el vecindario, como si de enlazar frases domésticas se tratara. Se movía con pequeños y rápidos pasos por todo el edificio. Seguidora de la moda “lo que me entra me vale” era fácil encontrarte con esa espalda familiar y casi rectangular, esa espalda compartimentada en rodetes de carne que apretados bajo un jersey a punto de estallar, barría tu rellano, repartía las cartas en los buzones, o cuidaba las macetas del portal. Sí. Siempre estaba por allí, haciendo muchas cosas. Todas minúsculas y sin importancia aparente. Pero ahora sé que necesarias.

Todas esas noches yo me encontraba con esa espalda regordeta y le decía algo, cualquier frase a modo de saludo: “Hoy no barre usted la acera Felisa...” Y ella entonces me contestaba con ese particular lenguaje suyo de escuetas, rotundas y definitivas frases: “Demasiado aire. La experiencia me ha enseñado que los esfuerzos inútiles conducen a la melancolía...”. Otro día le decía: “Vengo helado Felisa, mire que he dudado si llevarme chaqueta o no, al final no la he cogido y me equivoqué porque vaya frío...” “Las indecisiones salen carísimas...” ¿Pero de donde se saca usted esas frases Felisa? Decía yo mientras el eco de alguna de ellas resonaba dentro de mí, ya casi a punto de entrar en mi casa. Y ella en la lejanía contestaba: “Cosas de mi difunto marido...”. No era dicharachera, ni simpática, era correcta sin más. Ni le sobraban cumplidos, ni le faltaba educación, era escueta, sobria, diligente pero sin florituras ni adornos ninguno. Jamás pedía un favor ni le sobraban gracias, las justas dejaba escapar. No se hacía querer, pero sin que nos diéramos cuenta se hizo tan necesaria como las cosas que hacía.

Ella no sabía leer ni escribir, pero conocía los números. En un pequeño cuaderno de anillas que nunca le vimos, tenía apuntados todos nuestros números de teléfono por si tenía que avisarnos si estábamos de vacaciones, si ocurría alguna avería o surgía algo urgente, porque ella nunca salía de nuestro bloque. Para cada uno tenía una forma segura de identificarnos. La del segundo, era el dibujo de una maceta, porque tenía muchas plantas que ella religiosamente se cuidaba de regar en cuánto la vecina no estaba. El del primero era el dibujo de un sobre, porque era cartero. Los del tercero eran el dibujo de un pájaro, porque tenían uno al que ella daba de comer si salían de viaje. Los del quinto eran el dibujo de un muñeco, porque sus niños no se cansaban nunca de tirar los juguetes al patio de luces, juguetes que ella rescataba y devolvía cada semana de cada año de cada infancia de cada uno de los hijos de aquella familia tan numerosa. No sé cómo no se cansó nunca. Yo era el del cuarto. Una luna menguante era mi dibujo. No hizo falta que nadie me explicara por qué.

Todas las madrugadas durante años encontré a Felisa cuando volvía. “Es muy temprano para que ande usted trabajando Felisa, que tenemos aquí ya el invierno…” “Prefiero el frío al ruido…” Y yo sin darme cuenta, movía la cabeza rumiando sus contestaciones… Otra mañana llegué y andaba la mujer separando unos enormes maceteros de la entrada del portal… “Pero ¡Felisa! Deje, deje mujer pero no ve que se va a hacer daño… Sabiendo que estoy al venir, se pone usted con otras cosas y yo se los muevo ahora…” “Quién puede lo más, puede lo menos…” solo contestó ella.

Ese día no se por qué después de una de esas contestaciones suyas me atreví a preguntarle: “¿Pero su difunto marido qué era, que le dejó en herencia esas frases…?” “¡Ay…! Cuántas veces preguntamos cosas que no deberíamos preguntar…” fue su contestación tras unos segundos callada y sin ni siquiera levantar la cabeza. Algo sorprendido, me encogí de hombros, le desee un buen día y me metí en casa. Nunca más volví a preguntar por él.

Una mañana a la vuelta de mi paseo nocturno, Felisa no estaba. Era una madrugada de esas en las que se te congelan hasta los pensamientos, y yo volvía quizás algo más pronto a casa, así que no dudé al buscar una explicación a su ausencia, o era demasiado temprano o con tanto frío había hecho un poco de pereza. Y no me preocupé. Fue por la tarde cuando me enteré de que ya nunca más la volvería a encontrar al doblar la esquina de cada mañana. Siempre había estado ahí y de pronto me dicen que ha muerto, sin hacer ruido, sin molestar, sin hablar apenas, como hacía siempre. La sorpresa me impactó como una ráfaga de viento frío que de pronto se levanta. Y una mano pareció oprimirme el corazón. Sí. Me descolocó la noticia, me trastornó mucho más de lo que podía acertar a explicarme. Qué difícil aceptar sin más que no volvería a toparme con aquella espalda de rodetes apretados… Una tibia pena se apoderó de mí, y humedeció las imágenes de tantas mañanas saludándola. Una grieta de ausencia se abrió en mi vida cotidiana. Una grieta que palparía cada vez que regresara a casa tras mi paseo nocturno.

Al cabo de una semana una nota en el portal me avisó de una reunión de vecinos, “Felisa”, esa única palabra decía el orden del día. Las reuniones de vecinos eran a media tarde y en el portal. No me explicaba de qué querrían hablar. Algo perplejo, anoté la hora y procuré hacer tiempo entre mis ocupaciones para no faltar. Cuando llegué a la reunión estaban todos ya. Alguien dijo que había que esperar a que llegara el sobrino de Felisa. Pensé que no sabía que tuviera parientes, pero pronto caí en la cuenta de que en realidad poco sabía de su familia ni de casi nada de ella. Al cabo de cinco minutos un desconocido llegó al portal y se presentó ante nosotros como un sobrino nieto de la difunta Felisa. Era todo muy extraño. Pero después lo fue aún más.

El sobrino de la señora Felisa nos había reunido porque al recoger las cosas de la casa de su tía había encontrado algo que había supuesto que nos pertenecía. “¿A nosotros?” Preguntamos todos con nuestros ojos, con nuestros gestos, con esa pregunta. Y fue entonces cuando sacó aquel cuadernito de anillas que nunca le habíamos visto donde al lado de un dibujo estaban nuestros teléfonos. “Mi tía no sabía leer ni escribir…” “¿Y entonces quién anotó los números?” Fue la instantánea pregunta. “Los copiaría de algún sitio…” fue la escueta respuesta. De tal palo, tal astilla, pensé. Y recordé en ese momento que la señora Felisa me lo había pedido escrito en un papel… “Es que así lo copio después despacio en la agenda…” me había dicho. Y era curioso, porque así lo había hecho. Por las manos de todos pasó su cuaderno. Y todos reconocieron en su propio número su forma particular de escribir el cuatro, o el siete, o el número que fuera. Una persona que sabe escribir siempre hace los números de la misma forma. Ella no, ella los había copiado según cada uno se lo había dado escrito.

¡Vaya con Felisa! Pensé sin poder evitar una sonrisa… ¡Qué mujer…!

“Pero no era solo para hablarles de este cuaderno para lo que les he reunido aquí…” continuó el sobrino de la señora Felisa, “como ya les he dicho también encontré algo más que creo que les pertenece puesto que lleva anotados su nombre, bueno mejor dicho, el nombre con que le había bautizado mi tía…” Y mientras hablaba vimos como se sacaba de un bolsillo un montón de sobres abultados… “Bueno ustedes sabrán quiénes son…” Mi sobre era el que llevaba el dibujo de una luna menguante.

Cada vez más sorprendidos, cada uno recogió el sobre que le pertenecía. El del primero recogió el sobre que tenía dibujado una carta, la del segundo el que tenía una maceta, el del tercero un pájaro… así todos y cada uno de nosotros. “Bueno ahora ya lo que contenga cada sobre es asunto particular de cada uno de ustedes, dijo entonces el sobrino de la señora Felisa, yo aquí ya me despido”. Y así de esa forma tan extraña como había llegado, se volvió a ir. Y nos dejó allí en el portal a todos, cada uno cargando con un sobre abultado y un cerro de preguntas que nadie nos iba a responder.

Hay escritores que no saben quién es su musa. Yo en cambio, conozco a la mía perfectamente. No tengo más que abrir un viejo sobre manoseado para que acuda ante mí y me haga un guiño. La mía se llama señora Felisa, y es una musa de formas generosas, de esas que van vestidas a la moda “de lo que me entra, me vale”, así que no puedo pensar en ella sin reparar en sus michelines apretados bajo un jersey adherido a su oronda figura y una frase rotunda y definitiva colgando de sus labios.

Tantas noches de insomnio, tantas noches cogiendo de la mano a mi miedo para salir a dar una vuelta por un barrio desierto esperando encontrarme con una musa despampanante que con un guiño me inspirara, y resulta que la inspiración me la daba la frase con que ella me obsequiaba a la vuelta. Ahora lo sé. Ahora que no tengo más que sumergirme en una de sus frases antes de ponerme a escribir.

Ella supo antes que yo cuánto me gustaban. No sé si sabía que luego yo casi sin darme cuenta las utilizaba en mis novelas… No sé eso, como no sé casi nada de su vida. Solo sé que tengo un sobre abultado con una luna menguante dibujada donde hay muchas de esas frases escritas. Algunas que cuando las releo puedo hasta recordar el día que me las dijo. Incluso está incluida aquella que me dijo el día que le pregunté a qué se dedicaba su marido: “¡Ay! Cuántas veces preguntamos cosas que no deberíamos preguntar…”

¿A quién se las dictó para que ella luego las guardara para mí? ¿Cómo las aprendió? ¿Qué encerraban los demás sobres? Ninguno de nosotros se lo contó a los demás. Supongo que todos pensamos que sería como traicionar un poco a la señora Felisa. Nunca sabré la contestación a todos esos interrogantes. Pero soy escritor, y nadie mejor que un escritor sabe que solamente en las novelas todas las preguntas tienen contestación.

En la vida la mayoría de las veces, algunas quedan sin contestar.

@Rocío Díaz Gómez




sábado, 5 de enero de 2013
Un relato de Navidad de Rocío Díaz

Premiado con el Accesit esa navidad en el V Certamen de Relatos Breves de Navidad de Navalmoral de la Mata. Y gracias a eso, fuí por primera vez a ese pueblo. Y recuerdo que fue una entrega de premios muy especial donde me recibieron con mucho cariño. Luego por esas cosas de la vida he vuelto un par de veces más a por otros dos premios, en otros certámenes, uno también de navidad y otro de mujeres. Y su recibimiento ha sido cada vez mejor. Además en el año 2006 reunieron todos los cuentos de navidad premiados en los últimos cinco años, en un volumen muy elegante, con ilustraciones, que les quedó muy bien, la verdad.

Desde el punto de vista de la escritura, ahora la releo y cambiaría muchas cosas. Supongo que es normal, han pasado seis o siete años desde que la escribí.
Pero se merece, porque me trajo muy buenos momentos, que la deje tal como fue.






Querido Melchor...


Madrid, 5 de diciembre de 2003

Querido Rey Melchor,

Yo no sé sí tu existes o no existes, como tampoco sé sí existen los otros Reyes, o si existe el Ratoncito Pérez, pero ahora les ha dado a los de mi clase por decir que a lo mejor no existes... yo no sé..., pero como dice mi amigo Sergio “existáis o no existáis lo que sí que existen son los regalos” así que como Sergio es el amigo al que más ajunto del mundo entero, yo me fío y por si acaso os mandaré otro año la carta... Además, que se lo cuento a la yaya que todos los años se sienta conmigo a escribir a San Pancracio “a ver si nos toca la lotería de Navidad” y dice que ella no va a dejar de escribir a su Santo digan los compis del “hogar ” lo que digan, así que yo igual, digan los de clase lo que digan, te escribo... Y aquí estamos los dos “la yaya” y yo merendando pan con nocilla y pensando qué poner, la yaya dice que lo primero es lo primero, y que antes de nada hay que ser educados y decir quiénes somos. Me llamo Carlos Hernando Rejas y mi yaya se llama Ernestina Pérez Sánchez, aunque todo el mundo la llama La Tina, como a mí que me llamo Carlos pero en casa soy “el niño” porque cuando llega mi padre siempre pregunta “Y el niño... ¿qué ha roto hoy?” y mi hermana la mayor dice... “Niñoooo, que la carne de burro no es transparente...” y mamá cuando me abraza dice ¡Ay... el niño de la casa...! así que para todos soy “el niño”. Bueno para todos menos para mi hermano Marcos, que tampoco me llama Carlos, sino Carlitos, con esa “i” de “microbio” y “mierdecilla” que dice siempre detrás de Carlitos cuando me llama a grito pelao para que todos en el parque se den cuenta de que YO soy su hermano pequeño, YO soy “el plasta al que tiene que cuidar” que es lo que siempre dice detrás de “Carlitos microbio y mierdecilla”, osea también YO. Pero aunque nadie me llame así, la verdad de la verdad es que me llamo Carlos y en algún sitio lo debe de poner porque en el cole el primer día cuando pasa lista el profe me llama así, y me lo llama, y me lo llama veces y veces, hasta que Sergio, que no sé si ya lo he dicho pero es el amigo que más ajunto, acaba dándome una colleja para me entere y conteste, porque me cuesta un montón de tiempo darme cuenta de que soy yo... pero ¡Vamos! Melchor que tú me puedes llamar como quieras que para eso eres Rey...

Rey Melchor te he puesto un “punto y aparte”, como dice mi profe, que es un “punto” que he aprendido hoy en mi cole, porque ya no sabía por donde me iba, a la yaya se le había quedado la dentadura enganchada al bocata de noci y no se podía separar... así un buen rato... hasta que he tenido que levantarme para ayudarla a desengancharse con mi superfuerza, le pasa mucho... Bueno pues que, me llamo Carlos y vivo aquí en el barrio de Canillas, te acordarás de mí porque todos los años yo soy el que más alto chilla “¡aquí, aquí...!” cuando pasáis en la cabalgata para que me tiréis un montón de caramelos... La yaya y yo llegamos muy pronto con el pan y la noci, nos sentamos en el borde y nos vamos comiendo el bocata hasta que oímos que venís... entonces corriendo llevo a la yaya a esconderse detrás de un coche y yo vuelvo corriendo a mi sitio, esto lo hacemos desde que a la yaya le pegaron un caramelazo bestial en toda la cara cuando gritaba bien alto “¡Aquí, aquí...!” y entonces desde que la operaron de cataratas dice que ella no puede arriesgarse... que ella es una abuela moderna pero que no está pa esos trotes de jugarse la poca vida que le queda en las cabalgatas... así que una vez que he escondido a la yaya bien escondida, me subo al bordillo y grito, grito, grito hasta el infinito... y cuando tengo las manoplas lleeeenas de caramelos, entonces , me vuelvo a buscar a la yaya y a casa que nos vamos los dos tan contentos comiendo caramelos mientras pensamos en todos los regalos que nos vais a traer...

Otra vez Rey Melchor he tenido que ponerte otro punto y aparte, al profe le va a molar cuando le cuente mañana todos los puntos y aparte que hoy puse; contándote lo de la cabalgata no me estaba dando cuenta de que empezaban “los dibus” que me gustan, y casi me los pierdo, pero ahora que ya han terminado voy a seguir, y pasemos a lo importante, osea todas las cosas que quiero que me traigáis: La videoconsola de Nintendo, otra “gameboy”, todos los “action man” nuevos de este año, los pokémon que me faltan (que ahora no me acuerdo pero como tu además de Rey eres sabio seguro que lo sabes) un equipo completo de fútbol del Real Madrid ( mi padre ya no nos deja ser del atleti) diez u once peonzas para que me duren hasta el año que viene cuando volváis, un estuche de tres pisos con pinturas, rotuladores, plasti y ceras, con muchas reglas, lápices, bolís, goma y saca; otro patinete porque Marcos después de romper el suyo, me rompió el mío (él dice que fue sin querer pero ¡ya...!); otro libro de “Harry potter” y el de la “peli” de “El señor de los anillos”; ...He parado un momento para preguntar a la yaya que sí me estoy pasando pidiendo y después de un rato luchando contra la dentadura y el bocata me ha revuelto el pelo y me ha dicho “Mira niño, porque la yaya también me llama niño, todos sabemos que los Reyes son Magos así que por poder, poder, pueden traer todo lo que se les pida, pero Matusalén a su lado... un muchacho. Que te quiero decir niño, que seguro que ya les va doliendo la espalda como a esos “carcas del hogar”, y tendrán la artrosis, y la reuma... así que a lo mejor no pueden con todo...” Mi yaya siempre habla muy claro, ella y yo nos entendemos bien, así que nada Melchor yo sigo pidiendo y cuando os empiece a doler la espalda dejáis de meter cosas al saco. Sigo: Varios videojuegos para la Nintendo; otro Spiderman; las trampas del Spiderman; el auto de Spiderman, la bola mágica de Harry Potter, el castillo de Harry Potter... y de juguetes hasta que no echen en el buzón más catálogos ya no puedo pedir más...

Pero antes de terminar os tengo que poner lo de siempre, ya sabéis, quiero poder dormirme antes por las noches; en el techo de mi cuarto ya no caben más estrellas de esas que me pega mi madre para que cuente y venga el sueño, ya están todas ahí apelotonadas y aunque las pegamos con ese pegamento que pega hasta los dedos, hay tantas juntas que se despegan y toda la noche andan cayendo encima de la cama... como si lloviera, a lo primero mola, pero después ya... es un rollo. Además, la noche que le toca a Marcos hacerme compañía cada vez es peor... me ha dicho que Blancanieves ya se ha separado del príncipe y tiene otros novios, que el flautista tiene un montón de músicos que trabajan para él y ya ni tan siquiera tocan sino que hacen que tocan como en la tele, que el cerdito de los ladrillos ya tiene una “inmo no sé qué”, que dice que es una fábrica de hacer casas, y que se está forrando como el Cirilo, el del bar de enfrente... como es mayor sabe más de los cuentos, pero hasta que se cansa y dice que soy un plasta y que me duerma de una vez, se cabrea y termina contándome el de la “bella durmiente”, pero el de siempre, que sabe que no me gusta nada... y así hasta que al final se duerme y yo ¡hala! otra vez a contar las estrellas como todas las noches...

La única que no se queda dormida antes que yo, ni me acaba regañando, es la yaya que dice que como es mayor tampoco tiene sueño pero es que ya me sé de memoria toda su vida, todos los novios que tuvo, todos los bailes, todo... y aunque ella dice que me lo cuenta al oído para no despertar a nadie, como está un poco sorda empieza bajito, bajito, pero al final termina dando unas voces que se despierta hasta el vecino de al lado que empieza a aporrear la pared chillando: “!Coño abuela, ¿Otra vez con eso? Si aquellos pretendientes tendrán ya mil años, joder con la abuela que noche sí, noche no, la misma matraca”... por eso, Rey Melchor, hasta que por fin los médicos encuentren la manera de que yo me pueda dormir por las noches como los demás, te pido otro año un poco más de sueño, un poco más solo, que yo creo que eso no ocupa mucho en el saco y casi no os va a pesar...

Y bueno, que nada más, hasta que piense más regalos no te vuelvo a escribir, tengo que acabar deprisa que otra vez a la yaya se le ha enganchado la dentadura en el bocata y está ahí saltando y saltando como una loca y aporreando en la mesa para separarse... Ya voooy yayaaaa... ¡menos mal que me tiene a mí!



Adiós Rey,
Carlos, Carlitos o el niño.

©Rocío Díaz Gómez

Etiquetas: Mis relatos Rocío Díaz, Relato Premiado





lunes, 24 de diciembre de 2012
Un relato de Rocío Díaz para Navidad

Os dejo con uno de mis relatos de navidad. Este relato fue seleccionado como primer finalista en el 47 Concurso Radiofónico de Cuentos Navideños Gloria Fuertes, en la Navidad 2011.



Préstame tus ocho años
Rocío Díaz Gómez

Recoger el belén es recoger la ilusión. Envolverla a pedazos en ese papel de bolitas transparentes que días atrás nos hemos aguantado las ganas de explotar una a una viendo cualquier película, y después guardar todos esos pedazos de ilusión en una caja de cartón durante todo un año.

Una vez que llega mediados de diciembre espero con impaciencia la cita que tengo contigo. No puedo faltar. Te lo debo. Escojo una tarde tranquila, en la que no haya llamadas urgentes ni salidas inaplazables. Una, en la que tampoco haya que planchar o salir a comprar yogures, ya sabes, tardes aburridas de adultos.

la nuestra, no, la nuestra no es una de esas. En la tarde que yo elijo para estar contigo sacando el belén, no hay tareas urgentes, ni tan siquiera rutinarias o cotidianas, sino que nos bajamos del mundo casi en marcha y con el pelo alborotado por la emoción, nos quedamos viviendo un tiempo sin hora. Eso sí, dejamos dicho que no cuenten con nosotras, que tenemos mucho que conversar. Imagínate, hay que contarse todo, todo lo que ocurrió en un año.

Lo primero es escoger un lugar donde colocar el belén. Cada año que pasa hay que pelear más por hacerle un hueco entre la montaña de libros que ha crecido, los recuerdos que nos trajimos del viaje de ese verano y los demás cachivaches que nos regalaron. Nos gusta poner un suelo de hojas secas bajo el nacimiento, uno de esos que te gustaba tanto pisar con las botas de goma, un suelo de hojas marrones y crujientes que al sonar destile nostalgia pero que puedan pisar a gusto todas las figuras del belén. Y mientras las vamos sacando del papel de bolitas transparentes, yo te voy contando que ha sido de nosotras en estos 365 días.

Saco el niño Jesús y te cuento que nació el hijo de este hermano o este amigo, te cuento que ya ha salido de cuentas la mujer de aquel primo que ni tan siquiera conoces. Le buscamos su lugar mientras te hablo de todos los críos de la familia, más o menos cercanos, más o menos cariñosos, simpáticos o mal estudiantes. Sacamos a la Virgen y voy poniéndote al día sobre todas las mujeres de la familia. Mamá a la que ya se le van notando los años, aunque lo disimule detrás de ese buen ánimo que tuvo siempre. La tía que ya apenas anda, o esta cuñada que fíjate, quién lo hubiera dicho, cómo de bien o de mal, esto entre tú y yo, se está portando. Después sacamos a San José y te hablo de hombres. Cuando se trata de hablar de los allegados no mido las palabras, hay confianza. Pero también aquí aprovecho para hablarte de los que encontré en la calle, de los que me besan o me abrazan. Aunque, aquí no te lo voy a negar, sí que escatimo detalles, nunca hablé demasiado de mi vida íntima con nadie, y tú, por mucha complicidad que haya, siempre serás una niña pequeña a la que en algún momento tengo que tapar las orejas para que no oiga comentarios que la pondrían colorada.

Cuando sacamos a la mula y el buey, te hablo de los animales reales o figurados con los que me he cruzado ese año. De las mascotas de verdad de los hermanos y amigos. De los peces que este año han pasado a formar parte de la familia. Pero también ¿por qué no? de las bestias pardas que nos quitaron el aparcamiento, que se colaron descaradas en aquella fila, que nos miraron, nos hablaron mal o nos hicieron daño de alguna manera. Animales disfrazados, no más. Aunque tú no lo sepas, la vida de los adultos muchas veces es un zoológico donde ciertos animales andan sueltos.

Cuando vamos colocando a los Reyes Magos te cuento cuánto hubo de magia. Lo que me hizo sonreír, lo que me hizo llorar de emoción y enternecerme hasta sentir que me deshacía por dentro. Siempre estoy deseando que llegue el momento de colocar a los magos, porque no quiero que se me olvide contarte esta parte. Contarte, contarme de nuevo todo lo mágico, porque no, no quiero que se me olvide.

Y después de colocar el belén te quedas a vivir conmigo durante todas las navidades. Me gusta que estés cerca. Me gusta sentirte dentro cuando ando escogiendo regalos, cuando espero esas colas interminables para pagar, cuando no encuentro la talla adecuada y tengo que cambiar de idea, cuando me duele ya la cabeza de pensar qué le haría ilusión a éste o al otro, cuando me duelen los hombros y la espalda de cargar con las bolsas, cuando ya no puedo más, malditas navidades, me gusta que estés cerca, que estés aquí, como si pudiera apretarme la mano.

Lo pasamos bien ¿verdad? Procuramos ver con esos ojos tuyos lo que nos rodea. Y todo parece nuevo, recién estrenado, como si fuera una aventura que nunca hubiéramos vivido.

Por último, casi el último día, escribimos juntas los buenos propósitos para el nuevo año en un papel que doblamos bien dobladito y que dejamos en una esquina del belén, bajo una de aquellas crujientes hojas, hasta el día que haya que recogerlo.

Recoger el belén es recoger la ilusión. Envolverla a pedazos en ese papel de bolitas transparentes que reservamos para las cosas frágiles, y después guardar todos esos jirones deshilachados de ilusión en una caja de cartón durante todo un año.

Me cuesta separarme de ti. Me cuesta mucho. Pero aunque no me guste, y se me de fatal conducir el carrito por esos pasillos atiborrados de gente y más carros, va haciendo falta pan bimbo y leche, algo de fruta y un montón de alimentos más que están reclamando su sitio en mi nevera y poco a poco en mi estómago. También hace falta que vaya a mi trabajo a fichar con rutina un día más en mi vida. Aunque no me guste, hace falta que me empape de vida cotidiana y salga a la calle a vivir, entre bestias pardas y animales de verdad. Porque de vez en cuando hasta nos sorprende un momento de magia, consiguiendo que despeguemos los pies del suelo, que levitemos de veras. Porque sí, los cuento con los dedos de una mano también es cierto, pero los hay, y si no los viviera ¿Cómo te los iba a contar en la siguiente navidad?

Venga date prisa, ponte otra vez ese gorro tapándote las orejas que no te gusta nada, abróchate hasta arriba el abrigo que hace frío y no te olvides las botas de agua para pisar charcos y hojas. Venga, espabila, no mires atrás y vuelve rápido otra vez a las páginas de este viejo álbum que te guarda y te devuelve a mí.

Y anda, dame un beso y hasta un abrazo si quieres, no te preocupes por mí, que la rutina no muerde. Te echaré de menos. Venga date prisa. Y pórtate bien ¿vale? Sé buena...

Termino diciendo a la niña que fui un día lejano, la que me espera en las viejas fotos, la que despierto cada año cuando llega la navidad para que las viva conmigo. En estos días necesito ver todo con sus ojos, con los ojos que yo tenía cuando aún no había cumplido ocho años y todavía me gustaba la navidad.

©Rocío Díaz Gómez








domingo, 25 de noviembre de 2012
Día Internacional contra la violencia de Género

Una mosca en una tela de araña
Fue premiado en el X Certamen de Poesía y Narrativa que organiza la Concejalía de Igualdad de Género del Ayuntamiento de Ciudad Real. Modalidad narrativa. 2006.





Una mosca en una tela de araña

Rocío Díaz Gómez

Anoche te despachaste bien ¿eh Paco? Pero yo también, yo también.

Anoche te despachaste bien, cuarto y mitad de empujones, medio de patadas, uno de puñetazos y por si quería más caldo me dejaste caer encima los dos platos de sopa que acababa de servir. Aunque eso, figúrate tú la lástima que te daría, ya ni lo sentí. Y pensar que había salido a la carrera hasta la tienda, dejando la olla en el fuego, solo por echarte algún puñadito más de esos fideos finos que te gustan tanto...

Pero qué fatalidad estaba hirviendo, hirviendo dijiste y me la diste a probar para que lo comprobara... Luego, como si te hubiera visto, seguro que saliste corriendo escaleras abajo, escapando a zancadas de quién sabe qué. La verdad es que siempre tuviste buenas piernas ¡Vaya buen mozo que se va a llevar la niña....! decían las vecinas cuando venías a buscarme. Aún sigues teniendo buenas piernas Paco, aún te valen para buscarme las cosquillas ¿verdad? Para encontrármelas allí donde nunca las tuve, en el pecho, en la espalda, en las costillas... siempre buscando bajo la ropa, donde las encuentres o no, luego no se van a ver.

Cosquillas y más cosquillas, para después sin esperar a que me ría, salir corriendo, corriendo escaleras abajo como alma que lleva el diablo.

Y digo yo Paco ¿A santo de qué corres tanto...? ¿Es que aún no te has enterado marido, que de tu sombra no vas a poder escapar nunca? De la mala sombra jodío, no se escapa tan fácilmente...

No dices eso tú siempre? Esa retahíla de que no me vas a dejar escapar, que no me van a valer los embustes, que las mentiras tienen las patitas muy cortas... Ahora que lo pienso, mucho más cortas que las tuyas. Ahora que tengo tiempo de pensar sin tener que colocar todo para cuando llegues...

Y hablando de patas, figúrate nunca me había dado cuenta de cuánto te pareces a las arañas. Y no, no por lo de animal, que para eso no hacía falta pensar tanto, si a eso ya había llegado hasta yo hace tiempo... Esas arañas de patas largas que entran a casa desde el jardín y que hacen esas telas enormes en los rincones en cuánto me descuido. Como tú. Nunca me había dado cuenta de cómo ibas haciendo esa tela a mi alrededor, con los hilos invisibles y resistentes de los reproches y las bofetadas, resulta que ibas tejiendo y tejiendo, con mucha mas maña que yo tejía esos jerséis tuyos durante años y años. Esos jerséis de lana bien abrigados...

Ahora resulta que mientras yo te abrigaba Paco, tú me ibas desnudando de vecinas, amigos y familia, me ibas desnudando del amor ajeno y sobre todo me desnudabas del amor propio. Mientras yo te cuidaba cada vez con mas dedicación, tú me descuidabas con igual o mayor dedicación que la mía, anulándome fuera y dentro de esta casa, anulándome tanto que yo ya tampoco quería salir. Cuánto tiempo me ha costado llegar hasta aquí... Mira que hacía tiempo que no pensaba... Pero ahora veo como hilo a hilo, golpe a golpe, me ibas atando sin remedio a la olla, al fregadero, a la cama... Me ibas dejando poco a poco en el centro mismo de esta casa, en el centro de tu tela de araña, para que no pudiera escapar... Atrapada en vida.

Como una mosca. Una mosca pequeña y redonda. Redonda como una alianza de casada, como una sartén, como un cero a la izquierda, como un vacío, un enorme vacío que no se puede apoyar en ninguna parte, que sale rodando, rodando... hacia tierra de nadie.

Por algo me llamabas tú en medio de tus parrafadas: mosquita muerta. Ahora lo entiendo, bien que lo sabías tú. Una mosquita a la que no vas a dejar escapar, “...porque a mi no me valen tus embustes, me decías, cuando tú vas Candela, mira lo que digo, cuando tu vas yo ya he vuelto...”

Y volvías, vaya si volvías, siempre para leerme la cartilla, que eso también lo dices, que me la tienes que leer, que yo soy una ignorante, Paco. ¿O debo decir Francisco?, porque ahora así quieres que te conozcan, “que Paco no es de señores Candela”. Así dices. Mientras me llamas mil veces desde la oficina cambiando la voz, para ver como tomo los recados, si contesto que Paco no está, o no está Francisco. Y has escrito cien, quinientas, millones de veces sobre mi piel “Francisco, Francisco, Francisco...”. Y a fuerza de repetírmelo, a fuerza de sentirlo sobre mí, he aprendido a distinguir.

Aunque ahora que lo pienso, quizás lo he aprendido porque dentro de mi alma, aún hay ratos que me digo que Paco y Francisco no pueden ser la misma persona. Y es que nunca tuve tiempo de pensar tanto... El Paco con el que yo me casé no es así, ese extraño con el que ahora me acuesto y me levanto para volverme a acostar, ese extraño para el que cocino, para el que limpio la casa y con el que comparto el baño no es mi Paco, es otro, otro que no sé desde cuando tiene alquilado mi cuerpo y mi vida... Un alquiler que de vez en cuando cobro religiosamente, cobro en metálico y en especias. Pero siempre cobro, qué buen pagador has sido siempre.

Y aún no sé por qué. No sé cómo ni por qué hemos llegado hasta aquí. Como tampoco sé por qué salgo corriendo a por fideos finos, teniendo de tres clases distintas en casa. Como tampoco sé por qué de pronto mientras doy vueltas a esos fideos en la olla recuerdo que he soñado... Y no consigo recordar qué ha sido, sino que en un segundo me doy cuenta de que hasta esos sueños tenían color morado... Y eso escuece, eso duele más que todos los golpes, más que las quemaduras, eso duele dentro del alma. Muy dentro. Y me rindo.

Porque Paco lo que tú quieras pero tú en mis sueños no, mis sueños eran lo único que me quedaba...

Y sin sentir nada, sé que subí al máximo el fuego a sabiendas de que la sopa herviría, a sabiendas de cuánto te enfadaría Paco, a sabiendas de que esa sería la única forma de acabar con esta agonía de ir menguando poco a poco, siempre con el miedo de ir perdiendo todo, todo, la voluntad, la sombra y hasta los sueños.

Ya lo ves, anoche te despachaste bien Paco, pero yo también. Que lástima, se te acabó el entretenimiento marido, quizás yo ya no voy a poder jugar...

Pero una ultima cosa, sé bueno, anda, no corras más y solo contéstame a una cosa, ya sabes lo ignorante que soy...

Paco, dime ¿y cuándo uno se muere piensa?.


©Rocío Díaz Gómez








domingo, 4 de noviembre de 2012

"Se que me quieren porque me cuentan cuentos"

Lo publicaron en el Diario de León, como finalista de un premio de relatos, en junio de 2008.




“Sé que me quieren 
porque me cuentan cuentos”

Rocío Díaz Gómez


Mi Sole y yo hoy nos hemos sentado a inventar un cuento.

Estábamos las dos solas en casa. Silenciosas, aburridas, las dos mirando por la ventana. Llovía, llovía como si todas las nubes del mundo se hubieran puesto de acuerdo para deshacerse a la vez en una lluvia tormentosa y enfadada que se desplomaba en chaparrón sobre nuestro ánimo, empapuchándole como a papel mojado. Por eso le sugerí a mi Sole lo del cuento. Ella, al escucharme, me miró con los ojos brillantes pero enseguida ofreció una excusa para ni intentarlo: “Pero si yo no sé inventar cuentos...” dijo acabando fulminantemente con mi sugerencia.

Pero yo conozco a mi Sole, y sé que no es fácil sorprenderla, ni entretenerla, ni convencerla para que abandone su actitud taciturna y su talante solitario. Por eso necesito disfrazarme con un entusiasmo que yo misma siento muy lejano, pero que sé que para sobrevivir a aquella tarde las dos necesitábamos como al agua que no dejaba de caer y caer y caer...


"Venga, le dije, algo se nos ocurrirá...” “No, mejor nos quedamos aquí viendo llover...” A mi Sole no le gusta esforzarse, ni colaborar, ni implicarse en nada que no sea la mera contemplación y sus perifrásticas circunstancias. “Yo no sé inventar cuentos...” decía una y otra vez excusándose sin dejar de mirar la lluvia. Así que tuve que tirar de ella para separarla de la ventana, tuve que arrastrarla hasta la salita y desplegar ante ella tantas alternativas como una cola de pavo real.

“Ya, ya lo sé..., dije con paciencia mientras la empujaba a sentarse a mi lado, por eso... Podríamos hacer una guija e invitar a los hermanos Grinn... ¿Qué te parece?” “No, no -dijo mi Sole- que sus personajes eran malos, muy malos ¿O no te acuerdas de Barba azul o la madre de Blancanieves...?” “Bueno –contesté armándome de paciencia- pues hacemos una guija e invitamos a Andersen... En sus cuentos había buenos y menos buenos, nunca malos...” “No, no -dijo entonces mi Sole- Andersen era poco original, solo se inspiraba en relatos populares...” “Bueno -contraataqué yo- pues entonces invitaremos a Perrault...” “No, no -dijo también mi Sole- Perrault era demasiado moralin, como los Grinn...” y sin esperar respuesta se levantó y otra vez se fue a mirar como llovía. Porque seguía lloviendo, lloviendo con una lluvia cabezona, indiferente a mis esfuerzos, una lluvia ingrata que casi parecía reírse de mis frustrados intentos por arrastrar a mi Sole lejos de ella...

“Vale... –me rendí yo- nada de guijas. Pero entonces nosotras mismas nos inventaremos a nuestros personajes...” “Que cosas tienes... ¿Pero es que no ves que ya están todos inventados?” Me contestó ella sin mirarme justo antes de que sonara un trueno que puso el mejor punto final a su interrogación retórica y amenazó con aplastar por completo mi fingido entusiasmo. ¿Ya están todos inventados? Y sin hablar me acerqué otra vez a su lado y muy cerquita de ella yo también me quedé contemplando la lluvia... ¿Todos inventados? Parecía que la tormenta se iba alejando, aún sonaban truenos, aún algún que otro rayo parecía iluminar el cielo gris, pero lo hacían cada vez de forma más tenue, cada vez los truenos parecían escucharse más en la lejanía... Pero la lluvia, como si quisiera demostrar que estaba allí, no dejaba de caer, constante, copiosa, infatigable, aplastante, odiosa.

“Pues... si ya están todos inventados, inventaremos otros... o mejor los reinventaremos...” dije yo con terquedad ante esa lluvia odiosa, fingiendo renovados ánimos, plantándole cara a esa enemiga húmeda que se estaba llevando a mi Sole a su terreno pantanoso y melancólico. “Pero ¿Qué dices?...” contestó ella. “Lo que oyes -atajé yo-”. Y tirando de nuevo de ella me la volví a llevar conmigo hasta la salita, la volví a obligarse a que se sentara a mi lado y obligué a su atención a que se solidarizara con mi disfrazado buen humor.

Y decidí seguir marcándome faroles, al fin y al cabo, me dije, eso es inventar cuentos. Y aprovechándome de que mi Sole estaba desprevenida empecé a atacar: “Que te parecería..: ¿Un hada madrina sacándose un sobresueldo como majorette? ¿Una bella durmiente con insomnio...?¿Una maquina de la verdad llamada Pinocho? ¿Una princesa embarazada...? Mi Sole, no sé si apabullada o sorprendida por el bombardeo, apenas tenía tiempo de protestar... ¿Una blancanieves angoleña? ¿Una sirenita reivindicando un plus por humedad? ¿Un príncipe rosa...?...


De vez en cuando mi Sole amenazaba con levantarse para ir a mirar otra vez la lluvia que se empeña en seguir cayendo, insistente, pertinaz, incansable, tranquila y constante. Pero desde mi sillón yo seguía diciéndole: “Un soldado de plomo haciendo la prestación social, un patito feo con gripe aviar, el lobo de los cerditos aquejado de poca capacidad pulmonar, una cenicienta con el síndrome de Diógenes...

Y al final, hasta parecía que mi Sole me prestaba atención, parecía que por momentos olvidaba la lluvia. Jugamos al escondite con los personajes de siempre, al rescate con los que nos inventamos, al balón prisionero con los argumentos... Hasta que perdí de vista a mi Sole. “¿Sole? Sole que al escondite ya hemos jugado...”

Al principio me inquieté, pensé que de nuevo estaría mirando a esa lluvia ladina y sigilosa que espiaba nuestros cuentos. Pero cuando llegué a la ventana, allí no estaba. No estaban ni mi soledad ni la lluvia. Había dejado de llover y no me había dado ni cuenta. Solo quedaban titiritando algunas gotas colgando de las barandillas, balanceándose temblonas, a punto de caer, derrotadas ante un sol que comenzaba a reflejarse, a sacar brillos, a hacer muecas a un pavimento empapado.


Mi Sole, mi soledad se había ido... Y yo, quizás, y a pesar de ella y de la lluvia, hasta fui capaz de inventar un cuento, uno que no empezó nunca pero que puse a tender en estos folios.


©Rocío Díaz Gómez



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Las clases prácticas son individuales

Rocío Díaz Gómez

Este año veraneo en el salón de mi casa, chaval, chapando inglés con Miss Elizabeth. Acojonante. Lo flipas, tío. Eso sí que es coronar un ochomil chaval, y no eso tan cansado de subir las montañas esas mazo de altas. Que no estoy vacilando, que te lo estoy diciendo en serio. Mientras mi madre hace sudokus y mi padre lee sus manga yo pienso pasar el verano de okupa del salón de mi casa. De gracietas nada, que te lo estoy diciendo de verdad. Tú no tienes ni idea chaval de la demanda habitacional de mi casa. La demanda habitacional en esa casa, que es la mía, se concentra en el salón. Ahí está la minicadena, la televisión, ¡el aire acondicionado! chaval. ¿Y quién va a estar en el salón de mi casa todas las tardes de este verano? El menda, chaval. ¿Es o no acojonante? De friki nada. Yo paso de estar ahí en la piscina tirado como todos los años, horas y horas, pasando calor, o bañándome en esa piscina helada, hablando “de o con” las mismas tías de la Urba de todos los veranos, de todos los años, de toda nuestra vida. Un peñazo. Sí, sí, no me mires así.

¿Por qué con quién voy a estar yo todas las tardes? Ahí la has dado, chaval, ahí la has dado, con Miss Elizabeth. ¿Y quién es Miss Elizabeth? Efectivamente “la ticher”. Pero dilo con propiedad “la teacher”. Eso es. Con propiedad. O lo que es lo mismo un pedazo de pibón de teacher, con su culamen, su canalillo... y lo que no es el canalillo. A eso le llamo yo una experiencia globalizante y no a eso que llaman por ahí... Déjate de las tías de la piscina, que no hay color... La “ticher” este verano va a ser mi autoprotección antisolar chaval. Sí, sí, blanco que me voy a quedar... De blanco nada, morado es lo que me voy a poner. Ya me lo dirás cuando te la presente. Porque una cosa te voy a decir, ella y yo vamos a empatizar a la primera, ya lo verás. Porque voy a desbordar espontaneidad y ganas de saber por todos los poros de este cuerpo masculinizante cien por cien...

¿Te imaginas? Yo ahí cada tarde, en gayumbos, porque tú me dirás con este calor... y ahí mismo, estirando el brazo nada más, el canalillo de la “ticher”... Qué fuerte. Qué fuerte. Eso es incentivación y lo demás tontería. Va a ser una experiencia intergeneracional alucinante. Estoy deseando empezar la semana que viene. Pero deseando.

Porque no te creas que ha sido fácil conseguir esto ¿eh? Que no ha sido nada fácil. Que conseguir que me pusieran en las notas que mi ingles es incapacitante para irme becado a Irlanda, cómo quería mi madre, me ha costado lo mío, chaval. Incapacitante para mi inculturación Irlandesa. Echalé, eso pusieron en las notas. Vamos que me defiendo con el espanglish, pero poco más. A mi madre casi le da algo. Ella que es irlandesa por vía paterna, que a su hijo le pongan eso, el peor insulto del mundo, chaval. ¡Pues claro que yo sé inglés, de sobra para haber sacado nota y todo! Bien lo sabe mi madre. Pero tío tú no has oído hablar últimamente a todo el mundo de la palabra “riesgo”: Riesgo de mercado, de crédito, de interés... Tío, pues aquí también había un riesgo, el riesgo de la ticher. Mazo de importante.

Yo valoré los pros y los contras, y me dije: Tienes que catear. Y menudo paradón le dí al ingles, de cabeza. A ver chaval, piensa un poco, que veo que te has perdido. Tú sabes como es la ticher ¿no? Apúntate tres buenas razones: Culamen, canalillo, experiencia globalizante, que digo globalizante, me atrevo a decir que solo con pensarlo es orgásmica la experiencia. ¿O no? Bueno, pues cuatro buenas razones. Y yo ahí en gayumbos a la distancia de un brazo de ese cuerpazo. Ahí. A la hora de la siesta. Tarde tras tarde. Día tras día. Tú me dirás, yo visualizaba eso en mi mente una y otra vez, y chaval ¿Que me decía? Efectivamente: Tienes que catear. Muy bien, eso me decía.

Porque a ver piensa: Irlanda no se va a mover de su sitio, pero ¿la ticher? ¿Quién me aseguraba a mi que la ticher no se moviera? ¿Quién te dice a ti que al año que viene a la ticher el Instituto, con los recortes que hay, vaya y no la contrate? ¿Quién te dice que entonces no se vuelva a su London antes de darnos clase el curso que viene? ¿Eh chavalín? ¿Quién te lo asegura? ¿Era una ticher de riesgo o no lo era? Ese era mi argumentario, como dicen los políticos.

Pero... Ahí me tienes. ¿Quién va a tutorizar mi inglés este verano? ¿Quién va a pasarse día tras día en el salón las horas muertas en gayumbos con ella? ¿Qué? ¿Sigues pensando que soy friki? Sí, sí, llámalo “x”, que yo lo llamo reorientación de mi spanglish.

Ya te pasaré la teoría con el usb, si quieres... Vamos, cómo tú lo veas. Porque claro las clases prácticas, chaval, son individuales. Las prácticas y las no prácticas, que cuando oyó mi madre lo que cobraba por hora la ticher... Eso sí que fue flipar. El “euroescepticismo” que llaman, chaval. Pero bueno esa ya es otra cuestión que tendrán que resolver los mayores ¿no? Que tu y yo, hoy por hoy, aún somos menores de edad. Nosotros, a lo nuestro: la ticher.

©Rocío Díaz Gómez




Su propia penitencia

El relato se titula "Su propia penitencia" y recibió el 2º Premio en el VIII Premio de Relatos María Giralt del Ayuntamiento de Valdemorillo (Madrid) en el año 2008.




Su propia penitencia


Rocío Díaz Gómez

 
Cuando Dios creó todas las cosas, dijo: Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza. Tomó un poco de barro e hizo una hermosa estatua. Pero era algo muerto, sin vida: tenía ojos pero no veía; oídos pero no oía; boca pero no hablaba; manos y pies pero no caminaba (Gen 1: 26-27; 2:7-23). Entonces el SEÑOR sopló el espíritu de vida en el rostro de esa estatua, es decir, creó el alma y la introdujo en ella la cual se convirtió en un hombre vivo. Es el primer hombre, a quien Dios le puso el nombre de Adán, que significa: "hecho de la tierra".



Decía mi padre que mi madre no había nacido del barro sino del cristal. Y como a alguien frágil, muy frágil nos enseñó a que la cuidáramos. Sin embargo con el tiempo y los años, me di cuenta de que mi madre era más de barro que cualquiera de nosotros. 
Desde que recuerdo mi madre nunca me abrazó. Cada día acercaba las palmas de sus manos calientes y suaves a mi cara y diciendo en voz baja mi nombre iba palpando toda mi piel, mis carrillos y mis ojos, la línea de mis cejas, el puente de mi nariz, el contorno de mis labios y mi pelo. Esos eran sus buenos días y sus buenas noches. Y del mismo modo iba acariciando después a cada uno mis hermanos. Del mismo modo les daba los buenos días y las buenas noches.
Así, con ese pequeño gesto, con el que acariciaba nuestra piel, y contabilizaba pecas y granos, iba sintiendo dentro de ella como crecíamos.
Porque mi madre no nos podía ver. Eso aprendíamos desde pequeños. Como una sombra se acercaba hasta nosotros cuando sentía que íbamos despertando, detrás de las gafas negras que ocultaban sus ojos y detrás de la chica que nos cuidaba y nos ayudaba a levantarnos y asearnos para ir al colegio. Silenciosa en sus palabras y lenta en sus movimientos, como si temiera que al moverse al mundo le pudiera salir en cualquier momento una mínima grieta por la que pudiéramos deslizarnos. Claro que de eso me dí cuenta más tarde. 
Entonces, solo sabía que ella estaba allí. Siempre estaba allí. Muy cerca. Muy silenciosa. Casi invisible. Siempre allí, pero sin abrazarnos jamás.
Lo que nunca se ha tenido no se debería echar de menos.
Nunca hablábamos entre nosotros de que nuestra madre era distinta a las demás. Esas madres que llevaban a sus hijos a la escuela y les daban un beso y les abrazaban antes de entrar en clase. Esas mismas madres que les esperaban a la salida y volvían a mostrarse contentas de verlos y les volvían a besar y a abrazar.
Nuestra madre nunca nos llevaba ni nos esperaba. Siempre se quedaba en casa. Detrás de sus gafas negras. A nosotros nos llevaba al colegio la chica que nos cuidaba, ella suplía besos y abrazos. Y de vez en cuando, siempre que sus ocupaciones se lo permitían, también lo hacía nuestro padre. Un padre que también nos daba un beso y nos abrazaba antes de que entráramos en el colegio. Como los demás. Como las otras madres.
Durante mucho tiempo no quise ni tan siquiera reconocérmelo a mí misma. No sabía que me pasaba, pero yo notaba que nacía cierta inquietud dentro de mí. Una corriente subterránea muy pequeña, invisible, pero cierta, latía en mí. Un malestar difuso, un escalofrío leve, algo que me incomodaba cuando estaba cerca mi madre. Al principio yo misma pensé que era la pubertad, esos cambios que empezaba a notar en mi cuerpo quizás se traducían en ese revuelo interno, ese desasosiego, esa inquietud molesta. Pero pronto me di cuenta de que si mi madre desaparecía de la estancia en la que estábamos, ese malestar se diluía poco a poco y mi alma se tranquilizaba e incluso, parecía animarse.
No nos faltaba de nada. Teníamos todo cuánto queríamos. Caprichos, regalos, sorpresas. La alegría contagiosa de mi padre y sus abrazos y sus besos. Los cuidados maternales de la chica que nos cuidaba, y sus abrazos y sus besos, ese cariño espontáneo que excedía la atención que le pagaban nuestros padres cada mes. Todo cuánto podríamos necesitar y desear. Y además de tener todo eso, teníamos la atenta, callada y lejana pero a la vez cercana presencia de mi madre. Quizás como un hada de cuento, una sombra benefactora.
Visto así, nuestro mundo parecía perfecto. Lo malo es que a mí esa sombra no me parecía benefactora, me parecía solo eso, una sombra. Y casi al mismo tiempo que me di cuenta de que no aceptaba esa actitud de mi madre, también supe que a mis hermanos parecía no afectarles.
El desconsuelo se iba apropiando de mi interior. Yo quería una madre como la de los demás. Una madre con brazos y boca, una madre con un cuerpo que estrechar al nuestro ¿Por qué no lo hacía?
No, lo que nunca se ha tenido no se debería echar de menos. Pero si ocurre eso, si lo empiezas a extrañar, paradójicamente duele más, duele infinitamente más que si alguna vez lo has tenido. Porque duele el vacío, y el vacío es tan vasto, tan inabarcable, que el dolor no encuentra pared donde chocar y terminar, sino que como el agua encuentra siempre un camino por el que seguir empapándote de desconsuelo.
Y se intercambiaron los papeles. Y yo me volví la sombra de mi madre. La observaba en silencio. La seguía. Sin decírselo a nadie, sin confiar en nadie, casi la vigilaba. Y atenta a sus movimientos la descubrí.
Todavía yo cabía en el hueco de su armario. Y desde ese escondite seguro en el que me refugié una calurosa tarde de domingo, con demasiadas personas en casa como para que nadie notara mi ausencia, vi cómo dejaba las gafas negras encima de su mesilla y se movía por la habitación como la persona vidente que en realidad era.
Veía. Mi madre veía. No lo podía creer. Sus gafas negras no eran más que una barrera que interponía entre ella y nosotros. Eso pensé. Y no entendí nada. ¿Por qué? ¿Por qué alguien que no está ciego se empeña en parecerlo? ¿Por qué quiere hacer creer a todos cuántos le rodean que lo es? ¿Por qué? Pero la curiosidad que sentía se veía aplastada por la sensación creciente de estafa. Y tan enfadada estaba de descubrir el engaño que a punto estuve de salir y descubrirme a mí misma. Y lo hubiera hecho, lo hubiera hecho en ese segundo si no llega a entrar mi padre. Y entonces ya mi sorpresa fue mayúscula porque mi padre lo sabía, sabía perfectamente que mi madre no era ciega, estaba también confabulado en el engaño.
Y me sentí doblemente burlada. Y desorientada. Desconsolada. Y durante la media hora que estuvieron mis padres en la habitación me paralicé. No quería oír más, no quería ver más, cerré del todo la puerta del armario y allí permanecí, ahogándome en preguntas, sumergiéndome en la mayor de las desilusiones, hasta que escuché de nuevo la puerta de la habitación y presté atención para comprobar que habían salido. Detrás salí yo.
Los días siguientes me mostré silenciosa, casi hosca. Pero todos parecieron achacarlo a mi edad. Y no le dieron más importancia. Sin embargo dentro de mí hervía el enfado con las preguntas, bullían en la sensación de engaño. Era una mezcla peligrosa. No entendía nada, no sabía que hacer. Pero no soportaba la presencia callada de mi madre, “Lo sé, lo sé, lo sé” le hubiera gritado. Pero algo me impedía hacerlo, aunque al mismo tiempo me esforzaba por ponerle todos los obstáculos del mundo en su camino. Obstáculos que de no haber visto de veras, hubieran sido motivo seguro de choque o tropiezo. Quería que todos se dieran cuenta del engaño. “¡No está ciega! ¿No lo veis, es que no lo veis?” Y cuánto menos parecían ver ellos, en situaciones más peliagudas la situaba yo. Pero mis hermanos estaban aún más ciegos que ella. Y la chica que me cuidaba me sermoneaba, acusándome de estar en las nubes, de volverme despistada, desconsiderada “¿No ves que tu madre se va a caer?” Y yo me sorprendía de que tampoco ella se diera cuenta de nada. ¿Por qué nadie se da cuenta? Pero es que yo tampoco me la había dado, había necesitado verlo con mis propios ojos para creerlo…
Y lo pensé, pensé que tenía que demostrárselo. Y lo hubiera hecho, claro que lo hubiera hecho si no fuera porque mi padre una noche entró en mi habitación y después de darme el beso de buenas noches me dijo: “Sé lo que estás intentado hacer…” Él se había dado cuenta, él sí se había dado cuenta… “Nos engañáis” fue lo único que contesté yo.
 Mi padre movió la cabeza varias veces, dudando si debía hablar o no. Quiso también hacerme una caricia, pero yo no le dejé. “Tu madre no nació del barro ¿sabes? Nació del cristal, delicada, frágil, eso es lo que ocurre”. Yo seguía sin entender nada. Y le miré dibujando todo el escepticismo del mundo en mis ojos. “Es verdad, sí, os engañamos –admitió por fin él con un suspiro- pero me gustaría que nos perdonaras. Porque no está bien. Aunque si te soy sincero también te digo que si tu madre me lo volviera a pedir, lo volvería hacer. Así sería. Quizás soy un cobarde, pero yo no me quería quedar sin ella. No podía. Es difícil de explicar, pero hay razones, si me dejaras que te contara... Aunque quizás no lo entiendas hasta que tú seas madre, o quizás ni entonces… No lo sé. Pero por favor no se lo digas a tus hermanos. Ellos no necesitan la verdad. Les sobra. Son felices así. Tú no. Ya lo sé. Por eso te lo pido por favor. Tienes todo el derecho a estar enfadada…”
-  Pero... ¿Por qué...? Insistí yo viendo que se iba por las ramas...
-  Por eso, porque tu madre no nació del barro, nació del cristal, delicada, frágil y cuando tú naciste salió a la luz toda su vulnerabilidad”
- ¿Cuándo yo nací?
- Sí, cuando naciste. Eras un bebé regordete, sonrosado, ¿sabes? siempre sonriente. De esos, me dijo, a los que hasta morderías de tanta ternura como inspiran. Si además ese bebé es tu hijo, no te puedes ni imaginar que se siente por dentro... No se puede explicar... Es como si el corazón se te quedara en carne viva, todo te parece poco para alguien tan dulce, tan poquita cosa, tan vulnerable y tan tuyo. Tu madre estaba tan feliz contigo...
- ¿Conmigo…?
- Por supuesto que contigo, y además le encantaba tenerte en brazos. Abrazarte, apretujarte...
- Ya…
- Sí, no me mires así... Me gustaría que la hubieras visto... Necesitaba tenerte siempre en brazos, achucharte... De verdad. Créeme. Y fue la mala suerte la que estropeó todo. La jodida mala suerte… Un día cuando estaba contigo acunándote para que te durmieras, te costaba mucho siempre coger el sueño, te apretó contra ella, para hacerte una caricia, y te apretó tan fuerte que no se dio cuenta de que uno de tus bracitos quedó en mala posición. Fue todo en un segundo, un segundo horrible. Claro te hizo daño y chillaste, chillaste muy fuerte. Ella asustada, intranquila, no se daba cuenta de que era por tu brazo así que más te apretaba pensando que no podías dormirte, acunándote, cantándote, moviéndote, meciéndote una y otra vez, pero no lograba acallarte porque seguía sin ver tu brazo doblado, por más te quería acunar y apretar, seguías llorando… No sabes lo que es que eso… La angustia que te entra… Quiso recolocarte y fue entonces cuando vio por fin tu brazo en una posición que no era normal y angustiada, al ir a ponértelo bien, no sé aún que pasó, no me lo puedo explicar, pero al ir a recolocarte, su propio codo se dio contra la pared y bueno... del dolor, al apartarse, lo hizo demasiado deprisa y... no sé... el caso es que te dejó caer...
Fue un accidente, un horrible accidente, pasaste días y días en cuidados intensivos... daba una penita verte, tan pequeña... Y aunque los médicos enseguida dijeron que no te pasaría nada que era cuestión de tiempo, que tus huesos estaban aún tan blandos que soldarían rápidamente, tu madre no podía con ello... estaba destrozada... todo su afán era decir que no lo había visto, que no había visto tu brazo, que no lo había visto...
No volvió a abrazarte jamás. No volvió a abrazaros a ninguno. Dio igual lo que dijimos todos, los médicos, el psicólogo, la familia... yo. El miedo a volver a haceros daño pudo con ella. Ha podido con ella todo este tiempo.
-    Pero solo fue un accidente... acerté finalmente a decir yo.
-         Sí, dijo mi padre, pero ella se sentía tan culpable que se impuso su propia penitencia...
Han pasado muchos años desde aquella confesión de mi padre. Me costó mucho asimilar todo lo que me había contado. Me costó mucho aceptar que mi madre no cambiaría nunca. Que era superior el dolor a su amor por nosotros. Pero no fue hasta que nacieron mis hijos cuando conseguí perdonarla.
En cuanto empezaron a andar he enseñado a cada uno de mis niños que corran a abrazar a su abuela. Aunque ella sea incapaz de devolverles el abrazo no quiero que ninguno de ellos prescinda de él. Les he enseñado a que ella alcance a sentir sus pequeños brazos alrededor de sus rodillas, de sus muslos, de su cintura, estrujándola. Y cada vez que lo hacen siento que lo estoy haciendo yo. Siento que nos abrazamos nosotras. Y quiero creer que ella también lo siente. Que sus gafas negras dejan de ser una barrera.
Mi madre no nació del barro, nació del cristal, delicada, frágil. Eso dijo mi padre aquel lejano día. Pero yo, creo que no, creo que mi madre no se perdonó jamás porque ella era tan de barro o más que cualquiera de nosotros. Ella era del barro más poroso, más humano que existe.
 
©Rocío Díaz Gómez



http://www.rociodiazgomez.blogspot.com.es/2012/05/su-propia-penitencia-un-relato-de-rocio.html




Y ¿yo?

El Ayuntamiento de Santurtzi (Vizcaya) ha publicado el fallo del XIII Concurso de Relatos Cortos 'Relatos de Mujer', cuyos premios se entregaron en la tarde de ayer miércoles 23 de mayo. 
Accésit
Obra: ‘Y ¿yo?’
Rocío Díaz Gómez


http://www.rociodiazgomez.blogspot.com.es/2012/05/un-accesit-para-mi-relato-y-yo.html


Y ¿yo?

Rocío Díaz Gómez


Resumí el inventario de mis quejas en una sola frase: ¿Y yo…? Y mis manos, obedientes, diligentes, sordas, comenzaron a hacer la maleta ante la mirada espantada de los míos que me habían seguido hasta la habitación como un amaestrado séquito.


- Debe ser ya la demencia senil... -opinó mi nuera a su marido, mi hijo, en voz tan baja que la oímos todos.

- Leonor... -contestó mi hija masticando las seis letras del nombre de su cuñada- no te equivoques, es mi madre, no la tuya...


Ante la mirada asesina de mi nuera terció mi hijo conciliador:

- Venga chicas... chicas… (aunque las dos estaban más cerca de los cincuenta que de cualquier otra cifra) estamos todos muy nerviosos...

- Sí -contestó mi marido con voz de cordero degollado- todos muy nerviosos... todos menos ella que ahí la tenéis tan feliz, tan tranquila o ¿no la veis? Ahí ¡haciendo las maletas!...

- Padre -dijo mi hija- tú tranquilo, tranquilo, el corazón…

Ganas me dieron de protestar cuando oí aquello “...tú tranquilo, tranquilo…”. Fue como si de pronto despertara una fiera enjaulada dentro de mi cuerpo y me arañara pugnando por salir. Pero me tragué las ganas siguiendo la máxima que había querido enseñar a mis hijos: “En las discusiones cuanto menos se hable mejor”, máxima que yo misma acababa de incumplir, hacía unos momentos, perdiendo toda la razón. Ganas me dieron de protestar, claro que me dieron, pero conseguí callarme, no sé todavía cómo, pero lo hice, aunque no pude evitar que la “G” se me quedara clavada entre la garganta y el alma misma.

Porque ese había sido uno de los errores, el mayor de todos, dejar tranquilo a mi marido. No cargar sobre él ningún problema, ninguno. Su frágil salud, su mala salud de hierro, reflejada en un corazón que de pronto podía revolucionarse y empezar con sus amenazadoras taquicardias, le había parapetado, le había eximido de todas las preocupaciones. Y él, mi bendito esposo, mi querido, querido esposo, se había dejado salvar, se había dejado arropar y cuidar, encantado de la vida. Y así habían ido pasando los años. Muchos años. A él eximiéndole de las preocupaciones y a mí haciéndome fuerte aplastada por ellas, por los malos ratos, los problemas, los recibos, las quejas de unos y otros. Sobre mí descargaba todo lo que concernía a mi familia. Aunque tenía que reconocer que parte de la culpa era mía y solo mía. Porque la verdad es que yo quería a mi marido, le quería con su encanto de caradura, y su increíble facilidad para quitarse de encima las tareas tediosas de la vida. Le quería y así me había acostumbrado a vivir, cuidando de él y de nuestros hijos mientras asumía todas las responsabilidades.


“Mercedes ¿y aún no están planchados estos pantalones?, Mercedes ¿y el depósito que vencía este mes ya lo has renovado?, Mercedes ¿Llamaste al fontanero?, Mercedes ¿Y la ensalada? Mercedes ¿Cuando me tocaba la revisión? Mercedes ¿¡Cómo has dejado que se quemara así el pollo!? Mercedes, Mercedes... Mercedes.


- ¿Qué coño pasa... ahora? tanto Mercedes, tanto Mercedes... -exploté finalmente aquel día con un taco que jamás yo había dicho y una voz que ni yo misma reconocía como propia y que había salido de algún lugar recóndito de mis tripas que no sabía ni donde estaba...- Mercedes para arriba, Mercedes para abajo, para un lado y para el otro… Siempre con el Mercedes en la boca, que aún no entiendo como un nombre tan largo no se te ha atragantado alguna vez! -Continué gritando, mientras salía de la cocina, con los ojos inyectados en furia caníbal y marital contra mi santo esposo, esgrimiendo la paleta en la mano, queriéndome comer enterito a mi marido desde su bendita calva hasta sus diminutos pies- ¿Qué pasa? Dime maridito, dije con un “ito” que casi vomité, dime ¿Qué pasa a-ho-ra? -seguí gritándole ya de pie a su lado.



Mi marido no tuvo agallas ni para cerrar la boca, llena de trozos de ese pollo que según él estaba tan quemado pero del que estaba dando buena cuenta. Mi nuera, tan religiosa como siempre, aunque estoy segura de que llevaba sin pisar una iglesia desde que hizo la primera comunión, solo enunció a modo de sorpresa:

- Jesús, María y José…

Y mirándola despacio no pude evitar decir con voz irónica:

 - Ah… ¿Pero tú sabes quién son esos? ¿Te suenan?

Sí, yo se lo dije, yo que jamás le había dicho a mi nuera ni media palabra que pudiera soliviantarla.

Y ni mi hijo ni mi hija, estupefactos, ni el último novio de mi hija, divertidísimo con la improvisada representación, sentados también a la mesa, acertaron a que saliera ni una sola palabra, ni un solo ruido, de su boca completamente abierta también.

- Tanto Mercedes, tanto Mercedes, pidiendo, pidiendo y pidiendo toda la santa vida… -continuaba yo con el agrio discurso, paleta en ristre, apuntando a la lámpara, como a punto de dar el golpe certero con ella- Que me tienes harta y más que harta. Que no sabes mover ni un dedo sin mí, ni un dedo, que todavía hasta me pregunto cómo fuiste capaz de dejarme embarazada de éstos dos, fíjate lo que te digo, que hasta me lo pregunto… Porque decir que eres de la ley del mínimo esfuerzo es decir mucho ¿Qué digo mucho? Muchísimo... Que tú con pedírmelo a mí, lo que sea, con pedírmelo a mí lo tienes todo solucionado… Porque no me podías decir: “Mercedes, quédate embarazada…” que si no… vaya si me lo habrías dicho…-Y así proseguí y proseguí con mi perorata hasta que finalmente resumí todas las quejas, infinitas, interminables, desgarradoras, en una sola frase que empezaba por y griega, una frase más breve, mucho más breve que todo el discurso anterior, más breve y contundente que todo discurso posible y que les dirigí a todos, pero sobre todo a mi marido- ¿Y yo...? ¿Yo qué?.

Y él, encogido, casi debajo de mi barbilla, temiendo que de un momento a otro la paleta bajara hasta su despejada cabeza descargando sobre ella la justicia doméstica que se merecía, tragándose de una sola vez lo que tenía en la boca, tras unos segundos eternos, me contestó: “Mercedes, si yo solo quería sal…”

Y aún no sé por qué lo hice. Pero fui deprisa a la cocina y cogí el paquete de sal gorda que estaba recién empezado. Porque podía haber cogido el pequeño salero de mesa, o el paquete de sal fina, pero no, cogí el de sal gorda con el que cocinaba las doradas a la espalda que a mi marido le gustaban tanto, y con mucha, mucha tranquilidad volví a la mesa donde aún todos esperaban el segundo plato, y por encima de mi marido, con mucha parsimonia pero de forma segura, volqué, como si de las cataratas del Niágara se tratara, todo el paquete de sal, enterito, todo, hasta que le di fin, sobre él.

Y vi, claro que vi, como se iba tiñendo la calva de mi marido de color rojo intenso, muy intenso, rojo púrpura, pero no porque yo le dejara caer la sal de forma brusca, que no, que con más suavidad no lo pude hacer, teniendo en cuenta el estado de nervios en que me hallaba… Es que mi marido siempre ha tenido esa parte de su anatomía muy sensible, lo sabré yo, que a cada rayito de sol que asomaba en la lejanía, invariablemente la frase siguiente que escuchaban mis oídos era: “¿Mercedes trajiste mi gorra?” porque enseguida se quemaba.

Fue todo tan imprevisto, tan rápido, que mis hijos, con las pupilas dilatadas de la impresión, al ver como vaciaba el paquete de sal, se levantaron de golpe de sus sillas y exclamaron al unísono:

- ¿Pero mamá qué haces?

Y yo, sin perder la compostura y sin alzar la voz, sin dejar de echar sobre la cabeza de mi marido hasta el último grano de sal contesté:

- ¿Pues qué voy a hacer hijos? ¿No habéis oído a vuestro padre? Quería sal…

Y con las mismas, dejé el paquete transparente y vacío de sal sobre la mesa y dándome media vuelta me encaminé hasta mi habitación. A mi espalda escuché cómo los demás también se movían, como corrían a auxiliar a mi santo esposo, que tenía la cabeza carmesí, pero nada más, y cómo sus voces luchaban por hacerse oír, sin acabar de ponerse de acuerdo en que me había podido dar a la cabeza...

De un tirón, maldita artritis, saqué de lo más alto de mi armario una de las maletas y la abrí sobre nuestra cama de matrimonio de 1,20. Cama de matrimonio muy bien avenido. Y poco a poco mis manos, obedientes, diligentes, sordas a los comentarios que cada vez escuchaba más cercanos, comenzaron a llenar la maleta ante la mirada espantada de los míos que me habían seguido hasta la habitación, como un amaestrado séquito, y ya estaban apostados en el quicio de la puerta.

Mientras, yo sacaba mudas y medias, camisas y faldas, y las disponía bien colocadas, muy bien colocadas dentro de la maleta.

- Debe ser ya la demencia senil...

- Leonor... no te equivoques, es mi madre, no la tuya...

- Venga chicas… Venga chicas... chicas… (aunque las dos estaban más cerca de los cincuenta que de cualquier otra cifra) estamos todos muy nerviosos...

- Sí -contestó mi marido con voz de cordero degollado- todos muy nerviosos... todos menos ella que ahí la tenéis tan feliz, tan tranquila, ahí la tenéis ¿no la veis? ¡haciendo las maletas!...

- Padre tú tranquilo, tranquilo, el corazón…

Ganas me dieron de protestar cuando oí aquello “...tú tranquilo, tranquilo… el corazón”. Pero me mordí las ganas con fuerza siguiendo la máxima que había enseñado a mis hijos, y seguí preparando la maleta, intentando hacerlo de la forma más tranquila y silenciosa posible, pero persistiendo tenaz en mi acción.

¿Y yo? ¿Y yo qué? ¿Y mi corazón? Porque mi pobre corazón no sufría taquicardias, no, era sano, fuerte, todo lo fuerte que puede ser un corazón de una mujer de setenta y tantos, pero se me estaba oxidando, se me oxidaba a fuerza de ser el gran olvidado de mi casa.

Cuando consideré que ya tenía las suficientes prendas guardadas en mi maleta la cerré. De otro tirón, maldita artritis, la bajé de la cama de matrimonio bien avenido, y ante la mirada atónita de los míos te pregunté a ti, que junto a ellos, asistías a esta improvisada deserción si podías acercarme al centro.

En menudo embolao te metí ¿verdad? Vienes a comer a casa de los padres de tu pareja, porque ahora se dice así ¿no? Y esta especie de suegra que tienes, siempre tan comedida, tan correcta, de pronto se suelta las canas y abandona el hogar conyugal de toda su vida y además te pregunta que si la acompañas. En un segundo pasaste de espectador de excepción a cómplice de la huida.

¡Que escena…! Tenías que haberte visto, sin saber si decirme que sí, mirando a mi hija, mirando a mi marido, mirando a los demás, y otra vez de nuevo mirándome a mí… Perdóname, no podía echarme atrás. Tanto si me hubieras llevado como si no, yo tenía muy decidido lo que iba a hacer. Fuiste muy caballeroso acercándome a… ninguna parte.

Espero que mi hija te perdone. Compréndela también a ella. Está entre su padre, al que considera humillado, y al que adora, y tú. Dale tiempo. Ya, ya sé que no te arrepientes. Y si lo hicieras también sé que a mí no me lo confesarías…

Pero no le digas a mi hija que hemos hablado esta tarde ¿vale? Es que yo necesito que estén un tiempo solos. Todos: mi hijo, mi hija y mi marido. Necesito que se den cuenta de que yo estaba y ahora no estoy. No sé cuánto tiempo necesitarán para hacerlo, pero yo esperaré el que sea oportuno. Entre tú y yo, y conociendo a mi marido, si quieres apostamos: Le doy una semana, no más. Siete días y hundido. Te lo digo yo.

Y volveré, claro que volveré, soy muy mayor para empezar en otro sitio. Además y que coño, ay que ver lo que me estoy aficionando últimamente a los tacos, que le quiero, claro que le quiero.

Pero me voy a tomar mi tiempo ¿sabes? me lo he ganado. Y pienso seguir montando el tenderete a la puerta de nuestro portal todas las tardes hasta que llegue ese día o hasta que, todo puede pasar, llamen a la unidad de salud mental y me encierren en algún sitio. Reconozco que no parece muy normal que una señora tan distinguida como yo, con el pelo llenito de canas y este porte de abuela, todas las tardes se líe a dar voces a todo el que pasa gritando que se venden paquetes de sal gorda, para maridos egoístas y pedigüeños que no se pueden levantar ni a por el salero.

Porque, qué coño, y ya van tres, si mi santo esposo quería sal, para salero el mío. A ver cuánto tiempo tardo en escuchar: “Mercedes, tráeme la sal…”.


Rocío Díaz Gómez




Planchando lágrimas. Relato de Rocío Díaz

Con el relato titulado "Planchando lágrimas" gané un 8 de marzo del 2007 el primer premio del III Certamen de Relatos Breves "Nosotras contamos" organizado por el Ayuntamiento de Zamora.



Planchando lágrimas



Hay dos clases de lágrimas:
las que derramamos por los que nos abandonan
y las que derramamos por los que no dejamos marchar.
Anónimo


Mi querida Elena Francis,

Desde que mi Pedro me dejó, no sabes qué bien, que requetebién se me queda la ropa cuando plancho. No puedo por menos que escribirte para decírtelo y sobre todo para que leas mi carta en tu maravilloso programa, son tantísimas cosas y tan interesantes sobre la vida las que aprendemos las unas de las otras en él... Perdona el atrevimiento de ésta oyente fiel, pero incluso he pensado cómo podrías anunciarlo ese día en antena, cómo sobre esa musiquita familiar y entrañable podrías decir algo así: “No hay nada en el mundo mejor que el que tu novio te deje, creedme amigas y daros tiempo, no os reportará más que ventajas.”

¿Qué te parece...? ¿Esta bien no...?


Porque mi querida Elena, te plantan y para empezar, la ropa planchada te queda de fábula... Que a mi, antes, por mas horas que estaba ahí de pie derecho, dale que te dale a la plancha, se me quedaba siempre de penita, cogía una camisa y cuando la planchaba del derecho se me arrugaba del revés, cuando planchaba las mangas se me arrugaba la pechera, cuando iba a la pechera otra vez la espalda arrugada, y así una y otra vez, hasta que se la veía puesta a mi Pedro, y no podía por menos que decirme por dentro “...Espero que con el calorcillo del cuerpo se le estire un poco porque ¡ay! el pobre lo fachoso que va...” Y casi sin mirarle, medio de reojo, le decía: “Venga, venga a trabajar que llegas tarde...” Porque, no te voy a engañar Elena Francis, vergüenza me daba hasta mirarle bien de frente.

Pero querida ahora que Pedro ya no está conmigo, da gusto con la plancha. Ni agua, ni almidón, ni nada: lágrimas de desamor. Abandonadas de España, creedme, mano de santo. Lágrimas de desamor, que no lágrimas de jabalón, que empieza y termina igual pero no es lo mismo... Aunque, y ahora que estamos en confianza, las de jabalón, no es por nada pero también ayudan lo suyo y mucho. Una copita de ese moscatel tan dulce, tan fresquito para aperitivo a media mañana y otra del tiempo con una rosquillita de anís para merendar a media tarde y ¡gloria bendita!... Esas dos copitas te entonan, te espabilan el alma y te dan una alegría al cuerpo que pa qué las prisas... vamos de ¡rechupetearte los dedos!.


Perdóname Elena, que me emociono con estas cosas y se me va el hilo, ya, ya sé que no estábamos hablando de las de jabalón si no de las de desamor... porque no todas las lágrimas son iguales, desde luego.

Las de desamor son mucho más numerosas, más escandalosas, sale una y salen detrás un millón a ver que pasa que hay tanto jaleo fuera... Hija, te plantan y es como si se abriera un grifo en tu interior y a chorros que terminas llorando por las esquinas, que parece mentira lo que una puede llorar, además son más saladas que las lágrimas de alegría que son mucho mas dulcecitas y empalagosas, y desde luego mucho mas brillantes que ningunas otras, de ahí que el resto del mundo se vuelva gris y desvaído desde ese momento, porque todo el color y el brillo que tenía se lo llevan las lágrimas, hija, que parece mentira lo que arrastran, que poderío, ojalá arrastrara tanto y tan a conciencia el limpia cristales que venden en el súper... Pero en fin, que desde luego no tienen más que ventajas.

Pero no hago más que desviarme de lo importante, el planchado, porque mi querida Elena que sean tantas y tan saladas tus lágrimas, hace que ya no necesites humedecer la ropa, sobre todo si es cien por cien algodón como era mi Pedro, ni echarle almidón que yo por más mimitos que le di a mi Pedro ya ves que me dio lo mismo, ni que le eches cualquier producto de esos que venden y cuestan un riñón, con la sal es bastante, nada de nada es igual que echarles tus lágrimas de desamor.


Tu coges la plancha, te imaginas que es tu Pedro o tu Juan o tu lo que sea, y oye empiezas a descargar y a descargar mirando a la ruedita del termostato como si le miraras a los ojos y sin darte ni cuenta notarás como empiezan a caer lágrimas sobre la ropa limpia, venga a caer lágrimas y tu erre que erre diciéndole cosas, mirando a la ruedita, apretando el botón del vapor como si le apretaras una y otra vez la nuez y pasando la plancha por encima de la prenda como si le pasaras una apisonadora, erre que erre, dejando que la humedad y la sal y la plancha te vuelvan tan tiesecita, tan tiesecita la ropa limpia, como tu alma, hasta quedar sin una sola arruga, ni de pena ni de nada. Un primor de sabanas que te quedan... Un primor... Todos esos bordados de tu ajuar que tanto te había costado alisar en tu vida de pareja, pues oye en esta nueva vida mucho mejor, te lo digo yo.

Y por supuesto Elena, querida, lo más importante, qué desahogo más grande para el dolor de tu alma... qué sueltita te quedas, qué liviana y qué bien después de una terapia de plancha.

Eso sin hablar del sobresueldo... Porque oye tu le comentas a tu vecina del segundo lo bien que te queda la ropa, y se la enseñas claro, porque hay que desengañarse con su propio ojo, como pasa con los hombres, que si no Elena no vale, ya sabrás que te digan lo que te digan te tienes que estrellar bien estrellada para aprender... Y claro tu vecina del segundo se queda admirada del resultado de tu colada y corre escaleras arriba a decírselo a la del tercero, porque entre mujeres ya se sabe se cuenta todo, y en seguidita a la del tercero la tienes abajo a que se lo enseñes también, y nada más verla sube a decírselo a la del cuarto, que también se baja rauda y veloz, y la del cuarto sube a decírselo a la del quinto, que también, y la del quinto a la del sexto, el séptimo, el octavo... Así hasta que toda la escalera ha pasado por tu casa como una procesión de Semana Santa, y nada mas adecuado, que si te plantan así te sientes, como en Semana Santa, como una plañidera más, que lo que tienes es un duelo encima que no hay manera de quitártelo...


Pero a lo que íbamos... ¿Y que pasa con tus vecinas cuando han visto tu ropa planchada? Que todas quieren tener las sabanas y las camisas de su marido así de lisitas como ahora tú tienes las tuyas. Pero... como ellas están felizmente casadas o arrejuntadas o como estén, pues por más que quieren tener ese tipo de lágrimas, no las salen. Porque estas cosas o te salen del corazón querida Elena o no te salen. Que las lágrimas de cocodrilo son baratas, pero las de desamor te salen carísimas... Total que como no las tienen pues ¿qué pueden hacer? contratarte por horas para que subas y les hagas la plancha. ¡Y anda que no te has quedado tú con cosas dentro de tu alma que echar fuera...!, ¡anda que no tienes tú cosas que echarle en cara al termostato...!, ¡anda que no coges tú soltura apretando y apretando el botón del vapor y dándole a la plancha...! Vamos que en dos meses y casa por casa te haces de oro. De oro, Elena, te lo digo yo. Te lo dice una servidora despechada pero con el bolsillo lleno.


Y eso no es lo mejor... Porque con tanto llorar y llorar gordas lágrimas de desamor, que con las otras no es lo mismo, de tanto llorarlas gordas y bien gordas, entonces tu cuerpo pierde más líquidos... Con tanto llorar y perder líquidos, con tanto trabajar planchando y tanto subir escaleras y tanto bajarlas, unido a las poquitas ganas que te quedan de comer con el disgusto y lo mal que duermes dándole vueltas, pues te vas quedando escurridita, escurridita, hasta quedarte con un tipín de escándalo Elena, de escándalo créeme que se te queda el tipo si te plantan.

Y te habrán plantado como a una lechuga pero ¡hay que ver! lo bien que te quedan ahora todos esos modelitos que te has comprado con el dinerito que te has ganado llorando... ¡Lo mona y lo moderna que te ves en el espejo! y ¡la de pretendientes que te van a salir a partir de ahora...!

Mi querida Elena Francis, desde que mi Pedro me dejó, no sabes qué bien, qué requetebién se me queda la ropa cuando plancho, y no sabes qué bien, lo requetebién que se me ha quedado la vida entera.

©Rocío Díaz Gómez

http://www.rociodiazgomez.blogspot.com.es/2012/03/hoy-es-8-de-marzo-dia-de-la-mujer.html

 

 

"A dos pasos de cebra de ti" .

Carta de Amor de Rocío Díaz



Le dieron el segundo premio en el Concurso de Declaraciones de amor 2007 organizado por el Ayuntamiento de Roquetas de Mar (Almería). Y fue publicado en un libro en el que reunieron las cartas premiadas con algunas más que se habían seleccionado.



A dos pasos de cebra de ti

¿Sabes? encargado nocturno de la gasolinera,

Hace mil y una noches que estoy aquí.

Aquí, a escasos metros de ti. Aquí mismo. A dos pasos de cebra de tu persona y doscientos mil años luz de tu atención. No soy otro semáforo que cambia solo de color, ni otro aspersor que riega intermitente, ni otra farola que se ilumina sola. Aunque también cada noche, a cada poco, me puedes ver casi quieta y callada y en el mismo sitio, también sola. Ya, ya sé que no sabes. Soy tan transparente, tan invisible ante tus ojos como cualquier semáforo, cualquier aspersor, cualquier farola con la que comparto acera. Aunque yo soy parte del mobiliario físico de este polígono industrial. Una más de mi grupo. Pero tú no sabes, te has acostumbrado tanto a nosotras, que si alguna vez me viste, o quizás me desvestiste con esos ojos miopes tuyos, ya de eso, ni tan siquiera te acuerdas.

Por eso te escribo esta carta. La primera de muchas que vendrán después, si no te importa. Aunque no sé si a esta hoja arrancada de uno de mis viejos cuadernos de apuntes, apretujada de pensamientos color “azul bic cristal”, se le puede llamar carta. No he escrito demasiadas en mi vida, no sé ni como empezarlas. Hasta ahora la más difícil y la más larga solo tuvo cinco o seis renglones. Fue la que dejé sobre mi almohada para decir que me iba. Hace solo dos cursos pero es como si hubiera vivido dos vidas más después de aquella primera. Ahora sé que no era una mala vida la que dejé, ahora, que ya no tiene remedio. Lo malo fue la decisión de irme, ahora también lo sé, ahora que ya nunca hay decisiones buenas que tomar. Pero no te preocupes que no te escribo para contarte mi vida. Esa, no tiene ya interés ni para mí.

Pero supongo que lo primero es presentarme. Me llaman Filo. De filósofa, no es que sea mi nombre. El verdadero lo dejé junto a la carta sobre aquella almohada. Me llaman Filo porque dicen mis compañeras que le doy mucho a la cabeza. Por aquí, y en eso, no se pierde mucho tiempo. Soy una ratita de esquina, la ratita de ojos azules más presumida de este lado de la acera. La que malvive a dos pasos de cebra de tu gasolinera, la que cada noche barre y barre con decisión cualquier clase de polvo que se ponga por delante. Pero aunque aún debo tener años para que me sigan contando cuentos, yo ya no me creo ninguno. Por fuera parezco demasiado joven, por dentro soy demasiado, demasiado mayor para cuentos. Quizás por eso lo que se me da bien es contarlos. Me sobra experiencia. Y creo que hasta me gusta, me gusta inventarme otras vidas, probarme otras pieles y arrebujada dentro de ellas intentar sentir... Porque se me está olvidando sentir ¿sabes? no, tampoco lo sabes, ya lo sé. Pero así es. Aunque tú no lo sepas, aunque te cueste creerlo, de no sentir se me está olvidando hasta como se hacía...

Pero todavía te estarás preguntando por qué te escribo... Pues porque hace mil y una noches que quiero decirte que, junto a las farolas, tu y yo compartimos nocturnidad y alevosía. Un murciélago tú. Una luciérnaga yo. Tú oscuro para el que para a repostar y yo fluorescente para el que también para ¿a repostar? Distintos, pero los dos invisibles. Duraremos en la memoria de nuestros clientes el rato que estén con nosotros, el rato que dure nuestro servicio, no más. Eso, unido a que se me esté olvidando sentir, me hace pensar cada vez más en las gomas. Y no sonrías, no, me refiero a las de borrar... Perdóname, la verdad es que no sé si estarás sonriendo, desde aquí solo acierto a ver que estás agachado leyéndome, leyendo esta carta que una vez terminada, me habré atrevido a dejarte bajo la puerta, camino de los lavabos de la gasolinera. Perdóname si he dado por hecho que sonreirías al leer “gomas”, no son más que gajes del oficio. Pero te confieso que así me veo algunas veces, como si algo me estuviera borrando con una goma de esas de milán de mi primera vida, borrándome poquito a poco, o con una de esas blancas de nata que olían tan bien, borrándome a conciencia, por todas y de todas partes.

Por eso hoy he cogido uno de mis viejos cuadernos y me he puesto a escribirte. A ti. Encargado nocturno de la gasolinera. A ti que, aunque no lo sepas, eres a quién tengo más cerca. Porque me sobra experiencia para inventar pero me faltan oídos. Y quizás tú, quizás, me leas hasta el final. Esa es la única cosa que creo haber hecho bien desde que escapé de casa, seguir leyendo, leer mucho. Será porque quizás no es más que otro vicio, ya sabes, somos muy viciosas... Por las tardes, cuando aún no me he transformado en la ratita más presumida de esta esquina, voy a la biblioteca y leo todo lo que cae en mis manos, todo. Sí, pensarás, la ratita presumida no es más que una gris de biblioteca disfrazada. Pues sí, aunque al verme barrer en mi esquina nadie lo creería... Pero así ha sido como en uno de esos libros he conocido a Sherezade. No sé si sabrás quién era... pero que más da. Quizás hasta fui yo, yo en otra de mis vidas.

Como Sherezade he pensado cada noche contarte un cuento. Te lo escribiré por la tarde y lo dejaré bajo la puerta de tu garita cada noche camino de los lavabos. Como otro ratón, como el ratón Pérez de mi otra vida y siempre, si no te importa. Te lo contaré a ti, para quién las noches son tan eternas como para mí. A ti, que quizás también necesitas compañía, como yo. Compañía de la buena. Te lo contaré a ti, como si fueras el gran Visir de este polígono industrial.

Y te lo contaré, si tú me dejas, para sobrevivir una noche más. Para no compartir el destino de mis compañeras en esta alcantarilla. Para que los polvos que barro se vuelvan mágicos sin tener que decir “abracadabra”. Para que las gomas de nata no acaben borrándome del todo. Te lo contaré para intentar volver a sentir.

Y después... después, encargado nocturno de la gasolinera, después de mil y una noches, ¿Querrás tomar un café conmigo cuando amanezca?
© Rocío Díaz Gómez





El inquilino que me veía fea


El Inquilino que me veía fea
Primer premio en el XII Concurso de Relato Corto del Excmo. Ayto. de Monturque año 2011.

 


El inquilino que me veía fea

 

Rocío Díaz Gómez


“Pero doctor  ¿Con el tiempo me verá fea?”. Le pregunté cuando me confirmó el diagnóstico. El doctor, preparado para un montón de preguntas relacionadas con los síntomas de la enfermedad, sin darse ni cuenta de que sus ojos se dilataban de sorpresa, no hubiera sabido concretar si sus oídos no habían oído bien, si él no se había explicado correctamente o si yo no había entendido la gravedad de la cuestión, pero no tenía duda alguna en que algo fallaba en aquella pregunta. Y sin dejar de mirarme, solo acertó a musitar “¿Ha dicho fea?”.
Sí. Sí había dicho fea. Y ahora que ha pasado el tiempo ni yo misma sabría decirme, con la de problemas que comenzaban a caer sobre mis hombros, enormes gotas presagiando la  tormenta,  por qué. Por qué solo fui capaz de preguntar esa nimiedad.
Cuando conocí a mi Mateo, mi vida sentimental era un desierto mucho mayor que cualquiera de esos color amarillo, que vienen en los mapas. Porque yo, que sí tengo ojos en la cara mientras que los demás parecían no tenerlos cuando me miraban, tuve que curarme, a fuerza de inyecciones de desaires y plantones, de no haber nacido con un físico demasiado agraciado.
Y tanto era lo que en aquel entonces llegué a avergonzarme de mi misma, que más de un día sin ser carnavales, salí a la calle con la cara llenita de crema, a modo de improvisada careta, fingiendo que se me había olvidado limpiármela. En el fondo de mi alma era mayor el bochorno de enseñar mi propia cara, que el salir a la calle con esa facha. Hubiera podido tocar con mis pies el fondo del pozo de la autocompasión.
De tanto hacerme caretas con la Bella Aurora, crema que por aquel entonces estaba muy de moda entre las jovencitas, mis idas y venidas a los grandes almacenes se hicieron cada vez más y más frecuentes. Y allí detrás del mostrador siempre me esperaba Mateo. El mismo dependiente que cada dos o tres días atendía solícito mi pedido. Sin preguntas, sin sonrisas de ningún tipo. Un pedido que ambos nos sabíamos de memoria, pero que yo recitaba y él me despachaba como si fuera recién inventado. Y a fuerza de vernos el buen Mateo fue acostumbrándose a mi cara, tanto, como yo a su compañía. A fuerza de conversar íbamos tomándonos cariño, y unas cosas llevan a las otras, y éstas a las de más allá y casi sin yo creérmelo una noche me dije ilusionada que cada roto encuentra un descosido.
Y después de dos años y dos mil tarros de Bella Aurora me vi un día en la Iglesia saliendo de su brazo.

El día que el doctor me dijo que todas esas lagunas en la memoria de Mateo, que todos esos días que se había perdido por lugares que habíamos visitado mil veces, que esas equivocaciones en su forma de hablar y escribir, que esas dificultades que ahora encontraba en hacer ciertos movimientos mil veces repetidos... no eran más que síntomas de esa enfermedad tan enrevesada, que al principio solo sabía que empezaba por “A”, sentí que perdía pie y que sin remedio comenzaba a despeñarme por un precipicio sin final.
 Y la única pregunta que fui capaz de hacerme mientras caía, fue si “Mateo, con el tiempo, y el deterioro de su memoria, otra vez me vería fea”.
Y aunque Mateo era el herido, fue tan doloroso el pinchazo en mi alma de su  enfermedad, que fui yo quién se colocó las vendas. Durante dos meses con sus sesenta días y sus sesenta noches, me dediqué a compadecerle, a compadecerme y a solidarizarme entre hipos y lágrimas con todas las desgracias grandes y pequeñas de la humanidad entera. El trabajo que yo tenía era abrumador y constante. Ahora lloraba por Mateo, ahora lloraba por mí, ahora lloraba por el hambre que existía en el mundo. Después lloraba por las guerras interminables y  por lo incomprensible de los kamikazes. Mas tarde, por todas las victimas del terrorismo y por los enfermos terminales. Y por los maltratados y los suicidas y los divorciados y los abortos. La sequía, el agujero de ozono, el Amazonas... Lloraba por el mundo entero que sufría y sufría. Y yo no tenía más remedio que sufrir con ellos, en una interminable y desgraciada tarea.
Hasta que el primer día del tercer mes después del diagnóstico del médico, una luz se encendió en el fundido cerebro de Mateo. Y yo no se por qué. Pero esa noche se acercó hasta mí en silencio con un tarro de Bella Aurora entre las manos que no sé de qué revuelto cajón sacó. Sin decir nada empezó a untar la crema despacito por mi cara, en pequeños círculos, muy despacio. Y suavemente, la iba extendiendo en caricias redondas.
Y al final, las lágrimas que yo no podía dejar de llorar formaron con la crema una pasta blanca, blanquísima, sobre la que como dos náufragos que se ahogan y pataleando consiguen salir a flote, volvimos a encontrarnos. “¿Es que vuelves a verme fea Mateo? conseguí preguntar deshaciendo un nudo de tiempo y tristeza alojado en la garganta, tan fea que me tapas...”. “Yo no te tapo, nunca lo hice. Tú eras la que querías siempre taparte... yo no. Yo solo quería que te sintieras mejor, y eso es lo que quiero ahora... no llores, estamos aquí juntos”. Y al fin algo dentro de mí supo que era mi turno, que tenía que andar, que ahora me tocaba a mí atenderle.
Y Mateo nos volvió a salvar, como ya había hecho un lejano día.
Después de prometerme y prometerle que no volvería a llorar, saqué del fondo de mi alma el puñadito de sentido del humor, que como un crío travieso y espabilado había conseguido esconderse de la quema, y sacudiéndolo al aire, lo primero que hice fue la locura de proponer a Mateo un alegre funeral por todo lo alto para aquellas neuronas que se habían muerto en su cabeza.  Y como cuando salía hecha una facha a la calle, que alguien me pudiera tachar de loca de atar, no me importaba nada de nada frente a todo lo que me importaba mi Mateo.
Y en el patio hicimos una barbacoa, y brindamos con vino. Y sobre una fogata saltamos como locos, él sin saber muy bien por qué, y yo porque al fin aceptaba que aquella enfermedad se había venido a vivir, como un indeseable inquilino, bajo nuestro techo. Un inquilino al que no podíamos echar a la calle. Un inquilino con el que teníamos que convivir, pagando un precio muy alto pero aprenderíamos a hacerlo.
Y así, despacito, cayéndonos para volver a levantarse, como empiezan los niños a caminar, íbamos aprendiendo...
El doctor nos dijo que la enfermedad iría evolucionando durante los diez o doce años siguientes, así que no tuvimos más remedio que poner manos a la obra y dibujar el futuro sobre una hoja cuadriculada. Una cuadrícula vital donde cada momento quedara guardado en un cuadrado de espacio y tiempo. Para que Mateo no se desorientara más de lo que ya estaría. Teníamos todo el día ocupado, las 24 horas. Y como colegiales que tienen colgado el horario de clases de la puerta de la nevera, nosotros teníamos el horario de nuestra propia vida.
De la mañana a la noche estábamos ocupados en diversas y entretenidas actividades que estimularían su memoria, que aumentarían su cada vez más mermada autoestima, que indicarían cuándo es de día y cuando es de noche porque a veces al principio, y muchas veces después, Mateo empezaba a confundirlas. Y al lado de nuestro horario de vida, habíamos colgado un gran reloj, más propio de una estación de tren que de una casa, pero que habíamos confeccionado también de papel, donde era más sencillo relacionar ésta hora con el desayuno, ésa otra con la comida y aquella con la cena. Señalar el momento de acostarse y el momento de pasear.
De vez en cuando, no siempre para no agobiarle, yo le decía que teníamos fiesta de disfraces. Entonces sacaba de los viejos baúles del desván algunas de nuestras antiguas ropas pasadas de moda, objetos de cierta época de nuestra vida juntos, recuerdos, fotos... Y los diseminaba por la casa, haciendo retroceder el tiempo hasta aquellos días. Nos disfrazábamos como en alguna de esas viejas fotos  y volvíamos a repetir unas vacaciones en la playa o una navidad o uno de nuestros cumpleaños. Como si no hubiera pasado el tiempo. De nuevo igual pero en el salón de nuestra casa. Todo mi afán era que si aún de su memoria no se había borrado aquel momento, no se borrara. Y si ya lo había hecho, que volviera a revivirlo, que de nuevo se escribiera en su historia, que de nuevo fuera tan feliz como lo habíamos sido entonces. Y allí estábamos, vestidos de verano en pleno invierno, tumbados sobre unas toallas que a la vez se extendían y alisábamos sobre la alfombra del comedor, panza arriba, tomando todo el calor, que la calefacción puesta a tope, nos hacía sentir. 
En la memoria de Mateo los recuerdos eran como mariposas vivas sujetas con alfileres. Recuerdos a  punto de salir volando a la menor oportunidad. Y yo me pasaba el día con el caza mariposas en la mano, al rescate.
Y si Mateo empezaba a chillar por la ventana o a decir tacos, yo salía a chillar por otra. Hasta que chillido a chillido conseguía que volviera a meterse en casa. Y si empezaba a preocuparme que se perdiera, inventaba un juego policíaco donde debía llevar una tarjeta encima con todos sus datos, que por nada del mundo, por nada, debía de quitarse. Y si aún así salía de casa sin que yo me diera cuenta, procuraba no enloquecer tanto como él, para salir a buscarle por los parques, por el barrio, por los bares, llamaba a la policía, hacía todo, todo, lo que podía hasta que daba con él.
Yo lo único que quería es que Mateo no se diera cuenta de que iba perdiendo poco a poco terreno frente a su enfermedad. Los días enteros se me iban en inventar, inventar y  resolver. 
Con el tiempo, y el cansancio, tuve que buscar alguien que me ayudara, porque aunque me costó mucho darme cuenta, un día admití que había que guardar y dosificar fuerzas para cuando llegara lo peor. Nuestro inquilino había decidido ser el dueño de nuestra casa.
 Muchas veces durante aquellos años a Mateo le gustaba sentarse con los viejos álbumes de fotos sobre las rodillas y pasaba las tardes hojeándolos lentamente. Recién disfrutándolos. Se quedaba mirando las fotos y me preguntaba que dónde estábamos entonces, que cuándo habíamos ido allí. Y yo le contaba. Y le contaba.  
Lo peor, el dolor sin consuelo, llegaba como un criminal que te ataca por la espalda,   cuándo se quedaba mirando muy fijamente a nuestra propia imagen de años atrás durante minutos eternos... horas casi.  Sin parpadear, ni sonreír, ni hablar, completamente perdido. Y volviéndose, preguntaba a una cara extraña, una cara fea, la mía, que estaba a su lado sentada en el sofá pero que en ese momento ya no reconocía: “¿Quiénes son?” señalando la foto. “¿Quiénes somos?” señalándonos.
“Ay doctor, si usted supiera... me decía a mi misma en esos momentos recordando cierto día... que ya llegó. Que ya me ve fea”. Pero a continuación me seguía diciendo “...Pero si he de serle sincera, a mí ya no me importa, no me importa de verdad. Todavía en su cabeza quedan mariposas vivas que me recuerdan, que me quieren, y que tendré que cazar”.
Y tomándole la mano otra vez le contestaba: “Tú eres Mateo. El que está en esta foto. Y yo quién está a tu lado, yo, tu mujer ¿ves?”. 
 
Y volvíamos a empezar desde cero.

  ©Rocío Díaz Gómez

http://www.rociodiazgomez.blogspot.com.es/2011/12/mi-visita-monturque-para-recoger-el.html





 ¡Por triste! 
  XX Certamen de Poesía y Narrativa Maria Fuentetaja del Ayuntamiento de El Escorial, donde me dieron el premio a la mejor obra escrita por una mujer, por mi cuento "Por triste".


¡Por triste! 
Rocío Díaz Gómez
Un día perdí los adjetivos. Como lo oye. Menudo conflicto. Qué digo conflicto, qué desesperación. Porque, quieras que no, te preocupas. Se pueden perder las llaves, las gafas, la cartera y sobre todo los nervios, pero ¿los adjetivos? ¿Quién pierde hoy en día los adjetivos? Nadie. A esos nos lo pierde nadie... Lo lógico es tener tus adjetivos siempre al alcance de la vista, o mejor dicho de la lengua. Pero ¿cómo se sentiría usted si de pronto se diese cuenta de que los ha perdido? No hace falta ni que conteste, fatal, cómo me sentí yo, frágil, perdido, desnudo, indefenso, neutro. No se puede usted ni imaginar la angustia de esas horas en que no los encontraba… Porque claro al final aparecieron. ¿Que qué dijeron? Que habían estado jugando. Imagínese. Esa fue la absurda explicación. Jugando. Como niños. No lo podía creer. Después de los nervios, la preocupación, los problemas y que habían estado jugando…  Pues sí los adjetivos también juegan. Ya lo ve. Bueno, bueno, bueno. Uno a uno les fui llamando al orden, me enfrenté a ellos, les regañe y hasta les amenacé con encerrarlos para siempre, claro que en el fondo cualquiera sabe que aquello traería más problemas que soluciones, así que al final tuve que aguantarme y como a niños dejarlos sueltos...
Todo comenzó aquel día que resbalé. Otras veces había resbalado en casa, en la acera, en el metro... pero nunca había tropezado con un tropo. Con un tropo no resbala nadie ¿no? Pues sí, porque allí estaba, en mitad de la calle, en mi camino, entre mis pies… Y con lo patoso que soy pues tropecé con él, me enredé entre sus ambigüedades y caí en todo el centro de una enorme metáfora, dentro de la cual y sin remedio empecé a sumergirme poco a poco. Era un espejismo. ¿Qué digo un espejismo? Era una auténtica pesadilla. Porque su gran fuerza poética me absorbía y absorbía. Me succionaba. Y quizás no fuera una metáfora sino una metonimia, ya sabe que son familia, porque me hundía, me hundía sin remisión, aunque hacía esfuerzos y esfuerzos por salir de allí, cuando lograba sacar una parte me arrastraba el todo, cuando intentaba saltar sobre el continente, parecía aspirarme con más fuerza aún el contenido. Una pesadilla, ya le digo. Daba una brazada, y me hundía, daba otra y me hundía aún más en su significado. Iba a abandonarme ya a mi suerte, sin comprender aquello, cuando entre los esfuerzos acerté a divisar un palíndromo. Aunando todas mis fuerzas intenté cogerlo, pero como era por delante como por detrás, por un lado como por otro, se me resbalaba entre los dedos, y así una y otra vez, una y otra hasta que conseguí asirlo por el centro, me impulsé y al fin logré salir de la metáfora, o de la metonimia, o de qué sé yo qué maldito tropo era ese... Quizás era una alegoría pensé después... que no alegría porque salir, salí de allí, pero cómo salí...
 
Al borde del agotamiento, una vez fuera del tropo, al intentar respirar me acometió un ataque de enumeración, una y otra y otra, y otra vez más me tuvo la enumeración sin poder hablar, ni explicarme, sin parar de enumerar de forma virulenta y polisintética, qué menudo número hasta que conseguí ordenarme por dentro, porque no hubo de parar el ataque hasta que no bebí un litro de y griegas. Pero eso no fue lo peor, no, lo peor es que a raíz de los esfuerzos, se me salieron los acrósticos. Cómo se lo cuento. Formaban un bulto vertical claramente visible sobre la horizontalidad de mi piel. No, no escocían, no dolían, no sangraban, pero estéticamente llamaban un poco la atención no le voy a engañar. Aún así sabía que no debía preocuparme. En mi familia siempre habíamos padecido de esos órganos. Al primo Genitivo también le molestaban, pero a él se los sajaron, desde entonces se le conocía en el pueblo como Genitivo Sajón. También le ocurrió a otro primo, al Dativo, el que vivía por la declinación del río, pero él no tuvo suerte y murió. La literatura le tenga en su gloria. Así que más por miedo que por vergüenza, desde que se me salieron los acrósticos, decidí sufrirlos en silencio. 
 
Pero como consecuencia de aquel horrible y metafórico episodio, arrastré durante semanas un dolor y una ronquera que no se me curaban. Sabía que necesitaba atención facultativa, sin embargo cuando intentaba explicarlos ante el doctor no lograba definir, no podía detallar síntomas, no alcanzaba a explicar la intensidad, ni la profundidad, ni el grado, ni el malestar que me aquejaba. Y fue ahí, ahí fue cuando me di cuenta de que en la caída no solo me había hundido en una metonimia, me había costado asirme a un palíndromo, me había acometido un ataque de enumeración y se me habían salido los acrósticos sino que además, y sobre todo, me había ocurrido algo infinitamente peor: había perdido los adjetivos. No sabía qué había sido de ellos, suponía que al caer se me debían haber deslizado desde los bolsillos, se habían extraviado, echando a correr, cayendo por las alcantarillas, volándose con aquel vendaval literario...  ¿Qué sabía yo? Mis adjetivos... me preguntaba lloroso ¿Dónde habrían ido a parar? 
 
Ya ni me preocupaban los acrósticos, lo que a mí me amargaba la existencia era haber perdido los adjetivos, no quería yo ser el ablativo de todo el pueblo. Si yo contaba que me había quedado sin ellos, la noticia correría de boca en boca, como pólvora, en los pueblos son así, y me mirarían raro. Ya notaba yo que estaba cambiando, como una brújula que ha perdido el norte me sentía… Intentaba hablar y mis sustantivos salían a pasear por el aire como soldados uniformados, no existía diferencia alguna entre ellos. Echaba de menos a sus parejas, a los que hasta aquel entonces habían paseado de su brazo otorgándoles cualidades. ¿Y los colores, la intensidad, los atributos que los diferenciaban...? Ay mis calificativos que me habían ayudado tanto, mis queridos epítetos que ya no estaban... Y de suspirar por ellos y omitirlos, de esconder la pérdida, de tragarme el dolor y sorberme la tristeza, me resentí del zeugma. El vacío se me agarró a los riñones y a las amígdalas y no me dejaba hablar con fluidez, tiraba de mí para que yo omitiera palabras, para que me reservara información. Yo que siempre había pecado de espontáneo, de no guardar los secretos...

 
Así que volví a la consulta, no podía decir que había perdido los adjetivos, que clase de hispanohablante pensaría el médico que era yo, pero podría quejarme del zeugma que me martirizaba la vida y maltrataba mi vocabulario. En el fondo lo que más me asustaba era que una mañana alguien empezara a llamarme Antonomasio, padre de los dolores, que la gente es así, que hace leña del árbol que cae, lo sabré yo... Y luego el sambenito a ver cómo se lo quita uno de encima... si no que se lo digan a mi primo Genitivo.
 
Total, que el doctor Haiku, ante la gravedad de mis síntomas, procurando olvidarse de la medicina que solía practicar que en mi caso no haría que éstos remitieran, me escuchó muy atento lo del zeugma, la puntita del iceberg nada más en todas mis dolencias, y apuntó un tratamiento de choque: Una anáfora por la mañana, otra por la tarde y otra por la noche durante semanas, friegas con comparaciones a lo largo del día, tanto en la garganta como en los riñones, unas gárgaras con un anacoluto todas las mañanas y por último, vahos de aliteraciones por las noches en el pecho, que eso me gustó porque me recordó a mi infancia y el “vipsvaporub”. Este tratamiento me prometió que mejoraría mi vocabulario, mi expresión, mis ideas... El tratamiento aseguró que les daría fluidez, les imprimiría ritmo, les colorearía de sonidos.
-                     Te voy a hablar como a un subjuntivo de mi familia -y con la mano en el fonendoscopio dijo que quizás me curara o me curase- Pero no te quiero engañar -añadió- va a ser un tratamiento que te va a suponer esfuerzo y dedicación... no abandones. Si no tendré que volver a mi medicina, recetarte inyecciones con versos, esas que duelen de verdad porque van cristalizando según entran en el cuerpo, o supositorios que te obliguen a contar una y otra vez las sílabas de las frases y la disposición de los acentos…
-                     No doctor, por favor, eso no -le supliqué con angustia en algo más que en la voz. No me imaginaba cómo podría quedar yo después de esa medicina. 
-                     Tranquilo, quizás no sea necesario llegar hasta ese extremo, veremos como respondes al tratamiento...
 
De camino a casa, decidí ir dando una perífrasis, necesitaba pensar y tranquilizarme, y entré en una biblioteca a rezar a todas las figuras sagradas para que acudieran en mi ayuda. Rogué con tres rataplán, plán, plán, dos mec mec y en un tris ante la rica Onomatopeya, para que se apiadara de mí y me otorgara sus favores. Rogué ante la irracional Prosopopeya con solemnidad para que no me dejara convertirme en una fiera, perder el conocimiento, los principios y adjetivos... Rogué y rogué y rogué ante la Redundancia formas y más formas de acudir en mi ayuda. “¿Dónde andarán mis adjetivos? -penaba yo-. Si aparecieran desaparecerían mis problemas...”. Y seguía rezando a las figuras para que intercedieran por mí... “Sin ellos ya no podré pensar, ni hablar, ni escribir, ni relacionarme, ni nada... Seré un ser neutro, opaco, vacío.” No alcanzaba a imaginar una vida lejos de mis  adjetivos... El desamparo me embargaba... La desolación, la aflicción, la angustia, el pesar... iban haciendo mella en mí y no dejaban de estrujarme el alma con saña.
 
Hasta que unas lágrimas dejaron de obedecerme y se deslizaron vertiginosas por mi cara como por un tobogán. Al sentirlas y sin pensarlo me llevé los dedos hasta ellas, mojándome con su tacto.
“Pero qué triste estoy” alcancé a decir finalmente. 
Y en ese momento oí una vocecita chillona  que decía:
-          “Por triste” dando una palmada a la pared victorioso.
-          Jo, -se quejó triste- no vale... Ha sido por su culpa... -decía señalándome... jo, siempre yo ¿Por qué?...
Y entonces empezaron a salir todos de sus escondites, “triste” dando patadas de desilusión, “alegre” dando saltos, “desconfiado” mirando hacia todos lados, “sonriente” enseñando hasta las muelas, “azul” haciendo piruetas de surf sobre una ola, “pensativo” tocándose la barbilla, “perezoso” bostezando, “cansado” sentándose por todos lados, “feliz” deslizándose levitando sobre los demás... Y llegó sudoroso, preocupado, paciente, nervioso… Y hambriento, y enfadado y estudioso... y todos los demás. 
Todos, todos empezaron a salir de sus escondites y aparecieron ante mí, como son ellos: distintos, únicos, mágicos. 
-          ¿Pero se puede saber dónde os habéis metido? les reprendí como un padre,  cogiendo a enfadado por los hombros, pero sin saber si reír o seguir llorando esta vez de alegría…
-          “Estábamos jugando...” contestaron ellos todos a la vez.

Y sin prestarme más atención, salieron corriendo para todos lados y gritando “La próxima vez la liga triste...” Y triste detrás de ellos se quejaba de su suerte “Jo, siempre yo, ¿por qué a mí? Qué pena y qué desgracia...”
Y me sonreí viéndoles alejarse... pero sintiéndolos tan cerca que solo con nombrarlos aparecerían ante mí. Y se me pasó el dolor y la ronquera y el zeugma y los acrósticos y ya nadie, nadie me llamaría Antonomasio, porque mis adjetivos seguían a mi cargo, seguían en mí para colorearme la vida de emociones.

©Rocío Díaz Gómez



 http://www.rociodiazgomez.blogspot.com.es/2011/11/premio-en-el-xx-certamen-de-narrativa.html





Los juegos de las niñas sabias 

2º premio de relato corto del X Certamen de Narrativa Breve "Mujeres en el arte" que había convocado la concejalía de Bienestar Social del Ayuntamiento de Valencia.



Los juegos de las niñas sabias
Rocío Díaz Gómez


Cuentan que en algún lugar, a salvo del tiempo y el espacio, están jugando unas niñas.

 
A la pequeña Safo jugando al escondite siempre le toca contar. Pero no suma diez, ni treinta, no suma cuarenta ni cincuenta. Ella cuenta en endecasílabos, cuenta hasta once, y vuelve a comenzar. Safo tamborilea con sus dedos, inventa versos que algún día descubrirán escritos en papiros que nos la devolverán inmortal.

 
A la niña Isadora, en cambio, el mar la tiene hipnotizada. Le gusta jugar descalza en la arena, le gusta mirar las olas durante horas. Sola, y en silencio, con el pelo suelto y sus vestidos vaporosos de finas telas envolviéndola, juega Isadora durante horas a mover sus manos y sus pies siguiendo el vaivén de aquellas ondas...


La pequeña Frida, que no puede moverse de su cama, juega a vivir más que las demás. Juega a mezclar los colores, juega a despistar con la pintura un destino de animal eternamente herido.

 Las tres niñas solitarias tampoco juegan al escondite. Solas con su padre en aquel páramo las niñas Brontë inventan mundos de fantasía al que escapar. Miopes e inteligentes, cultas y pobres las niñas quieren relatarlos, quieren transformarlos en palabras escritas, aunque “las mujeres no debieran hacerlo”.

Mientras tanto, la niña Camille juega con la arcilla. La niña coja pero bella, la niña de carácter fuerte y voluntad tenaz se recrea en esculpir con fuerza y sentimiento. Esculpe con pasión piezas delicadas pero impresionantes, bellas en sus rasgos, intensas en su profundidad.

 
¿Y la pequeña Alma? Alma ya es una niña artista que juega a componer música. Y lo hace muy bien. La niña Alma tiene el adorno del talento, pero además es muy guapa y pasional. Y cómo juega con la música, cómo compone, aún tan pequeña ella.

 Pero cuentan que hay ocasiones en que los cuentos de hadas no terminan bien para las niñas que esconden una pasión. Las niñas que crecen y se convierten en mujeres queriendo bailar, queriendo componer música, queriendo escribir, queriendo esculpir. Queriendo alejarse de lo considerado “normal”, de lo establecido. Y llegará un día que esas niñas tendrán que defender lo que les apasiona. La poesía, la danza y la pintura. La literatura, la escultura y la música. La vida para con esas mujeres mostrará sus garras y colmillos. La vida tendrá una punta afilada llena de ponzoña que se les clavará donde más les hiera, donde a punto esté de acabar con ellas.

  
Y quizás Safo vivió con sus compañeras en un clima demasiado distendido y propicio a todos los comentarios. Safo mujer quizás entendía la vida de forma diferente... quizás más femenino, quizás solo femenino.

 Y esa forma revolucionaria de bailar y de vivir, esos temas de las danzas, la muerte o el dolor, tan alejados de los clásicos de duendes y trasgos, a Isadora años después le haría cosechar abucheos y polémicas.

 Y nunca podrá jugar a correr Frida Khalo, en un principio dolorida por la polio y después por un accidente salvaje y cruel. Pasará casi toda su vida en la cama, pintando y pintando, mientras la enfermedad y los dolores van ganándole terreno a sus ganas de vivir.

Y las hermanas Brontë jugaron a imaginar, a escribir historias. Pero hubieron de hacerlo con disfraces, con opacos seudónimos y  malas críticas.

 
Y a Camile Claudel la vida fue resquebrajándole su interior de escultora. Se esforzaba por ser reconocida, por vivir de su arte, pero una sociedad conservadora, un amor demasiado amargo, unas críticas despiadadas por su condición femenina, fueron enloqueciéndola poco a poco

 Y demasiado pasional, la joven y brillante Alma se enamoró de aquel maduro Gustav Mahler. Por apoyarle a él dejó a un lado su talento, esa carrera que tanto prometía en la música. Y después de Gustav, llegaron otros, pero también se volcó en el talento de cada uno de ellos, olvidándose del propio.

 Y cuentan, siempre cuentan que aquellas mujeres terminaron por penar su pasión.

 
  Hubo que dejar pasar el tiempo. Dejar que el poso de los años fuera transformando a la sociedad y su moral. Dejar que subiera a la superficie lo que realmente importa.

Porque Safo en su "viciosa" isla se recreó en su vocación y en la belleza.

Porque Isadora, mito y carácter, rompió con las tradiciones y revolucionó la danza.  
 
Porque la fuerza de voluntad de Frida y sus ganas de vivir las fue plasmando en cada uno de sus pequeños autorretratos surrealistas.

Porque las hermanas Brontë escribirían obras maestras de la literatura universal.  

Porque finalmente Camile y Alma serían reconocidas por su escultura y su música, independientemente  de las de sus amados.

Cuentan que en algún lugar, a salvo del tiempo y el espacio, siempre están jugando unas niñas. Niñas sabias a quiénes el arte rescató del olvido.
 
©Rocío Díaz Gómez

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EL EXPURGO DEL ARCHIVO GENERAL

Se titula "El expurgo del archivo general" y fue premiado en el año 2007 en un certamen artístico que hubo en el Ministerio de Medio Ambiente, en la modalidad de narrativa.

Bueno pues aquí os lo dejo:



EL EXPURGO DEL ARCHIVO GENERAL
Rocío Díaz Gómez


Oficio del Ministerio de Medio Ambiente de fecha 12 de mayo de 2004.

Asunto: Expurgo del Archivo General del Departamento.

Destinatario: Todo el personal.

Como ya conocéis por la sesión informativa que se llevó a cabo en el salón de actos el pasado día 10, desde hace semanas hay una empresa contratada por este Organismo para que realice un proyecto denominado: “Organización y Expurgo del archivo central”. Esta tarea la han llevado a cabo en varias etapas: identificación de la documentación, decisión de la conservación o expurgo e inventariado de la documentación...

Sigiloso bajaba al Archivo General. 10 de la mañana, cualquier día. En silencio abría la puerta entrando deprisa. Con cuidado cerraba tras de si ésta, con dos vueltas, guardándose la llave en el bolsillo. Caminaba sin hacer ruido y sin encender las luces, colándose nervioso entre las estanterías, hasta encontrar la más escondida: la que buscaba. Se paraba delante de ella. Miraba a un lado, luego al otro y despacito sacaba de su bolsillo una pequeña linterna. Sosteniéndola hurgaba entre la cajas de archivar hasta dar con lo que se escondía entre dos de ellas. Un manoseado poster. Y como quién desenvuelve un regalo, con mimo y ansiedad, tras colocar estratégicamente la linterna para que lo iluminara directamente, lo desplegaba ante sí con ambas manos. Como si fuera un atlas. Un atlas de anatomía humana. Bien estirado, bien. Admirándolo despacito en la penumbra. Despacito. Y mientras con una mano y bien abierto lo dejaba sobre las cajas, se llevaba la otra mano hasta el pantalón. Y mirando el poster, la admiración que se colaba por sus ojos a oleadas escapaba nerviosa por sus manos. Escapaba rítmicamente. Y sin dejar de mirar, sin parar, sin dejar de mirar, sin parar, disfrutaba de las vistas del secreto papel cuché. Y allí, a salvo de compañeros. Con la muda compañía de los papeles y los ácaros. El jefe del servicio de “Métodos y Procedimientos” se dejaba, dejaba, llevar. 

Una vez realizada la primera etapa de su trabajo, la empresa ha remitido a la Secretaria General informe detallado de toda la documentación almacenada en cada estantería, caja, y legajo del archivo. Para vuestra información se ha encontrado documentación de lo más variada...

Sigilosos bajaban en dos zancadas al archivo general. 11 de la mañana. Cualquier día. Haciendo muecas de “tío date prisa, dale, dale”, “joder con el abuelo que hoy no salía ni a tiros...”, abrían la puerta y se colaban dentro. Entre risas la cerraban tras de sí. Escuchaban en silencio y cuando ya estaban seguros de que los pequeños y familiares ruidos eran los de siempre, ufanos buscaban su escondite, también el de siempre. Una estantería a la derecha, otra a la izquierda y a la derecha otra vez. “Venga chaval, trae”. “Para nada”. Uno le pedía siempre al otro la tarjeta de fichar. Un ritual. Él lo pedía, el otro no quería dejársela, el primero insistía, el segundo le decía de qué vas, él primero que de qué vas tú, que te den, que te den a ti, pero al final el segundo terminaba sacándola. “¿Ves chaval? tu tarjeta está de lujo”, decía entonces el primero apoyándose entre las cajas de archivar, “salen niqueladas...” “Pero ¿qué me estás contando? si a posta las haces más rectas cuando usas la mía...” Pero siempre terminaba dejándosela. Y allí, haciendo corrillo. Sobre la tarjeta: sus ojos, sus dedos, su nariz. Sobre las cajas, su alboroto. Y entre risas y expedientes iban haciendo las reparticiones secretas. “¿Has traído algo más?” “Anda cabrón, algo quedará por aquí escondido de otras veces...”, “pues tira chaval que como nos quedemos sobados se nos llena esto de marujas y no nos hemos ido, sácalo tío que hay que abrirse que van a dar las doce”. Y sin dejar de reír, sin dejar de cuchichear, con la muda compañía de los ácaros, se dejaban, dejaban, llevar.


Respecto a cierta documentación, ha sido totalmente imposible establecer a qué unidad responsable se debía imputar debido a su particular idiosincrasia, aunque la investigación, sigue abierta. Como también ha sido imposible establecer cual era el plazo que esa documentación debía permanecer en el archivo, o si debía o no encontrarse en ese momento en el archivo central. Pueden creer que ha sido una labor muy complicada. En algunos casos podría tratarse incluso de objeto de expediente disciplinario...

Sigilosas bajaban de una carrerita al archivo general. 12 de la mañana. Cualquier día. Correo electrónico a todas las féminas del departamento: “Oye que si queréis bajar ya está abajo”. Enviar. Responder: “¿Qué tal? ¿Trae muchas cosas?”. Enviar. Responder: “Sí, que bajéis. Nosotras ya hemos subido”. Enviar. La alegría empuja con prisa sus pies por la escalera. Abren la puerta del archivo con ojos de ganga y baratillo. La cierran con cuidado, sonriendo ante la nutrida concurrencia. “¿Tienes una talla más de ésta?”. “¿No la tienes en otro color? Era por llevarme otra para mi hija...”.”¿Cuándo dices que vuelves?”. Y allí rebuscando en los montones de ropa, escogiendo, desechando, sin soltar el tesoro encontrado ya, de las manos. Sin dejar de mirar, sin dejar de cuchichear, sin querer perderse la oportunidad. Y allí, sobre las cajas, las prendas. Y allí, tras las últimas estanterías, aquellos improvisados probadores secretos. Con la muda compañía de los papeles y los ácaros ellas se dejaban, dejaban, llevar.


Una vez identificada la documentación, se ha pasado a la toma de decisión de qué hacer con ella, decidir si es conservada o propuesta para expurgo. Para facilitar la consulta de los fondos conservados en el archivo, se ha elaborado en la Intranet una página de consulta a la base de datos de inventario. Sería recomendable que se visitar, puede resultar cuánto menos... curiosa.

Sigilosos bajaban cada uno por su cuenta al archivo general. 4 de la tarde. Cualquier día. Jornada de tarde: no hay casi nadie. Nota interior: Del jefe de área a la jefe de sección del Departamento: “A la misma hora en el mismo sitio”. Abren la puerta del archivo: él deprisa, ella más lenta. Ninguno de los dos enciende la luz al entrar. Cierran ésta tras de sí, muy rápido, él nervioso, ella quizás turbada. A tientas, se orientan. Y de la mano ya, anticipando el deseo, buscan su escondite secreto. A oscuras, entre los expedientes se acercan, se buscan, se huelen, se besan. Y descubren cómo se vistieron esa mañana, a fuerza de desvestirse del lugar, del cargo, las ataduras, la realidad no laboral de sus vidas. Y sus manos, sus brazos, sus labios, su piel. Sin dejar de acariciarse, de susurrarse, entre murmullos y expedientes, van haciendo recuento del deseo. Y sin dejar de tocarse, con la muda compañía de los ácaros, se dejan, dejan, llevar.

Y en líneas generales éste ha sido el cometido de la empresa contratada con respecto al asunto que tratamos. Se adjuntan las recomendaciones para enviar a partir de ahora la documentación al archivo.

Por último la Dirección General de este organismo ha decidido en base a todo esto, una vez reducida toda la documentación que existía en dicho archivo general, el suprimir esta dependencia, puesto que si antes ya era poco frecuentada ahora que toda la documentación que supere el expurgo se va a integrar en el archivo que existe en el Ministerio, no tiene ningún sentido que siga existiendo; solo sería un espacio habitado por las telarañas y los ácaros. Todo ello para conseguir unas dependencias lo más cómodamente habitables que nos permita trabajar en las mejores condiciones posibles.

Un cordial saludo,

El Director General.


©Rocío Díaz Gómez

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EL LLANTO DE LA LLUVIA

Con motivo del XXVIII Concurso de Cuentos de la Granja, la Asociación Cultural Canónigos editó un libro con los relatos premiados y los finalistas. El mío quedó como primer finalista.

Y aquí os dejo mi relato. 


EL LLANTO DE LA LLUVIA
Rocío Díaz Gómez


Comenzó a llover cuando sonó el teléfono. Era de noche. Y me resistí a salir de la cama, a apoyar los pies descalzos en el frío suelo, a descolgar aquel insistente teléfono. Pero aunque quería ignorarlo, no dejaba de sonar. Y me rendí. Sabía que no me iba a gustar lo que alguien tuviera que decirme. A esas horas solo podía tratarse de una mala noticia. “¿Dígame?” “Siento despertarla…” Era una mala noticia.
De niña creía que los días lluviosos los provocaba el llanto de un ser superior que estaba por encima de todos nosotros. Un gigante tan triste que se sentaba a llorar. Uno enorme, con barba larga, con manos grandes y sin embargo suaves, que mientras lloraba, cogía el mundo entre sus dedos, sosteniéndolo con cuidado. Porque el gigante nos quería, pero en su naturaleza todo era enorme, hasta las lágrimas, y no podía permitir, que la fuerza de su llanto nos arrastrara. Buena parte de sus lágrimas mojaban la tierra y nuestro país, mojaban nuestras casas y se deslizaban por los cristales, empapando nuestro ánimo de su tristeza.
Enrique me conoció a mí antes que yo a él. Nadie nos había presentado, nadie le había hablado de mí. Pero mis restos del desayuno hablaban solos. No nos damos cuenta del rastro que vamos dejando hasta que alguien nos los muestra. Yo siempre desayunaba en la misma cafetería, en la misma mesa. Me acercaba el servilletero, me acercaba la aceitera y tomaba pan tostado. Mientras tanto, hojeaba uno de los periódicos de la cafetería. Cuando me iba, y sin darme ni cuenta, dejaba atrás todo cuánto había utilizado, cuanto había abandonado, incluidas algunas migas prófugas.
“¿Esta usted mejor?”, “¿Cómo dice?” Fueron las dos primeras frases que cruzamos Enrique y yo. Aquel desconocido me había abordado nada más terminar mi desayuno y me preguntaba cómo estaba. No tenía mal aspecto, aunque llamó mi atención aquella barba tan poblada y tan oscura que tenía bajo unos ojos muy claros. Era un contraste llamativo. “¿Nos conocemos?” Pregunté yo mientras rebuscaba en mi memoria un nombre o una situación para aquella cara y aquella voz. “No, no intente acordarse de mí, no creo que haya reparado en mi presencia”. Le miré interrogante. “Bueno -continuó él- perdone mi intromisión, es que nos cruzamos cada día, cuando usted se va y yo llego. Hay siempre tanta gente a estas horas que normalmente me siento en la mesa que usted acaba de dejar. Por favor no haga caso del horóscopo, o mejor dicho, sólo haga caso cuando le diga cosas buenas…”. “Pero…” Le interrumpí yo, pero inmediatamente después me callé y sonreí. Era cierto, siempre acababa de hojear el periódico viendo lo que me decía el horóscopo. Ya sabía que no debía creer en él, pero tenía la absurda manía de leerlo, antes de irme al trabajo. Supuse que esa era la hoja por la que se quedaba abierto el periódico cuando me traían las vueltas y me iba…
Había estado varios días sin ir a trabajar, y por tanto sin ir a desayunar a aquella cafetería. Enrique supo que había vuelto por los restos que encontró de mi desayuno. Al día siguiente intentó llegar antes para poder preguntarme cómo estaba. También estaba lloviendo. Su chubasquero chorreaba cerca de mí, mientras de pie me preguntaba por mi salud. Recuerdo como las gotas se deslizaban por su manga hasta caer en el suelo. “Está usted empapado…” acerté a decir cuando recordé por qué me decía lo de los horóscopos “…Quítese ese chubasquero o usted también enfermará…”. “No, no se preocupe, soy fuerte… solo quería saber qué tal estaba...”.
“Buenos días Enrique, saludó el camarero, ¿Que tal estamos? ¡Pero hombre quítate ese abrigo vas a coger una pulmonía... ¿Os conocíais? ¿Te traigo entonces ya lo tuyo...?” Iba con tantas prisas, y dijo todo tan rápido que aquel desconocido y yo nos miramos y casi no tuvimos tiempo de responder cuando ya estaba poniéndole en mi mesa una taza y sirviéndole el café. “Perdone, señorita, yo no quería molestar...” “No por favor, no es molestia, ¿también es su mesa no? Claro siéntese...” respondí yo. Y aún me pregunto por qué respondí así. La verdad es que soy de natural miedosa y tímida, y nunca suelo sentarme ni favorecer que se sienten extraños a mi misma mesa cuando estoy desayunando o comiendo en cualquier cafetería. Por eso hasta yo misma me sorprendí de mi respuesta. Pero supongo que ayudó la familiaridad con la que mi camarero de todos los días le saludó, con alegría, con cariño, como se saluda a alguien muy cercano. También, la educación con la que Enrique se dirigió a mí, su amable atención, hizo que le invitara a sentarse conmigo. Al fin y al cabo parecía ser que mi mesa favorita, era también nuestra mesa. No solo no nos damos cuenta del rastro que dejamos tras nuestro paso, sino que tampoco nos paramos a pensar que el rincón que preferimos, la mesa que más nos gusta, es también la que le gusta a algunas personas más a las que no conocemos.
Aquella mañana Enrique y yo compartimos el desayuno y la conversación. Una larga conversación en la que los temas parecían fluir solos, hilvanarse los unos a los otros con naturalidad haciéndonos sentir a ambos muy a gusto. No nos conocíamos de nada sin embargo era sencillo desayunar juntos, y hasta el mero hecho de pasarnos el aceite o el servilletero parecía obedecer a una especie de ritual mil veces ensayado, en el que apenas hablábamos, pero estábamos atentos a la necesidad del otro, anticipándonos, ofreciendo, acercando... como si hubiéramos desayunado juntos media vida. Como si fuera algo muy familiar.
Después, no sin antes haberme dejado echar una ojeadita a mi horóscopo en el periódico, Enrique me acompañó amablemente dando un paseo hasta mi oficina. “No, no te preocupes –me dijo- me pillas de paso, de verdad... además yo no tengo hora, si entro más tarde, salgo más tarde y ya está...” Porque era tarde, se nos había hecho muy tarde aquella mañana... De tan entretenidos estábamos.
Durante todo aquel día lució un sol espléndido, un día cálido tanto fuera como dentro de mí. Recordaba con una sonrisa a Enrique y no lo quería admitir pero sentía impaciencia, quería que las horas pasaran, quería creer que al día siguiente nos volveríamos a encontrar. Ninguno de los dos había dicho nada sobre eso. Como en la despedida más natural del mundo, como la más habitual, solo nos habíamos dicho: “Hasta mañana, hasta mañana, que pases un buen día...” como quienes están muy seguros de volverse a encontrar.
Pero no hubo ese mañana. Aquella noche comenzaba a llover cuando sonó el teléfono. Yo me resistía a salir de la cama, a apoyar los pies descalzos en el frío suelo, a descolgarlo, a terminar con aquel insistente pitido. Pero aunque quería ignorarlo, no dejaba de sonar. Y me rendí. Sabía que no me iba a gustar lo que alguien tuviera que decirme. A esas horas solo podía tratarse de una mala noticia. “¿Dígame?” “Siento despertarla…”
¿Por qué la vida nos desordena todo de pronto? ¿Por qué nos zarandea y nos pone patas arriba lo que con tanto trabajo nos cuesta conseguir...? ¿Por qué es tan injusta? A mi padre le había vuelto a repetir el ataque que había sufrido dos semanas antes, por el que había faltado a mi trabajo. Ni tan siquiera se lo había comentado a Enrique aquella mañana, cuando me preguntó si estaba mejor dando por hecho que mi ausencia se había debido a una gripe, pero yo no quise dar más detalles... No quería oscurecer aquel agradable desayuno con cosas tristes... Además, mi padre ya se había estabilizado y quería creer que solo sería cuestión de días su recuperación. Sin embargo aquella noche su frágil salud se agravó.
Metí algunas cosas en una pequeña maleta y muy temprano salí de viaje. No me dio tiempo ni a pasar por la cafetería de siempre a desayunar. Después llamaría a mi oficina, pero pensé que a Enrique no lo vería, que se sorprendería de mi ausencia, que qué pensaría... Pero qué estoy diciendo... solo hemos hablado un día, tampoco me extrañará tanto... concluí. Y solo la preocupación por el estado de mi padre llenó mi mente.
De niña pensaba que todos teníamos que obrar bien para que el gigante no se pusiera demasiado triste. Y cuando veía por televisión que algún maremoto había asolado algún lugar lejano del planeta pensaba para mí: ¿Qué habrán hecho para que el gigante se haya puesto tan triste…? ¿Qué habíamos hecho nosotros?
Estuve casi dos meses fuera. Casi dos meses entrado y saliendo del hospital donde estaba mi padre. Fueron dos meses infinitos en los que mi vida se paró, se detuvo, y los días eran todos iguales, una franja triste y larga, muy triste y muy larga, en la que apenas hacía otra cosa que cuidarle, que acompañarle, que estar a su lado.
Pero, aunque parecía que no iba a llegar nunca ese día, poco a poco fue saliendo adelante, poquito a poco, una vez más habíamos remontado y llegó el día en que le dieron el alta.
Pude volver a casa. Venía cansada, muy cansada, pero sólo entré en ella para dejar la maleta. Era un día gris, lluvioso y aunque no tenía que ir esa mañana a trabajar, tampoco tenía nada en la nevera qué comer. Así que decidí acercarme hasta la cafetería de todos los días para desayunar. Quería sumergirme despacio, despacio, en mi vida anterior. Quería sentirme en algún lugar agradable, conocido, quería ir recuperando poco a poco mi rutina, mi vida. Quería también no hacer nada, solo sentirme atendida. Durante unos instantes justo antes de entrar no pude evitar acordarme de Enrique, y me pregunté que habría sido de él. Miré el reloj, era demasiado tarde, de seguir desayunando allí ya no estaría... Qué tontería... De todos modos ya no se acordará de mí, pensé y empujé la puerta.
En cuánto el camarero me vio, salió de detrás de la barra para saludarme. Es cierto que estaba más delgada, pero me agradó mucho ver que se tomaba tantas molestias conmigo. “No, no he estado enferma, el que lo ha estado ha sido mi padre, han sido dos meses malos...” contesté yo. Me agradó también que no me hiciera más preguntas, no tenía ganas de empezar a dar explicaciones, inmediatamente empezó a prepararme el desayuno de siempre. “¿Te vas sentando en tu mesa? En dos minutos te lo tengo...” me dijo mientras me acercaba uno de los periódicos. Le sonreí, estaba en todo.
Era muy agradable sentir que la vida parecía volver a la normalidad. Sentir que te han echado de menos, que se acuerdan de ti. Me acerqué la aceitera, el servilletero. Y esperé hojeando el periódico...
Desayuné con tranquilidad, el café estaba delicioso, en su punto... Y el pan tostado calentito y crujiente parecía ir dándome fuerzas a cada mordisco que le daba. Me tomé mi tiempo, con tranquilidad, saboreándolo, y mientras le pedía al camarero que me cobrara, casi sin darme cuenta empecé a pasar las páginas del periódico buscando la de los horóscopos.
El ruido de las gotas en el cristal llamó mi atención. Comenzaba a llover... Mi ánimo se ensombreció mientras contemplaba como las gotas iban deslizándose por los cristales, como cada vez parecía haber más, cómo se iba empapando todo... y pensé que leer el horóscopo era una tontería. Y sin llegar a encontrarlo cerré el periódico. El camarero me trajo la cuenta y fue entonces cuando me dijo: “Ah, se me olvida, espera un momento que tengo algo para ti...” “¿Para mí?” “Sí, perdona un momentito, casi se me olvidaba... ahora mismo te lo traigo...”. No habrían pasado ni cinco minutos cuando estaba de vuelta con una carpeta de gomas, gordita, por la que asomaban papeles... “Perdona si está algo manoseada, eso ha sido culpa mía, se ha pasado tantos días bajo la barra que no he podido evitar que alguna vez se salpicara...” “¿Pero esto qué es?” pregunté yo sorprendida... “Pues no lo sé, pero a mí me tiene dicho Enrique: “el día que vuelva no se te olvide dársela...”
“¿¡Enrique!?” me dije, y no pude evitar que algo dentro de mí despertara, y diera un brinco de pura alegría... “¿Pero qué es?” Quise preguntarle otra vez al camarero, pero ya se había ido... Con dedos inquietos, con un agradable cosquilleo en la tripa, uno muy agradable, fui abriendo las solapas de la carpeta, y antes de darme cuenta un montón de recortes se descubrió ante mis ojos... ¡Pero bueno! Y poco a poco la sorpresa se rindió ante la sonrisa que se iba estirando y estirando en mi cara... ¡Pero Enrique...!
Allí estaban. Desde el primer día que había faltado a la cafetería, Enrique había ido recortando los horóscopos de todos los periódicos... de todos ellos. Día tras día... Mientras iba repasando el montón pensé en preguntarle al camarero cuándo había visto a Enrique, cuando fue la última vez que le había dicho que no se olvidara de darme la carpeta... Pero con un inmenso alivió caí en la cuenta de que no necesitaba hacerlo... No me lo podía creer... Porque allí estaba también el del día en que estábamos... Dejando a un lado la carpeta, busqué rápidamente en el periódico la hoja que había pensado en buscar antes... Fui pasando las hojas deprisa, muy deprisa, hasta que la encontré. Allí estaba, con el hueco exacto en el papel, el hueco exacto que habían ocupado los horóscopos... Cogí el recorte y lo superpuse encima. Sí, ese era. Lo tenía que haber recortado esa misma mañana, antes de que yo llegara... Y no quería hacerlo, no quería hacerme ilusiones, pero empezaba a hacérmelas... Era tan reconfortante descubrir que Enrique había estado día tras día pensando en mí... Porque era una insignificancia, un detalle tonto, pero a la vez era una forma tan sutil, tan discreta, tan sencilla y a la vez tan dulce de decirme: “Oye, que sigo aquí...” Y entonces pensé que al día siguiente quizás Enrique también estuviera. Como había estado durante esos dos meses. Esperándome.
Miré por los cristales... Seguía lloviendo... lloviendo y lloviendo.
¿Ves...? -le dije a la niña que dormía dentro de mí- el gigante no permitirá que nos arrastre el llanto...


 

EN EL PAÍS DE LOS CUENTOS DE HADAS

Este relato fue primer premio en el año 2006 en el IX Certamen de Relatos Breves "Retratos de Mujer" que organiza el Ayuntamiento de Jaén.
Fue una entrega de premios en un lugar muy elegante, muy andaluz, con un patio interior lleno de grandes macetas con aspidistras muy típico, con columnas, y una sala con bancos de madera y vidrieras de colores. Nos trataron muy bien, luego nos sirvieron una copita de vino andaluz. Y conocí Jaen, que no lo conocía... En fín esas cosas buenas que traen los premios literarios.
Y más tarde me lo publicaron en una revista literaria navarra Luces y Sombras en el año 2012.

EN EL PAÍS DE LOS CUENTOS DE HADAS

Rocío Díaz Gómez


Érase una vez un día que quise volver al País de los Cuentos de Hadas...


Quise “volver a los tiempos remotos, cuando bastaba desear una cosa para que se cumpliera”, quise creer que se podía desandar una vida, que podía uno volver a inventar su propio cuento...


Porque el día que quise volver al País de los cuentos de Hadas, a Cenicienta le habían crecido los pies, le habían crecido cuando ya ni en China gustaban en las niñas los pies pequeños, cuando ya ni en China gustaban las niñas... 


Y era entonces, cuando la Cenicienta que había en mí, gastaba un 40 largo, lucía botas con plataforma y marujeaba orgullosa entre electrodomésticos de última generación. El tostador y la freidora, el lavavajillas y la vaporetta, el microondas y la thermomix habían dado la jubilación anticipada a un hada madrina que lejos de sentirse aparcada, de viaje en viaje del Imserso, hacía bailar su varita mágica, con mucho más estilo que una majorette. 


Mientras, Cenicienta gustaba y tenía tiempo de leer y leer libros, aprobar oposiciones e inventar cuentos de otras hadas a las que inventar una vida feliz. Inventar.


Porque el día que quise volver al País de los cuentos de Hadas, había conocido a un Príncipe azul que le olían los pies, le habían salido entradas en la regia frente y disfrutaba aún más que los enanitos, viendo correr despavoridos tras una plebeya pelota a 11 príncipes mucho más azules y más atléticos que su Alteza Real... Si era verano y tumbada a su lado esperaba rendida y de sus labios un beso de amor, lo único que se dejaba sentir cerca de mí, era un calor de mil demonios... Si era invierno, sus pies congelados enfriaban cualquier leve intento de pasión, obligando a mi cuerpo a atrincherarse entre la mediana de la cama y la mesilla, en tan complicada posición que necesitaría después cajas y más cajas de relajantes musculares y masajes y más masajes de Bestias de descolorida sangre roja pero que me harían sentir más, mucho más Bella que me había sentido nunca jamás al lado de Él.


El día que quise volver al País de los cuentos de Hadas, la Blancanieves que había en mí, cansada de su pálido destino, había cogido gusto a un color más tostado y saludable de la piel, delante del espejo se descubría mejor morena, y se tumbaba boca arriba, boca abajo, de sol a sol. La Caperucita que había en mí, había aprendido corte y confección y de su capa se había hecho un conjuntito de ropa interior de lo más escotado y colorado con el que soñaba comerse al lobo, enterito, de un bocado y mucho mejor... La Gretel de mi infancia, había descubierto que con un solo tetra brick podía hacerse para ella solita toda una urbanización de casas de chocolate sin necesitar de la ayuda de nadie... Las sirenas se habían quedado afónicas de tanto cantar y exigían una indemnización por las condiciones laborales tan precarias, por exceso de humedad, por interminables horarios, más, dada la urgente necesidad de modernizarse luciendo neopreno, un plus para vestuario...


El día que quise volver al País de los cuentos de Hadas, a mi Juan sin Miedo le daba pavor declararse, comprometerse, perder su preciada independencia. Por más que el Rey de mi casa, le concediera una mano de la Princesa, y luego las dos, un pie y luego los dos, por más que le concediera la Princesa entera y la misma Princesa acurrucada que había en mí, se ofreciera desnuda y de cuerpo presente, a mi Juan sin Miedo le castañeaban los dientes, tartamudeaba excusas y perdía el pie y algo más por salir huyendo vencido por el pánico de la paternidad y el compromiso.
El día que quise volver al País de los cuentos de Hadas, no encontré héroes que vencieran a mis dragones, ni caballeros a quién tirar escalas, ni largas trenzas por las que trepar. No encontré ningún sastrecillo valiente que matara al gigante. No hubo ningún hombre de luenga barba blanca y sabio muy sabio para mostrarme el camino.
Me moría por un príncipe con toda mi alma, me moría por un amor que mataba. Un malvado, un brujo que no encontraba su final en ningunas llamas, un genio cruel cuya botella me empeñaba yo en destapar... una y mil veces.
El día que quise volver al País de los cuentos de Hadas, aún no sabía que un tratado adulto e internacional había desdibujado sus fronteras... Un tratado adulto, como adulta ya era yo.
Y hubiera apelado al cumplimiento de no sé cual artículo de la Convención Internacional de los Derechos de las niñas donde se exigía que debíamos tener los pies pequeños, que debíamos encontrar un príncipe azul, que debíamos hacernos adultas cuidando de una familia entera de héroes y princesitas que leyeran cada noche cuentos de hadas...
Pero no supe donde apelar... con el paso de los años había olvidado dónde buscar el País de los cuentos de Hadas.

©Rocío Díaz Gómez




 Porque la edad no importa
Una de mis cartas de amor que fue premiada en el XI Certamen Nacional de Cartas de amor de Radio Nacional de España. Cuenca. 2003. Recuerdo que aquella entrega de premios fue en el Parador de Cuenca, un lugar bien elegante en una ciudad que siempre gusta visitar, y lo que es mejor, nos trataron muy bien.
Porque la edad no importa
Rocío Díaz
Hola Vanesa,
Yo no sé escribir cartas. Pero me ha dicho mi abuelo que a lo mejor no era mala idea intentarlo, que a veces es más fácil que hablar. Como casi siempre tiene razón, le voy a hacer caso, aunque creo que me pensaré un poco más lo de dártela... Aunque él dice que si es por el corte que digo, que aproveche ahora que no te tengo que ver la cara cuando la leas, que él sabe lo duro que puede ser eso, y no sé... que va a tener también razón...
Tú no me conoces, yo me llamo David y estoy en casi, casi la ESO, bueno me faltan dos cursos, pero casi. Tu y yo vamos al mismo colegio, aunque tú algunos cursos por delante, pero pocos, bueno... otros dos. Pero mi abuelo dice que la edad no importa, cuando importan otras cosas.
“Que ahí bien cerca le tengo a él, carteándose con la Inés, la de la panadería, que ya no es ninguna moza, que me fije en él, que ya está en el penúltimo escalón de la vida, pero que no cambiaría esas letras por nada del mundo...”. Y debe ser verdad, porque yo veo cómo huele sus cartas, y las vuelve a leer y las guarda con mucho cuidado en el cajón de su mesilla.
“...Qué me fije en Rober, mi hermano, cómo manda y remanda mensajes por el móvil a su chica, que no es lo mismo que las cartas, pero parecido, y dice, que bueno, que se perderán las vocales pero que lo que importa ahí sigue...”. Lo de las vocales lo dice por mi madre, que es profe y siempre está regañando a mi hermano porque dice que se le va a olvidar escribir, de tanto andar con el dichoso móvil, que en qué hora se lo compró...
“...Que me fije en Rodrigo, el cartero, que algo así parecido a lo mío debe barruntar con la vecina del quinto, cuando a todos les echa el correo en los buzones y con el de ella se sube los cinco pisos cargando con el carrito amarillo, ná más que para verla y dárselo en mano...” y así me va contando el abuelo de todos los que nos rodean, para que yo no me crea que esto que me pasa, solo me pasa a mí, que no, que es de lo más corriente y hasta contagioso...
Porque Vanesa desde que nos dieron las vacaciones, y no te veo a la salida del cole, a mí se me ha quitado el hambre, y me da igual que haya espaguetis, que son mis preferidos, que qué me lleven al burguer, que no como nada de nada. Que ya no me entero de las películas de Harry Potter y pierdo siempre contra la supernintendo. Jo, que ya no me hacen de reír ni los Simpson... que antes me tiraba por el sillón y por el suelo de la risa que me entraba con ellos.

Que el otro día cuando nos cruzamos en el centro comercial, que tú no me viste, pero que yo me quedé como pegado al suelo con superglú sin poderme mover, ni hablar. Que ahí fue cuando el abuelo se dio cuenta. Y es que cuando te vi pasar con tu cazadora azul clarito y tu pelo largo, con esos dientes tan iguales y esas piernas tan flacas, a mí en la boca me apretó más el aparato que nunca, y me pareció que nunca terminarían las vacaciones de Navidad, que esto tan malo de querer volver a clase no se lo deseo ni a mi peor enemigo, que no se lo puedo contar a nadie ni a mi amigo Héctor ni tan siquiera, porque me llamaría traidor con toda la razón y no volvería a dirigirme la palabra.
Que me puse tan enfermo Vanesa por dentro, que hasta le pregunté a mi abuelo cuando conseguí abrir la boca, que si él también creía que estabas tan buena... y me contestó, después de pensarlo un rato, que eso de la belleza es muy complicado, que somos muy raros y que a cada uno le parecen bonitas unas personas y a otros otras, pero que si a mí me lo parece, es que lo estás... Entonces más despacio, me quedé pensando que a lo mejor no había sido muy buena idea lo de preguntarle, y que debía tener razón el abuelo, porque si él llega a preguntarme que si yo creo que está buena la Inés, la de la panadería... fíjate que a lo mejor con eso sí que me hubieran entrado ganas de tirarme al suelo y morirme de la risa otra vez...

Bueno Vanesa que todo esto que te cuento es para pedirte que si querrías dar una vuelta conmigo a la salida del cole. Si quieres para no nos vea nadie, porque ya sé que tú pensarás que qué vas a hacer tú con un enano como yo, pues vamos por las casas de detrás que casi no vive gente... Solo una vuelta pequeña, que dice mi abuelo que cuando me conozcas mejor yo dejaré de parecerte tan enano... y que a lo mejor, solo a lo mejor, hasta dejarías que me convirtiera en uno de tus mil novios, que aunque tuviéramos que pasear de incógnito por el mundo como Superman, a mí no me importaría... si yo pudiera ir a tu lado.
Y ya solo decirte que desde que sé que te llamas Vanesa, ese se ha convertido en mi nombre favorito, que me paso los días escribiendo uves por todas partes, en el papel higiénico mientras estoy sentado en la taza, en la arena del parque, en las hojas del libro de Cono que ya hemos pasado, en la salsa de tomate del plato, en todas, todas partes... porque como tú, Vanesa, estoy seguro de que en este planeta, no hay nadie mas...
David

©Rocío Díaz Gómez

Y éstos son los enlaces que os comentaba, donde en su día colgué otras dos cartas de amor por si os apetece seguir leyendo...
 CírCULOs de aceite





CírCULOs de aceite

Doctor, cómo se lo explicaría yo... Claro, claro por el principio: Pues mire de niño tenía lombrices, unas lombrices enormes que picaban una barbaridad las cabronas, perdone, perdóneme usted este lenguaje tan ordinario pero es que es acordarme y es como si me picaran otra vez a puro rabiar. Lo pasaba tan, tan mal, que hasta sangre me hacía de rascarme y rascarme, un horror. Entonces mi madre me echaba sobre sus rodillas boca abajo y untaba con sus dedos mágicos aceite en mis partes, ya sabe, alrededor de todo el orificio anal... suavecito, suavecito, haciendo círculos y círculos, suavecito y más círculos, redondito, redondito hasta que salían las condenadas y entonces mi madre podía agarrarlas por su pescuezo de lombriz y se acababa instantáneamente el picor, ese picor tan horrible que me tenía destrozadito por dentro y por fuera.

En el parque, en el parque doctor, eso dijeron que debió ser producto de algún tipo de infección jugando en la calle... Bueno pues lo que le iba contando, duró tanto la infección, tanto, que me dieron los dieciocho con el temita del aceite y lo suavecito a cuestas. Con el tiempo y al fin el enemigo abandonó, pero a mí ya se me quedó esa cosa de los circulitos... Y madre no hay más que una. Una madre te unta hasta los ochenta si es necesario si a su hijo eso le calma los nervios...

Pero doctor el mes pasado, se murió mi madre, noooo tranquilo, ley de vida, que los noventa no los cumplía ya la pobre, Dios la tenga en su gloria. Y bueno pues que yo venía porque... ésto es un efecto secundario de aquel largo tiempo de enfermedad, doctor, es como otra enfermedad que me ha tocado a mí, compréndalo, una enfermedad como otra cualquiera y entonces si usted fuera tan amable de firmar algún documento para que la asistencia médica del barrio se ocuparan de mi problema… Yo no soy más que un enfermo, doctor, un enfermo cualquiera, un enfermo más, que necesita atención facultativa... Entonces, bueno, pues si fuera posible que me pudieran mandar a casa a una enfermera o a alguien de maneras delicadas… en fin ya sabe, una enfermera preparada y cuidadosa para mi tratamiento diario.

©Rocío Díaz Gómez
 




Un apeadero para la tristeza

"El 23 de julio, a las 20,30 h. se presentará en el salón de actos de la Casa de Cultura de Monreal del Campo la letra j de la Serie de Literatura “Miguel Artigas”, que coincide con el décimo certamen de literatura convocado por el Ayuntamiento de Monreal del Campo y el Centro de Estudios del Jiloca, recoje a los siguientes escritores:
  • ROCÍO DÍAZ GOMEZ, primer premio con el relato “Un apeadero para la tristeza”





Un apeadero para la tristeza
Rocío Díaz Gómez

Había escuchado esa canción más de mil veces. “Cuando me miras morena, de dentro del alma...” La había tarareado muchas más. “... Un grito se escapa, para decirte muy fuerte...”Y ni una sola de esas veces, ni una sola, sus pies habían dejado de acompañarla en el entusiasmo, danzando con vida propia al compás de la conocida melodía. Muchas veces al sentirlos se había preguntado a quién le gustaba más la canción si a sus pies o a ella misma. “...Decirte muy fuerte: guapa, guapa, guapa...”

Por eso, y en ese momento, supo que la canción que sonaba en la lejanía era la suya. Cuando de pronto había sentido que sus pies querían moverse, al principio con timidez, después libres y sueltos como siempre lo habían hecho, lo supo. Fueron ellos los que la avisaron, “...y es que tu cara morena, me roba la calma...” fueron ellos los que la celebraron primero y fue su alma la que lo hizo después, mientras se iba empapando de un chirimiri de nostalgia inevitable, al reconocerla: “...con gracia chulapa para decirte muy fuerte: guapa, guapa, guapa”. Porque aunque había crecido con ese estribillo trepándola alegre desde la planta de los pies, hasta salirle por la boca, hacía ya muchos años que no la escuchaba... Muchos. Tantos años como hacía que no veía a su abuelo. Tantos como hacía que este no la tomaba de la mano y la apretaba del talle para bailar juntos su canción después de decirla “Ea nena a bailar, que las penas bailando parecen más flacas...” El abuelo siempre la llamaba nena, y en aquel pueblo en que se conocían todos, no era difícil que alguien la llamara así...
El abuelo Matías abría siempre el baile del pueblo. En cuánto escuchaba a la orquesta comenzar a tocar no podía parar quieto. Sus pies bailaban, sus brazos bailaban, su redonda tripa bailaba, todo él se movía, como si la música le llevara colgando de unos hilos temblones, como una inquieta marioneta rechoncha que se mueve y mueve feliz. Lo hacía bien, bailaba muy requetebién, eso decía la abuela y decían los demás. Por eso todos los ojos paisanos quedaban hipnotizados mirando como recorría danzando la plaza, como festejaba con todo su cuerpo la melodía. Cuando ya llevaba un buen rato haciéndolo era cuando caía en la cuenta de que era el único que bailaba y entonces se plantaba ufano y en jarras frente a aquel improvisado y familiar público, la panadera, el del bar, los de correos... y a voces les gritaba “Ea a bailar perezosos... ¿que es eso de mirar? ¡no veis que están tocando para nosotros...! A la plaza que ya estáis tardando...” y comenzaba a sacarlos a bailar uno a uno sin atender disculpas ni quejas... sin parar de tirar de ellos, hasta que tenía la plaza llenita de zapatos brincando.
No quería seguir escuchando esa canción. Abrió el invisible paraguas de la indiferencia para impedir que la nostalgia humedeciera sus ojos y comenzó a pasear deprisa por el andén. Taconeó fuerte. Taconeo ruidosamente para evitar escuchar. Noteescucho, noteescucho, noteescucho, se dijo como una niña chica y enfadada, como la niña que era cuando su abuelo bailaba con ella... Pero por más que quiso alejarse, por más que quiso pensar en otras cosas más urgentes, más actuales, la canción no dejaba de sonar. “Cuando me miras morena, de dentro del alma, un grito se escapa...” Y ella no dejaba de escucharla. “... para decirte muy fuerte: guapa, guapa, guapa”. Y la maldijo, maldijo aquellos largos cuatro minutos que parecían cuatrocientos. La maldijo tanto como un día había disfrutado que fuera tan repetitiva y tan alegre, tan sencilla y tan cercana, tanto como un escalofrío de puro placer que sale de dentro sin darnos ni cuenta... Nerviosa, se puso las gafas como un medio más de esconderse. Tendrías que verme abuelo se dijo... de rubia platino y con gafas negras... De rubia, que a ti no te gustaba nada… Y de pié, y hasta con falda y tacones... Luciendo mis piernas. Las piernas abuelo, la buena y la otra… La otra, abuelo, la que ya no baila… Pero la canción seguía y seguía sonando, “Y es que tu cara morena...” seguía y seguía colándose por sus oídos, “...me roba la calma con gracia chulapa...” colándose por sus ojos “para decirte muy fuerte”, por su alma... “Guapa, guapa, guapa...” Su cuerpo, una regadera llena de agujeritos, por los que en vez de salir agua entraba música a borbotones, aquella música haciéndola recordar...

Era tan curioso ver bailar al abuelo... En su cuerpo siempre los anchos pantalones subidos hasta las axilas, colgándole como cortinones desde aquella voluminosa tripa hasta aquellos, tan diminutos pies que parecían esconderse tímidos, pero que asomaban y llevaban la voz cantante en cuanto sonaba música, aquellos que vivitos y coleando le hacían bailar a la primera nota. En su cara siempre aquella sonrisa enorme enmarcando una llamativa muela de oro que lanzaba brillos con cada carcajada, situada estratégicamente al lado de un hueco enorme por el que se le escapaban descarados esos “ea” de puro remango y tan suyos con los que siempre abría o cerraba sus frases. “Ea nena, a bailar” ¡Y vaya si bailaban...! Porque ella había salido a él. No se parecía a la abuela ni a su madre, más serias, más tranquilas. La música podía con ella. Y a la primera nota se buscaban con la mirada, atravesaban la plaza y se enlazaban en un nudo extraño, siamés y perfecto de cuatro piernas y dos cabezas, que se movía graciosamente de un lado a otro. Él panzudo y ella esmirriada. Pero acoplados armoniosamente, rindiéndose a la melodía. El abuelo siempre la animaba a que se dedicara al baile, porque estaba convencido de que era lo suyo, de que haciendo eso ella sería feliz. Y quizás ella le hiciera caso, seguramente. Porque era verdad, nada le hacía sentirse mejor que bailar.

El abuelo Matías vivía en el pueblo, mientras que su madre y ella se habían mudado a la ciudad de provincias más cercana, donde había más trabajo. El padre había muerto siendo ella pequeña, tanto tiempo atrás, que no era más que una figura borrosa con tantas cualidades colgando como bolas lleva un árbol de navidad. Una figura que por supuesto se había inventado y cuyos rasgos y maneras se asemejaban tanto a los de su abuelo como si se hubiera tratado de dos gemelos idénticos. El padre que se había inventado y del que presumía con las niñas de la clase era alto, grande, panzudo, tenía una muela de oro que brillaba, y bailaba mejor que ningún otro. El padre que se había inventado las esperaba con los brazos abiertos en un andén de estación todas las vacaciones de navidad, de Semana Santa, de verano y antes de que se hubiera acercado a él ya la había levantado por los aires abrazándola y bailando con ella mientras tarareaba aquella canción... “Y es que tu cara morena, me roba la calma con gracia chulapa...”
Habían pasado veinte años desde la última vez que la había escuchado. Veinte años desde la última vez que la había tarareado, pero al volver a escucharla tanto tiempo después y en aquel solitario andén donde cada palabra por muy lejana que sonara tenía eco, se daba cuenta de que recordaba tan bien la letra como si la hubiera estado oyendo el día anterior. Y por fin dejó de luchar consigo misma y se rindió a escuchar los últimos minutos... “Cuando me miras morena, de dentro del alma un grito se escapa, para decirte muy fuerte; guapa, guapa, guapa. Y es que tu cara morena, me roba la calma...”. Era una melodía tan alegre... Pero el inconfundible pitido del tren atrajo su atención, se hacía grande aproximándose ya desde la lejanía, y con alivio se alegró de que al fin lo hiciera. Cogió el maletín donde entre lágrimas y a todas prisas había guardado ropa para un par de días y que acarreaba como si en él hubiera guardado media vida y se preparó para subir. Había que hacerlo deprisa, si las cosas no habían cambiado aquel tren de cercanías apenas estaría estacionado en el andén cuatro o cinco minutos antes de volver a arrancar. Y las cosas casi nunca cambiaban... Sentada ya, comenzó a mirar por las ventanillas. El paisaje al principio pasaba lento, luego cada vez más deprisa, aquel paisaje, estéril pero tan familiar, vertiginoso avanzaba ante sus ojos. Vuelvo al pueblo abuelo, se dijo. Vuelvo ahora que tú ya no estás... para recibirme. Y un nudo se le apretó en el estómago. Ojalá hubiera podido volver atrás, ojalá hubiera podido volver a los ocho años, a los diez, a los doce, a esa edad dorada e imprecisa en que aún su abuelo era especial... Y el nudo de decepción y dolor se le apretó aún más fuerte en el estómago. Ojala se pudiera detener el tiempo... Ese tiempo que aún no escocía... no dolía. Y le pareció tener de nuevo quince años...
En el verano de los quince y por primera vez su madre la dejó ir sola al pueblo. Había insistido tanto y había sacado tan buenas notas, que la pobre no pudo negarse más. Al fin y al cabo no era mucha la distancia que tendría que recorrer sola. La dejaría en el andén de la estación de la ciudad, cogería el tren del correo y la esperaría su abuelo también en el andén de la estación del pueblo más cercano. De andén a andén, solo tendría que ir sola el trayecto del tren, y era una línea de correo entre pueblos en los que todos se conocían y aprovechaban para trasladarse.
Y así se hizo. Llegó sana y salva. Nada más abrirse las puertas del tren, antes de bajar, nada más asomar la cabeza y echar un vistazo a ambos lados del andén para ver si ya había llegado el abuelo, con su gorra calada hasta las orejas, Fermín el jefe de estación, plantado a la cabeza del tren ya estaba gritando: “Matías, tu visita... Y supo que su abuelo estaba allí. De dos brincos bajó corriendo del tren y le buscó con la mirada. No tuvo que buscar mucho, cuando se dio cuenta ya estaba entre sus brazos. “Nena, cuánto has crecido, y con esa cola de caballo tan larga y tan morena estás tan bonita...” Al abuelo le gustaba el pelo muy negro, las mujeres morenas. No acababa de decir eso cuando los dos al unísono empezaron a cantar: “Estás tan bonita y graciosa que airosa tu gracia chistera...” y sin pensarlo empezaron a bailar. Fermín que ya había dado paso al tren, tampoco perdió tiempo en agitar otra vez el banderín rojo arriba y abajo como si dirigiera a la orquesta mientras decía: “Ole, ole y ole...” dando palmas y palmas.
Recordaba aquel verano como si acabara de terminar. No en vano, con lo que acabó fue con el pedazo más entrañable de su vida. Lo terminó, lo hizo trizas. En él se congeló el tiempo de aquella vida tranquila y alegre. Iban al río cada tarde y a las fiestas de los pueblos de los alrededores cada noche. Durante todo el verano se sucedían las Vírgenes y romerías. Las orquestas se las veían mal para llegar a tiempo y estar en todos los pueblecitos que tenían algo que celebrar. Con la letra de los pasodobles aún bailando en la boca y los pies cansados de tararear por el suelo la melodía se acostaban cada noche. Eso era la felicidad. Eso que tocaban con su voz y sus pies. Eso y nada más. Así pasó el verano.
El perfil de la estación en que tenía que bajarse apareció lejano ante sus ojos, recortando la nostalgia, aplastándola con la realidad de una estación que veinte años atrás parecía más grande. A medida que se iba acercando sintió la soledad que reinaba siempre entre las vías. El edificio de la estación, gris, cuadrado, fue tomando forma ante ella. Seguía siendo el mismo, quizás más oscuro de lo que ella recordaba. Sin querer sonrió, al descubrir que el reloj de dos caras seguía allí. Consultó el suyo, de pulsera. La misma hora. Puntual como siempre. Se apresuró a prepararse para salir. Apenas pararía cuatro minutos. Los cuatro minutos que pueden cambiar una vida. Se acercó a la puerta con su pequeña maleta y nada más abrirse las puertas se bajó del vagón y echó a andar por el casi solitario andén. Poco a poco se fue acercando a un hombre que esperaba a la altura de la máquina del tren. Sabía que estaba allí un poco más adelante. Pero no se había fijado en él hasta que al pasar por su lado él la miró y dijo: “Nena… ¿Eres tú…?” Hacía siglos que nadie la llamaba así: nena. Esa breve palabra tuvo la fuerza de un seísmo en su memoria. Y se dio la vuelta… “¿Eres tú verdad?” le dijo el hombre “Estás rubia… pero eres la nena de Matías… ¿no es así? ¡Dios mío! Estás tan cambiada… Pero eres tú…” “Fermín…” solo contestó ella. Porque era Fermín, lo sabía de sobra, con su gorra, con veinte años más… pero era el mismo Fermín, cuyo banderín rojo aún tenía fijo en la memoria… “Nena, te has hecho una mujer, si te viera tu abuelo, estás tan bonita…” Y de pronto aquella canción empezó a escucharse de lejos: “Cuando me miras morena, de dentro del alma, un grito se escapa...” La escuchaba tan nítidamente “... para decirte muy fuerte: guapa, guapa, guapa”… que no podía ser verdad. No podía escucharse también en aquella estación. No podía ser verdad. Y no lo era.

A finales de septiembre de aquel verano de sus quince años, el día de la marcha, el abuelo se empeñó en apurar al máximo posible el tiempo que les quedaba. Y vieron amanecer juntos, y fueron a cuidar de los animales, y fueron a echar un último vistazo al huerto. Por la tarde aún les dio tiempo a ir al río. La abuela dijo varias veces: “Matías a ver si la niña va a perder el tren... que mañana ya tiene clases...” “Que no mujer, que no, si da tiempo a todo... ¿A que sí?” Y ella decía que sí, porque la verdad es que no quería marchar a la ciudad. Tenía ganas de volver a casa y ver a su madre. Pero no quería dejar atrás al abuelo, y al pueblo, y la vida plácida de aquellos días. Si el abuelo decía que había tiempo, lo habría. “Matías, apúrate que no llegareis...” dijo un par de veces más la abuela. Pero ninguno de los dos quería que llegara la hora, querían estirar y estirar el tiempo.

 Cuando llegaron a la estación, solitaria como siempre, a lo lejos ya se oía el pitido del tren. “Ya viene, ya viene, daros prisa” les gritó con las manos Fermín el jefe de estación. Oscurecía, y había que correr, había que subir deprisa, nada más que se detuviera el tren, apenas estaría estacionado en el andén cuatro o cinco minutos antes de volver a arrancar. Tenía que ser una despedida corta.
Corrían por el largo anden, mientras el tren ya se acercaba, se iba haciendo grande y los faros de la máquina relucían haciéndoles señales, amenazando con tragarles la nube de humo de la máquina, tan cerca estaba ya. Corrían aún cuando al fin el tren se paró y se quisieron abrazar una vez más, bien fuerte, bien estrecho. Cuánto te voy a echar de menos... Cuánto, cuánto. Y ella oyó el silbato y vio como se levantaba el banderín. Pero su abuelo no la soltaba y sintió que el tren arrancaba y ella aún estaba en el andén. Y el abuelo quiso que ella no perdiera el tren, quiso que se subiera a él. Y sin decir nada la cogió en volandas y la subió, empujándola para que entrara. Pero ya el tren estaba en marcha, cogiendo velocidad, y no se podía, no se podía, porque ya la puerta había pasado. Solo recordaba el rojo del banderín y los gritos de su abuelo, el olor del tren y las voces de Fermín. Una sensación de calor le recorrió el cuerpo y sintió una cuchilla de hielo en la pierna derecha. Poco a poco dejó de oír, de sentir, se fue hundiendo en el silencio.
No había vuelto a escuchar la letra de aquel pasodoble: tres veces guapa. Fue una operación tras otra durante muchos años. El abuelo llegó a vender su muela de oro, para que no faltara dinero para acudir a cuántos médicos hiciera falta. Y finalmente ella consiguió volver a caminar.
Al abuelo los remordimientos le tenían acobardado. Su alegría se había esfumado y ya nada empujaba a sus pies a que danzaran inquietos, la pena los amarraba al suelo. Nunca más se volvieron a ver. Ella, se debatía entre el amor que le tenía, y un sentimiento extraño, incómodo, que palpitaba bajo el dolor que sentía en su pierna y le impedía llamarle. Era demasiado joven y eran demasiadas operaciones. Él era demasiado mayor, y sentía demasiada culpabilidad. Dicen que fue otro accidente, que de tanto ir a la estación se resbaló. Ella sabía que al año exacto no lo soportó más.
Aquella canción solo estaba en su memoria. No sonaba ni en la estación de donde había partido ni en aquella donde acababa de llegar. Había estado dormida durante mucho tiempo, y de pronto se había despertado poniendo patas arriba los recuerdos. “¿Pero nena y cómo otra vez por aquí?” preguntó Fermín. “Pues ya ves, Fermín, la vida… no sé… Quizás a vender la casa de los abuelos…” dijo ella, pero pensó o a lo mejor es que uno se pasa la vida huyendo, sin resolver sus problemas… “Pues sería una pena, una casa tan buena, en el centro del pueblo… a dos pasos de la plaza, que en fiestas…” contestó Fermín. “Ya…” le atajó ella. No siguió Fermín dando una opinión que nadie le había pedido, sin embargo sí dijo: “Cada tarde venía tu abuelo hasta aquí, y echaba una flor entre las vías… Se quedó tan triste el hombre, que mala suerte Nena, que mala suerte…” Ella asentía. “…El hombre ya no era ni su sombra, pero el ratito que paraba por aquí, parecía al menos un pelín menos triste porque tarareaba muy bajito una canción… Cuando le veía siempre me decía: A ver si remonta el Matías, a ver si remonta… porque nos llegaban recados de que poco a poco parecías ir mejor… Pero al año ya ves, otra desgracia...” “Está usted igual Fermín...” solo contestó ella queriendo ser amable. “Que va hija… ¡¿Voy a estar igual…!? Qué mas quisiera yo… Además ya ves está todo ahora tan automatizado en la estaciones... que parece que estamos aquí de adorno...” “Las estaciones siempre serán lugares especiales, de encuentros... (y no quiso ella decir desencuentros...) Y supongo que hay que modernizarse, el paso de tiempo trae estas cosas...” “Pues sí, nena, pues sí, pero mira habrá que pensar que también trae otras... como a ti. Que bueno verte nena, cuánto me alegro de encontrarte tan bien... aunque estés tan rubia, se te ve rara...” “Bueno Fermín me alegro de verte, me alegro mucho de verdad, nos veremos...” “Claro que sí nena, al menos yo espero verte mucho más a menudo a partir de ahora...”
Ella, cogió su maletín otra vez, y se encaminó hacia la salida. Las estaciones, pensó, son casi humanas, aquí nos olvidamos las alegrías y las tristezas y aquí siguen empapando vías y ándenes... Que mala suerte, nena, había dicho Fermín. Quizás solo fue eso, mala suerte. Quizás ellos tenían que haber intentado volver a cambiar esa suerte. Pero ya era tarde. Había sido un largo recorrido y su abuelo ya no estaba. Pero tenía razón la casa era buena, y a ella siempre le gustó mucho el pueblo... “Cuando me miras morena, de dentro del alma...” Quizás sí esté rara de rubia... Quizás ya ha pasado demasiado tiempo... Pero ese tiempo la había devuelto a su estación... “...Un grito se escapa, para decirte muy fuerte...” Sintió como un hormigueo le nacía en la planta de los pies, cómo éstos querían moverse... “Ea nena a bailar, que las penas bailando parecen más flacas...” Sonrió. Hacía tanto tiempo que no sonreía... “...Decirte muy fuerte: guapa, guapa, guapa...”
©Rocío Díaz Gómez
Julio 2010





 La piel de la rutina
 Premiado con el primer premio en el XVI Premio de Narrativa de la Asociación de Ávila.





LA PIEL DE LA RUTINA

Rocío Díaz Gómez



Los lunes de 9 a 10 Doña Pilar tiene “Lengua”. Por eso desde las nueve menos cinco, ni un minuto de más ni uno de menos, porque la puntualidad es principio de Reyes, norma de caballeros y costumbre de gente bien nacida, ella ya está sentada, en su cuarto de estar, con las piernitas juntas y las gafas en la nariz, al lado del teléfono.

A esa hora ella ya ha hecho su cama, se ha duchado y arreglado con esmero y de arriba abajo, con esas prendas que utiliza para estar cómoda en casa pero abrigada, sin estar de punta en blanco pero presentable, por aquello de si tiene que salir a abrir la puerta. Ya está también desayunada, ya se tomó su pieza de fruta, se hizo las tostadas con aceite de oliva, porque junto a las nueces es lo mejor para la circulación, y ya lo ha acompañado de un delicioso y humeante café, descafeinado por supuesto, que la entone para enfrentar un nuevo día.

A las nueve menos tres doña Pilar ya tiene la agenda en la mano y a las nueve en punto coge el teléfono para ir enlazando una conversación con otra y esta con otra, sin descanso pero sin cansarse, hasta las diez menos un par de minutos de la mañana. Momento en que considera que por el lunes, ya se ha puesto al día en todas sus relaciones familiares y de amistades varias, dando por finalizada la “Lengua”.


La piel de la rutina es dura, cuarteada por los años, claro, pero resistente. Eso cuenta doña Pilar. La piel de la rutina te encorseta, pero a la vez te acuna, te mece, te va guiando. Doña Pilar necesita de esa rutina, y la lleva a rajatabla. Atrás quedaron los años de su recién iniciada jubilación. Atrás quedó la euforia de los primeros meses, cuando se creía liberada de los madrugones y de los niños gritones, del bullicio del colegio y de la esclavitud de los temarios, de las épocas de exámenes y de las tediosas recuperaciones. Atrás quedaron aquellos días en que todo era recreo. Puro y bendito recreo.


Los lunes de 10 a 11 doña Pilar tiene “Matemáticas”. Por eso nada más colgar el teléfono se va hasta la mesa camilla y después de beberse un vaso de agua de la jarrita que siempre tiene a punto, se sienta dispuesta a poner orden en las cuentas de la casa. Repasa los recibos que se han ido acumulando desde el jueves a las 12.15 que dejó las matemáticas, apunta y pone al día los gastos diarios de pan y leche, periódico y demás minucias. Y va repasando, mientras puntea más despacio, la cuenta de la compra del viernes, tomando nota fiel de lo que supusieron los descuentos del 2X1, lo cara que está la vida y lo poquísimo que cunde la pensión. Sabe doña Pilar que el camino de la fortuna depende de tres palabras: trabajo, orden y economía, por eso, aunque lo suyo siempre fueron las letras, no deja esta ingrata labor hasta que puede clausurar el cierre de los cuadernos con un largo suspiro de alivio, tras cerciorarse bien de que son las 11 menos tres minutos.

Los lunes, como los demás días de la semana, de 11 a 11.30 doña Pilar tiene el recreo. Así que nada más terminar las cuentas se levanta de la mesa camilla, y tras beberse otro vaso de agua, porque hay que beber al día no menos de 8 vasos, se va hasta el silloncito de al lado de la ventana. Se sienta en él y mientras se acerca el taburete para estirar las piernas media hora, enciende la radio que tiene allí mismo. Le encanta el programa que a esas horas hay en Radio Nacional de España... Es de cotilleo, es verdad, pero de vez en cuando lo interrumpen con la musiquita pegadiza que acompaña a la voz con que se anuncia “Un minuto para la cultura”, cuando hablan de un disco, un libro, una exposición. Esos destellos que la iluminan de cultura, le ayudan a no sentirse tan mal... Porque no lo puede evitar, le entretienen tanto esos trajines de la farándula... Además al fin y al cabo, piensa, es la hora del recreo ¿no?.


La piel de la rutina te tranquiliza, te cobija, te serena... Por eso pronto se dio cuenta doña Pilar que aquel período loco de recién jubilada había sido un espejismo. Había saboreado aquellos primeros días, aquellos primeros meses sin horarios ni reglas, hasta que dejó de hacerlo. Con lo que había sido ella, pronto se dio cuenta de que cada día se levantaba más tarde porque no había prisa por llegar a ningún lado. Y al levantarse más tarde, se arreglaba aún más tarde o no se arreglaba, qué importaba... No iba a salir... Y podía comer o no comer, porque el no hacer ninguna actividad no le daba hambre. Y como no había comido, al final le entraba el gusanillo y a las cinco atacaba la nevera al asalto, pellizcando de aquí y de allí sin terminar de comer en condiciones... Y luego otra vez a deambular por la casa si no se decidía a salir porque además llovía o hacía frío o quizás demasiado calor. Y por la noche el sueño no se decidía a llegar y qué importaba la hora que fuera, total... no había por qué madrugar. Y a la mañana siguiente vuelta a empezar, solo que empezaba a la hora de casi ya almorzar... Y cada vez más tarde todo... más descontrolado... Que horror... Con lo que había sido ella... Con los poemas que había sabido escribir... Y en ese momento hasta contar su vida, pensar en ella, su vida misma le parecía un ripio absurdo que hacía daño hasta a los propios oídos.

Los lunes de 11.30 a 12.15 doña Pilar tiene “Conocimiento del medio”. Por eso a las 11 y 27 se levanta de su silloncito y tras beberse otro vaso de agua se encamina hasta la terraza. Es el momento de cuidar sus plantas. Le relaja mucho trastear con los tiestos, plantarlos, podarlos, remover la tierra, echarles su medicina... Como los viernes no tiene “Cono”, se sonríe al pensar que aún habla como sus jóvenes alumnos, los lunes es el día que da un repasito más a conciencia a sus niñas, así que decidida va a por la regadera. Sus niñas, como ella las llama... Y como a los de antes, no para de hablarlas, de regañarlas, de llamarlas al orden, de mimarlas... Hasta las 12 y trece minutos en que se va a lavar las manos, a beber otro vaso de agua y se dirige a su nueva tarea.

Los lunes de 12.15 a 1 doña Pilar tiene “Tecnología”. Es un poco tarde para su gusto, pero los horarios son como son, y si no los había discutido en toda su vida, no los iba a discutir ahora, cuando ya rozaba los setenta... En Tecnología doña Pilar da un repasito a la casa, limpia el cuarto de baño, pasa el polvo, friega... total es limpio sobre limpio así que hay tiempo más que suficiente.


La piel de la rutina es cuadriculada, guarda la vida en cajones y la organiza para que esté ordenada y no se nos distraiga la cabeza... Por eso doña Pilar un día lejano se dio cuenta de que no podía seguir así, no podía seguir por ese camino que empezó tras su jubilación. A su edad era más que necesario tener un orden cabal de las cosas, y más a esos años, que le gustara o no, ya iba teniendo y el riego nos puede ir jugando malas pasadas... ¿Cuántas veces había dicho a sus alumnos aquello de “Donde no hay regla se pone ella...”? Y ahora resultaba que ella misma cada vez estaba más desorganizada... Por eso a los pocos meses de jubilarse un día se pasó por el colegio de visita, saludó a los viejos compañeros y entre risas y no risas les pidió una copia del horario de sus alumnos de aquel año. Una vez que lo tuvo en sus manos, sonrió, primorosamente lo dobló y se lo guardó en el bolso. “¡Pobre...! pensaron todos, han sido tantos años...” Pero no era solo eso. No era nostalgia, era su salvación.

Doña Pilar aquella tarde imprecisa, no sabía ya si laborable o no, en aquella hora imprecisa, lo primero que hizo al llegar a casa fue colocar el horario de segundo ciclo de primaria en la puerta de su nevera, para tenerlo bien a la vista. Una vez allí colocado, miró el calendario y comprobó que ya era 6 de febrero, martes, y mirando después el horario que acababa de pegar encontró: “Los martes de 3:45 a 4:30 Plástica”. “¿Plástica?” Se preguntó a sí misma. Y haciendo un recuento mental de todas las labores que tenía a medias desde tiempos inmemoriales, se acercó hasta uno de sus cajones y sacó al buen tun tun una de ellas. “Bueno, pensó, pues ya sabes Pilar hasta las 4 y 25 a darle al ganchillo...”.

Y desde aquella tarde doña Pilar ha ido clavando su vida con unos alfileres invisibles a aquel trozo de papel. De nuevo ha cuadriculado su vida según le iban indicando aquellos apartados: de 9 a 10 Lengua, de 10 a 11 Matemáticas, de 11 a 11.30 recreo... Así se sentía mejor, más segura, mucho mejor.


Hasta el día que llegó a su vida Don Andrés.


Los miércoles de 11.30 a 12.30 doña Pilar tiene Educación Física. Por eso dedica ese tiempo a caminar deprisa de un lado a otro del parque cercano a su casa. Enfrascada en su caminata y sus horarios doña Pilar no ha reparado nunca en aquel caballero en pantalón y zapatillas de deporte que, sin embargo, ya hace tiempo la echó el ojo y la espera cada día sin atreverse a abordarla. Un día cualquiera el buen señor acompasa su paso alegre al de la señora y haciendo de tripas, corazón, le presenta sus credenciales. “Buenos días, don Andrés Pérez para servirla”. Doña Pilar educada como una señora, pero guardando las distancias como la misma señora que además de serlo tiene que parecerlo, le saluda, por supuesto, pero sigue a lo suyo. Don Andrés perplejo, acepta el recelo que cree ver en la actitud de doña Pilar, pero lejos de amilanarse, decide con más empeño buscar su compañía.

Por eso muchos son los miércoles que de 11.30 a 12.30 don Andrés la espera, aunque al final solo sea para llevarse a casa, en un bolsillo, un saludo cortés y fugaz. Muchos son los jueves los que la espera también a esa misma hora, sin que además ella llegue a aparecer, sin que pueda llevarse nada, ni siquiera fugaz. Muchos los viernes, lunes, martes... que tampoco llega. Hasta que un jueves en que don Andrés en la sobremesa iba al médico en la lejanía parece verla... Sorprendido de descubrirla a una hora que él creía no era la habitual, pero muy alegre de haberlo hecho, a rápidas zancadas se acerca hasta ella, para saludarla. “¡Vaya! ¡Cuánto me alegro de verla señora! ¿Ha cambiado usted sus hábitos?” “¿Yooo?” Contesta doña Pilar realmente extrañada... “Sííí, como su hora de caminar era a media mañana...”. “Ah, pero eso son solo los miércoles... ¿me tiene usted vigilada?”. “No por Dios, señora, perdóneme, es solo que yo pensé que tenía cogida esa hora... Como cada uno tenemos nuestra rutina...” Pero mientras don Andrés dice esto, doña Pilar ha continuado con su rápido caminar...

Sin embargo, aún separados por los pasos que ha dado doña Pilar en su caminata, ya prendido a la cabeza de cada uno se ha quedado el ultimo comentario del otro... Doña Pilar aún andando, no ha dejado de escuchar aquella ultima frase de Don Andrés: “Como cada uno tenemos nuestra rutina...”. Y don Andrés no ha dejado de escuchar la de doña Pilar: “Ah pero eso son solo los miércoles”.

La piel de la rutina es cuadriculada, por eso los viernes de 10 a 11 doña Pilar tiene “Educación Física”, como reza el horario. Nunca se ha encontrado con don Andrés a esas horas tan tempranas, sin embargo al día siguiente allí está el caballero con sus pantalones y sus zapatillas de deporte. Allí está esperándola sin que ella lo sepa desde bien, bien pronto. A partir de aquel viernes, don Andrés además de esperarla de la mañana a la noche, va a ir apuntando en un papelito a que hora llega y a que hora se va, hasta que consiga saber exactamente cuales son sus horarios.

Han sido muchos los miércoles, los jueves, los viernes que don Andrés ha hecho “Educación Física”, parque arriba, parque abajo, con doña Pilar hasta ganarse su confianza. Muchos, hasta que ha conseguido que ella le invite a subir a casa a escuchar música los viernes de 11.30 a 12.30.

Porque los viernes de 11.30 a 12.30 doña Pilar tiene “Música”.

Y silbando se va aquel primer día don Andrés a comer a su casa, después de haber estado en la de doña Pilar compartiendo música. Silbando continúa todo ese día, y el siguiente y el siguiente y así cree que seguirá hasta que el miércoles de la siguiente semana, de 11.30 a 12.30, pueda volverla a ver, porque lleva guardados en el bolsillos silbidos para eso y más. Porque sabe que ella necesita de esa rutina, sabe que solo la puede ver en “Educación física” y en “Música”. Y él está tan a gusto a su lado, la aprecia tanto que no quiere perturbar su vida, la quiere tanto que no quiere perturbar sus horarios, sus costumbres, sus rutinas...

Doña Pilar no puede creer que aquello le esté pasando. Ella que ha sido toda su vida tan organizada... Ella, que aún jubilada, sigue viviendo de acuerdo con la rutina que cuelga del horario que tiene pegado a su nevera, ella que tuvo que volver a colgarlo para no perderse... Ella... de pronto otra vez querría volver a saltarse todos los horarios.

Y se desvela por las noches inventando momentos para estar con don Andrés. Se desvela inventando actividades que no están en el horario. Inventando formas de estirar la media hora del recreo diario, pensando si debería incluirlo en las horas de tutoría...

Pero a la mañana siguiente, vuelve a pensar que quizás no. Que quizás debe continuar viéndolo solo en las horas de “Educación Física” para pasear con él. En la hora de “Música” para soñar a su lado... Pero nada más.

Y porque la rutina tiene la piel dura, por las noches, como una adolescente enamorada piensa mil formas de saltarse el horario. Pero porque la rutina tiene la piel dura, por las mañanas piensa que no, que así está bien... Piensa que si corre más deprisa que la rutina, terminará por olvidar quién es.

Rocío Díaz Gómez


"El eco de los días vacíos" 


El eco de los días vacíos
Rocío Díaz Gómez 
Me siento solo. Muy solo.
Muchas mañanas, después de comprar el periódico me paseo hasta la estación de metro más cercana y me siento a esperar como quien aguarda el siguiente tren. Solo que yo veo pasar uno y otro y otro más, y después aún otro, y tras ese algún otro, y el que va detrás, y quizás hasta alguno más. Pierdo la cuenta. Porque no subo a ninguno de ellos.
Aún así, procuro actuar como el resto: de vez en cuando miro el reloj, cómo quién va con hora a cualquier sitio; en ciertos momentos me levanto y paseo por el andén, aparentando una impaciencia que no siento; y en otros, hasta me aprieto a los que están en ambos lados de las puertas del vagón, como quién confía en entrar cuando al fin se abran. Yo siempre soy uno de esos que, cómo ya no caben, qué mala suerte, tienen que esperar el siguiente. Entonces ensayo la mueca de hastío, de enfado, de resignación o de indiferencia. Según toque ese día.
En el metro se está calentito. Calentito y muy acompañado: niños y mochilas, mayores y carteras, jóvenes y carpetas. Escolares, estudiantes, amas de casa, ejecutivos, funcionarios, empleados, dependientes, opositores. Todos pasan por allí, todos van deprisa, muy deprisa, en todas direcciones. Dando calor. Andenes matinales. Pisadas apresuradas aún con sueño. Compañía.
Millones de pies que marcan el compás del movimiento. Movimiento del sonido de las puertas al cerrarse, del billete por la maquinilla, del traqueteo del vagón, del pitido al marchar el tren de cada estación. El movimiento es compañía. Y las voces. Voz anónima que avisa de avería, voz de venta del abono transportes que interesa, voz ciega que canta el número del cupón que lleva. Las voces son compañía. Notas que escapan del instrumento que suena en los pasillos, el murmullo del que pide limosna en el rincón, las personas que charlan. La música es compañía. Las pisadas y el bullicio. El movimiento, el alboroto. Los saludos, las sonrisas, la prisa, tanta, tanta prisa... La gente, el ruido, las voces, las risas, la gente... Compañía, bendita compañía.
Tanta que a mi soledad le brillan los ojos, se le agita nerviosa su triste alma, y no puede parar quieta de emoción. Y soy tan feliz con sólo verla, que no me importa estar allí horas y horas, llenando mi tiempo de otra prisa y su alegría, dejando pasar vagones y vagones.
Hasta que el ruido va poco a poco apagándose y son menos las pisadas y menos los billetes por la maquinilla y menos los trenes, menos la música en los andenes. Y pasada la hora que ha vuelto el estudiante y el ejecutivo, el funcionario y el dependiente, pasada la hora en que ha cerrado el puesto la ONCE, ha recogido los bártulos y las monedas el músico de enfrente, el silencio crece, se derrama, se extiende, me ahoga… Y vuelvo a sentirme solo, muy solo.
Doblo cuidadosamente mi periódico, tomo a mi soledad de la mano, y me vuelvo a casa.
¡Hasta mañana! Grita mi voz que se desliza errante entre túneles, pasillos y vagones.
¡Hasta mañana! ¡Hasta mañana! contesta el eco.
©Rocío Díaz Gómez

      
Relato seleccionado para publicación en el VII Concurso de Relatos para Leer en Tres Minutos 'Luis del Val' de Sallent de Gállego. 2010.
Cierra los ojos y díme que ves...
Se titula “Cierra los ojos y dime que ves…” y fue premiado en el IX Certamen de Relatos Breves de Navidad de Navalmoral de la Mata convocado por Radio Navalmoral-COPE de Navalmoral de la Mata (Cáceres). 2008.

Espero que os guste.





Cierra los ojos y díme que ves

Rocío Díaz Gómez 


- “Cierra los ojos y dime que ves”
- “Veo el mar y los Reyes Magos”

Ella no se toma tiempo para contestar, sino que nada más apretar sus párpados deja escapar la respuesta doble e inmediata. La musita con la certeza que dan los recuerdos, y nada más hacerlo vuelve a abrir los ojos y la corona con la sonrisa y el brillo en las pupilas del que se acuna a salvo en ellos.


Es por ella doctor, ya que me pregunta le respondo, es por estar con ella por lo que no me importa llegar a la consulta mucho antes de una hora sobre mi cita. Me gusta sentarme a su lado ¿sabe? Porque hacerlo es vencerle en un pulso al tiempo, es vivir más despacio. Pero bastante nos escucha ya ¿no? De verdad que no quiero entretenerle, hace usted una labor demasiado importante con nuestros males, como para estar escuchando también la vida y milagros de todos los pacientes. Pero no hombre, si no es que no quiera contárselo. No me importa hacerlo, pero... sería hacerle perder el tiempo... y el de usted sí que es precioso, sí que es valioso de verdad. Bueno, yo, por usted. Si insiste, claro que se lo cuento. Al fin y al cabo es Navidad ¿verdad?, y éste bien podría ser un cuento de navidad.


La vi por primera vez en los pasillos del hospital. Casi tropecé con ella, acurrucada en un oscuro rincón de las escaleras, escondiendo la cabeza entre sus piernas dobladas, balanceándose ajena al mundo. Al principio, acelerada porque era la hora de mi consulta, ni me planteé pararme. Y mi atención para con ella duró lo que duran dos pasos atropellados, intentando no tropezar con aquel bulto, más una fugaz ojeada a mi reloj, antes de volver a recuperar el equilibrio y echar a andar.

Pero a la vuelta, aún seguía allí.

Al principio dudé en pararme, en los hospitales no hay demasiadas alegrías esperando en sus rincones, y lo último que necesitaba mi complicada existencia era una loca, una vagabunda o sabe Dios qué, colándose en mi vida. Pero con la segunda mirada tuve que admitir que su aspecto parecía desmentir esas opciones, su vestimenta era la de cualquier joven, limpia, cómoda, algo desgastada. Su pelo travieso a cada movimiento queriendo salir de la coleta, su cara recién abandonando la redondez y los granos de la adolescencia. Me acordé de mi propios hijos. “Oye, ¿te encuentras bien?” le dije agachándome a su lado. “No creo que no” me contestó, mirándome. “¿Te has mareado, te duele algo?” “No, creo que no...” “Pues ¿qué haces ahí entonces? ¿No ves que te van a pisar? ¿Cómo te llamas?” Seguí insistiendo con mis preguntas viendo en su cara la de mi propia hija, la de la hija de otra pobre madre como yo. Pero no volvió a contestar y reanudó el balanceo, ignorándome por completo. Entonces decidí continuar mi camino, el conejo apresurado de Alicia que duerme en mi interior sintió que allí estaba perdiendo el tiempo, y seguí bajando las escaleras. Pero eso que llaman conciencia, ese compañero de viaje que muchos no sé si tenemos la suerte o la desgracia de acarrear, no dejaba de empujar a trompicones su imagen, hasta hacerla asomarse al balcón de mi mente una y otra vez. Y cada pocos escalones, en cada recodo de la escalera, otra vez tenía frente a mí sus ojos, su coleta, su balanceo incesante. Y conociendo a mi conciencia como la conozco, lo pesada que se puede poner, aunque no había dejado de caminar saliendo del recinto, supe que si no hacía algo, no me dejaría tranquila. Y dando media vuelta, volví a entrar en el hospital, me paré en el control de la entrada y le hablé de ella a las enfermeras.

No le dieron ninguna importancia, en un hospital tan grande se ve de todo... y de no haber sido porque mucho tiempo después volví a cruzármela, me hubiera olvidado de ella. Pero el destino es un dios caprichoso y por alguna extraña razón se había empeñado en hacer que nosotras coincidiéramos.

Pero de verdad que no quiero entretenerle más, fuera debe haber ya varios pacientes esperando su turno y estoy yo aquí acaparando su tiempo, el de usted y el de ellos... Otro día si quiere se lo sigo contando... Bueno es verdad, aún no es la hora, yo por no aburrirle... Gracias doctor, pues si quiere sigo...

Habían pasado algunos años. Tres o cuatro quizás. Mis revisiones se habían espaciado, ya lo sabe, pero aún seguía atada a un diagnóstico, a una consulta, a unas visitas recurrentes al mismo hospital. Ese día, cuando entré, presa de la prisa y del tiempo que te roban los atascos, corriendo por llegar a mi cita, y no perder más minutos de los indispensables, no reparé en ella. Pero al salir me llamó la atención una figura parada frente al estanque de la entrada. Algo en ella me resultó familiar, pero aunque la miraba no lograba acertar por qué, sin embargo a medida que mis pasos se aproximaban a ella, la cadencia de un balanceo lejano, a oleadas, fue acercando al presente una imagen perdida en mi memoria, y cuando estuve casi a su altura, conseguí solapar aquel bulto lejano en la escalera, a esa figura que impasible miraba el estanque. Las dos eran la misma persona.

Esta vez no dudé en acercarme a ella y ya a su lado le pregunté “Hola ¿Te acuerdas de mí?”. “No, creo que no” me contestó mirándome abiertamente. “Nos vimos hace ya tiempo, yo bajaba por las escaleras del hospital y tú estabas allí, acurrucada...” Pero ella ya no me miraba, de nuevo había vuelto sus ojos hacia el estanque y seguía con ellos el movimiento del agua caer de los distintos chorros de la fuente... como si yo, al no requerir de su atención preguntándole directamente, ya no estuviera hablando con ella. Quizás cualquier otro día, ante aquella clara indiferencia me habría dado la vuelta y siguiendo mi camino habría decidido olvidarla... Seguro que cualquier otro día me hubiera regañado por pararme donde no me llaman y hubiera continuado andando, decidida a seguir con mi vida... Pero tal vez porque estaba medianamente contenta, los resultados de mis últimas pruebas no habían sido malos, o porque aún pone piel de gallina en mi calendario el cinco de enero, o porque estaba escrito en algún lugar que tuviera que quedarme allí. No me fui, sino que continué a su lado, acompañando su silencio, sus ojos nadando en el agua, su tranquila respiración, y lo hice durante tanto tiempo que solo mi conciencia se atrevió a preguntarme “¿Pero qué haces aquí?”

Y sabiendo lo insistente que se puede poner mi conciencia abogando por la sensatez, por no perder ni un pedacito de ese tiempo que tras cada visita al médico celebro como un regalo, aún me alegro de haberme rebelado, haberme concedido unos minutos más para no hacer nada, solo estar a su lado, mirando el agua. Solo diez minutos más, me dije. Diez. Pero los suficientes para que otra figura se nos uniera, y tras sonreírme, le preguntara con cariño a mi muda acompañante: “Ángela ¿nos vamos ya?” “No, creo que no” dijo ella mirando a la mujer que con suavidad la cogía por el brazo. “Sí Ángela, hay que irse” “No, creo que no” seguía diciendo ella sin moverse, volviendo a concentrarse en el agua... Pero empujándola con cuidado, la más mayor continuó “Ángela, luego volvemos al mar...” Y antes de que ella volviera a decir que no, tomó su cara entre las manos y dijo: “...porque ahora hay que ir a la cabalgata... La cabalgata Ángela, ¿te acuerdas? Los Reyes Magos...” Y solo entonces ella sonrió, sonrió con la boca y con los ojos como quién sabe, como un náufrago que por fin divisa un salvavidas al cual aferrarse...

Y abandonando mi papel de espectadora les pregunté: “¿Puedo acompañarlas?, ¿Puedo?” repetí ante sus miradas interrogantes. Todavía no sé por qué lo hice.

Doctor, el mundo se divide entre los que intentamos aprovechar y disfrutar cada segundo de nuestra existencia sabiéndola frágil, y los frágiles que sin saberlo simplemente la disfrutan.

Durante aquella cabalgata, mientras nos agachábamos y nos levantábamos recogiendo caramelos, mientras contemplábamos las carrozas, y disfrutábamos viendo como Ángela revivía, su madre compartió conmigo los jirones de su historia. Cuando aún era niña, a su reloj infantil al ir a zambullirse en una ola, le entró agua; demasiada agua, tanta, que las manecillas de su interior se oxidaron con la sal, deteniéndose para siempre. Todo ocurrió tan deprisa que cuando alguien quiso darse cuenta, ella se mecía en el agua boca abajo. Consiguieron revivirla, pero su presente quedó flotando allí para siempre.

Ángela es una mariposa clavada con dos únicos alfileres a la realidad, un alfiler en el mar donde colgaron para ella el cartel de “fin” y el otro en los Reyes Magos. Único recuerdo de aquella infancia que fue lo suficientemente fuerte como para no naufragar con todo el resto de su memoria.

¿Y sabe doctor? Ahora me gusta perder mi precioso tiempo muchas veces a su lado. Me gusta preguntarle para que solo me conteste su silencio. Me gusta intentar sincronizar nuestros relojes, porque así quizás su atrasado reloj compense al mío que usted mejor que nadie sabe que suele adelantar... y así ambas de alguna manera ajustemos el paso a la realidad.

Sí, creo que eso me hace un poco más feliz.

En un vano intento de que ella quizás también lo sea, de vez en cuando le tapo los ojos, hasta que consigo que los cierre y entonces le digo “Cierra los ojos y dime que ves” y ella no contesta “No, no creo” con el brillo de la educación, sino que por alguna extraña razón eso hace que encuentre la puerta dentro de ella. Una puerta entornada a la Navidad, a la felicidad, al mundo. Y al abrirla rápidamente dice “Veo el mar y los Reyes Magos”. Y lo dice con la certeza que dan los recuerdos, y nada más hacerlo, vuelve a abrir los ojos y sonríe, sonríe acunándose a salvo en ellos.

Y este es el fin del cuento. Y de verdad que no le entretengo más, muchas gracias por escucharme. Me alegro, me alegro de le haya gustado. No es un cuento bonito, ya lo sé. Pero es el nuestro... Gracias de nuevo, si me disculpa... me voy volando. Otra vez es cinco de enero y nada me gustaría más que acompañar a alguien a la cabalgata...



©Rocío Díaz Gómez


Un melocotón en almibar por muy dulce y pelado que esté, no deja de ser un melocotón. 



Espero que os guste.



Un melocotón en almibar por muy dulce y pelado que esté, no deja de ser un melocotón

Rocío Díaz Gómez

Lo menos frecuente en este mundo es vivir.
La mayoría de la gente existe, eso es todo.
Oscar Wilde



De hoy no pasa, digo nada más ver el cruasán que viene hacia mí cojeando. De hoy no pasa. Del mundo de la bollería el cruasán para mí, el rey de la selva. En verano y en invierno, en el desayuno y en la merienda, necesito mi cruasán a la plancha. Siempre. Salivo con solo imaginar ese cuerpecito de dulce crustáceo crujiente, esas patitas tostadas, ese aroma a mantequilla derritiéndose, inundando de placer anticipado mi vida entera...

Pero de un tiempo a esta parte un desfile de tullidos es lo que me espera. Un desfile de tullidos cruasanes me da la bienvenida. Todos cojos, cojos los pobres... Ellos que siempre habían hecho la ola cuando me veían entrar en la cafetería... Cojos.

Y lo peor de lo peor es que creo saber quién tiene el arma del delito: Ángela, la camarera. Unas miguitas perdidas en su labio superior, sus carrillos moviéndose frenéticos al acercarme el herido, una cintura que ensancha a ojos vistos, son pruebas más que suficientes para demostrar mi teoría. “Ángela come-cruasanes” cada día de cada mes de cada año se queda con una pata de cada cruasán que pasa por sus manos de camarera. Y yo no sé por qué. Yo, no soy capaz de reclamar lo que en derecho es mío.

Se me cambia la cara cuando veo a mi cojito, se me cambia, pero nunca me atrevo a decir ni media, llevándome en silencio mi tullido cruasán. Y mientras me lo como, mientras lo saboreo me arrepiento, me arrepiento de no haberlo dicho... Y la pata ausente me duele en el alma como duele el miembro también ausente a un mutilado.



Como duele la vocal que le falta a mi nombre y que tampoco reclamo.

De hoy no pasa digo, nada más oír ese nombre menguado que cae sobre mí aludiéndome. De hoy no pasa. Cuando me nombran y noto que esas seis letras me tiran de la sisa y aprietan mi amor propio. De hoy no pasa. Siempre me gustó llamarme Mariana. Siendo muy niña alguien me regaló la autobiografía de “Mariana Pineda” y orgullosa, siempre cuando me han llamado, he repetido en mi interior mi nombre poniéndole detrás el Pineda, saboreando la combinación de las dos palabras, de alguna manera sabiéndolas mías.

Pero un mal día Ricardo me abrazó desde atrás mientras mirábamos su acuario. A Ricardo esa gran pecera le tiene robada la voluntad. Le gusta como nada en el mundo, que ambos disfrutemos de él, y la verdad es que en esos momentos de contemplación acuática es cuando más tierno se vuelve mi marido, así que dada su indiferencia habitual hacia mi piel, resignada, considero un mal menor observar a su lado durante horas el ir y venir y otra vez ir de esos aburridos peces.

Y fue entonces, en uno de esos tediosos momentos, cuando abrazándome desde atrás acercó sus labios a mi oreja en uno de los gestos más íntimos que le he conocido nunca, llamándome “Marina” con placer, con verdadero, verdadero placer. ¿Marina Pineda? me dije en mi interior absolutamente espantada, ¿Marina Pineda? me horroricé, pero no me atreví a decir ni media. Y mientras me llama de este modo, me arrepiento de no haberme quejado, me arrepiento... Y me duele en el alma esa vocal que me ha robado como le duele su patria a un exiliado.

Como me duele la falta de voluntad que siempre he tenido, esa falta de decisión que tampoco reclamo.


Un melocotón en almibar por muy dulce y pelado que esté no deja de ser un melocotón. Y eso lo sabían todos, como lo sabía yo. Pero les convenía aparentar que no, les convenía vestir a Ricardo como a un árbol de navidad, colgándole luces de virtudes, colgándole tiras multicolores de cualidades que no dudo yo a estas alturas que tuviera, pero que a mis ojos no eran las que más brillaban. Sin embargo...

Ricardo era el mejor amigo de mi hermano, llevaba entrando en casa toda la vida, siempre había un plato para él en la mesa, un juego de sabanas a su entera disposición. Era tan cómoda su presencia. Tenía siete años más que yo, me había visto crecer. Aún no me había dado ni tiempo a interesarme por el mundo masculino y ya estaba ahí, esperándome. Era tan adecuada su compañía. Tenía formalidad y estudios y educación. Era tan, tan buen chico. Mi madre y mi hermano no perdieron tiempo ni oportunidades en hacerme ver lo maravilloso que podía ser plantar para siempre y en mi vida aquel árbol de navidad llamado Ricardo Legaz. Y yo, Mariana Abad iba derechita a ser señora de.

A Ricardo yo le gustaba precisamente por todas aquellas razones por las que ahora no me gusto nada a mí misma. A mí vivir me daba tanta pereza... No veía la necesidad de discutir por robarle minutos a la hora de volver a casa, no veía la necesidad de empeñarme en elegir otra carrera, en buscar otro marido... Cuando la vida por alguna extraña razón te da tantas facilidades para inclinarte en una dirección ¿para qué gastar energías y dolores de cabeza en contrariarla?. Qué pereza... Además, quizás hasta era mi príncipe azul... ¿quién sabe? Y yo, Mariana Abad, la muchacha dócil y pacífica, pasé a ser señora de Ricardo Legaz.

Pronto me di cuenta de que no es que mi marido no fuera buena persona, es que solo era buena persona. Pronto me di cuenta de que mi príncipe era de un azul muy, muy clarito.




De hoy no pasa, digo cuando “Angela come-cruasanes” como quién no quiere la cosa me quita siempre la pata de mi cruasán. De hoy no pasa, digo cuando Ricardo me llama día tras día “Marina”. De hoy no pasa cuando esas pequeñas catástrofes diarias van menguando mi autoestima. De hoy no pasa.

Y sigue pasando. Y me duele en el alma mi silencio como le duele al casado la despedida de soltero que nunca celebró.




Ayer noche llegué a casa tan cansada que abrí la puerta lentamente, sin hacer apenas ruido. Me extraño encontrar las luces apagadas, a Ricardo le gusta encender todas y cada una de ellas como si acabara de descubrirse la luz eléctrica. Avancé por la casa casi a tientas buscándole, extrañada, cada vez más extrañada, casi preocupada ante su ausencia. Hasta que con alivio le descubrí de espaldas contemplando su acuario. Siempre su acuario.

- Pero Ricardo me estabas asustando... ¿Que haces a oscuras?

No acababa de hacerle la pregunta cuando al acercarme hasta él, descubrí sus ojos húmedos y brillantes, descubrí el rastro que sin duda las lágrimas habían dejado en ellos.

- Ricardo ¡Por Dios! ¿Pero qué te pasa? ¿Te duele algo? ¿Te encuentras mal? ¿Qué ha pasado que tienes esa cara? traduciendo en frases cariñosas todo el templado amor que sin duda en tantos años de casado había ido creciendo en mí.

- ¿Es que no lo ves? me contestó medio hipando ¡Se me han muerto los peces! ¡Se han suicidado! concluyó con una pasión y un sentimiento que nunca jamás antes había descubierto en él.

No pude evitar que mis lágrimas también se contagiaran de las suyas, y que sin mi permiso iniciaran una loca carrera por mi cara. Pero en la vida hay tantas razones para dejar escapar unas lágrimas... Y las mías nacieron de las risas, unas risas cada vez más ruidosas, más alegres, tan escandalosas que dejaron a mi marido boquiabierto.

- Pero Marina... ¿te has vuelto loca? Te ríes... pero es que ¿no lo ves? ¡se han muerto los peces!
- Mariana, Ricardo, Mariana, acerté a decir entre las carcajadas, Mariana, con una “a”, con la misma “a” que te quedaste, Mariana Ricardo, como Mariana Pineda...
- La visión de los peces Marina te ha trastornado...

Pero yo ya no dejaba de reír, de reír gritando como una loca que Mariana se escribía con “a”, con una enorme y maravillosa “a”, riendo, mientras imaginaba a esos peces con mi cara, flotando en ese acuario perezosamente, muertos, tan muertos como había estado yo...



Una, pasa años diciendo que de hoy no pasa. Años enteros sin hacer nada. Hasta que una noche unos peces muertos te hacen revivir.



Hoy cuando me he levantado he decidido que no iba a ir a trabajar, he decidido que ni tan siquiera iba a llamar para decirlo. Lo he decidido cuando ya Ricardo se había marchado a su oficina sin darme el beso de buenos días. Un melocotón en almíbar por muy dulce y pelado que esté no deja de ser un melocotón.

Hoy cuando me he vestido he decidido ir a desayunar. “Ángela come-cruasanes” ha venido hacia mí con mi dulce y tullido crustáceo recién hecho en sus manos

- ¿Y la patita que le falta?

“Ángela come-cruasanes” al oírme se ha atragantado con los restos de la patita de mi cruasán que a dos carrillos y sin duda alguna estaba masticando. Entre toses y más toses, coloradota por los esfuerzos y el apuramiento que le ha entrado, se ha medio disculpado... He creído entender que traería otro cruasán...


Mientras saboreo las dos patitas, dos, de mi segundo cruasán de hoy, pienso lo curiosa que es la vida, un complicado puzzle cuyas piezas uno se esfuerza y se esfuerza por encajar... Pero a veces y sin ningún esfuerzo encuentran acomodo las unas en las otras y es entonces cuando el aire huele a cruasán a la plancha recién, recién tostado.
©Rocío Díaz Gómez


Este relato fue premiado con el 1º Premio en el VI Certamen de Relatos Breves “Mujeres” convocado por el Ayuntamiento de Santa Cruz de Tenerife. 2005.




El libro de las adivinanzas de Bimbo. 





El relato “El libro de las adivinanzas de Bimbo” fue premiado con el segundo premio en el 3º Concurso Literario María Moliner que convoca el Centro de Estudios de la Mujer de Las Rozas, en el año 2005.

Os dejo con él. Espero que os guste.








EL LIBRO DE LAS ADIVINANZAS DE BIMBO

Rocío Díaz Gómez


Todo lo que sabemos del amor
es que el amor es todo lo que hay.
Emily Dickinson (1830-1886)
Poetisa Estadounidense



La abuela Chelo a menudo decía que “las equivocaciones nacen de pensar cuando hay que sentir y de sentir cuando hay que pensar”. Y estaba en lo cierto.

Decidí mi profesión el día que un olor me devolvió otro, el día que acurrucado tras el olor a pegamento, el de mis diez años me atacó a traición. Ya no recuerdo dónde estaba ni con quién, solo recuerdo percibirlo en el ambiente, reconocerlo, inspirar con todas mis ganas, apurarlo y emborracharme con ese olor a pegamento que después de tanto tiempo volvía. Solo una gota bastó para que se colara dentro de mí poniendo patas arriba mi vida, sacando del último cajón de mi memoria todos los pantalones cortos de entonces, todas las canciones, todas las voces. Sacando a mi abuela. Mi abuela sabia.


Mientras Uri Géller doblaba aquellas cucharillas en el programa de José María Iñigo, a mi hermano Fernando le gustaba una chica de clase. La chica del pupitre de delante, que parecía mayor que él y mayor que todo aquel aula entero de bachillerato. Por las noches soñaba que se desnudaba solo para él, entre sueños creía ver su cabeza, su coleta, su cuello, su espalda, pero el resto, el resto del cuerpo que veía era el de Maria José Cantudo que había protagonizado el primer desnudo integral de la época y cuyas fotos ligerita de ropa habían corrido por debajo de los pupitres de toda España tan deprisa como si quemaran entre las manos. Tenía que ser el de la Cantudo porque de la chica que le tenía el alma estrujada, lo que mejor conocía, lo único que conocía y conocería nunca, era su espalda. La de poemas que pudo mi hermano escribir a los lunares de su cuello, a sus omóplatos, al nacimiento de su pelo, a las etiquetas de su ropa... incapaz de ponerse frente a ella para nada más que morirse de la vergüenza, de tan pequeño se sentía a su lado.

Uri Géller doblaba aquellas cucharillas en el programa de Iñigo, cuyo bigote ya hacía semanas que a mi hermano Fernando le traía por la calle de la amargura. Él que cada día se contaba y recontaba los escasos pelillos que iban naciendo sobre su labio superior no podía acabar de entender cómo y porqué la vida marcaba esas diferencias entre las personas. Pero mientras a Fernan le reconcomía por dentro el mostacho del famoso presentador, a mi hermano Carlos se le dilataban los ojos viendo aquello tan impresionante de las cucharillas, tanto que desde aquel día y durante una temporada no hubo manera de que mi madre encontrara alguna al ir a poner la mesa. Sacar el mantel y oír la voz materna chillando “Carlos, demonio de crío, trae acá las cucharillas...” era todo uno.

Mis abuelos habían venido del pueblo a pasar unos días porque tenían que hacerles unas pruebas en el hospital. Para dejarles una habitación libre y que tuvieran algo más de intimidad, nos habían amontonado a todos en la otra habitación, acoplando nuestras noches entre las literas y un par de colchones tirados en el suelo. A los pequeños nos hacía más ilusión la novedad, eso de tumbarnos ahí todos juntos era muy emocionante, como si estuviéramos de acampada, a los mayores con más exámenes que estudiar, con ese afán de independencia y privacidad con que te viste la adolescencia ya no les hacía tanta.

Mi hermana Carmencita que quería ser María Magdalena, que quería llorar pegadita a Camilo Sesto en Jesucristo Superestar, suspiraba por una entrada para el teatro Alcalá Palace que nunca llegó a tener; mientras tanto se encerraba en el único cuarto de baño para tararear a voz en grito las canciones del musical. Mi hermana Merche que en los últimos días había discutido tantas veces con ella por si estaba mejor Camilo Sesto que Braulio, aporreaba la puerta para que saliera, no más enfadada porque estuviera dentro, que por que “Sobran las palabras” hubiera quedado en décimo sexto lugar en Eurovisión, dándole oportunidad a Carmencita para que se metiera con ella por lo bajini y con muy mala idea cantando aún más alto Getsemaní: “Quiero saber, quiero saber Señor, quiero saber, quiero saber Señor, por qué he de moriiiiir...”. Porque ella lo sabía, que era por eso, y solo por eso. Lo peor pensaban ambas, era encima tener que compartir uno de los colchones...

Ajenos a las peleas entre las chicas, ajenos al desamor de Fernan, ajenos a la impotencia de Carlos frente a la rigidez de la cubertería, mi hermano gemelo y yo teníamos nuestro propio drama. Habíamos hecho una apuesta con los amigos del cole que consistía en que el primero que terminara una colección que estábamos haciendo se llevaría la bola loca que tenía uno de ellos. Nuestro amigo Fede, el de la panadería, hijo de la ley del mínimo esfuerzo y amante de la vida contemplativa, prefería un álbum con todos los cromos ya puestos que ir juntándolos y pegándolos, que ir dando saltos por la vida con la bola loca esa. Demasiado cansado para él. “Bola loca, cantaban en el anuncio, el juego loco, loco del verano”. Faltaba demasiado para que vinieran los Reyes Magos y era una forma limpia y honrada, como decía mi padre, de conseguir el juego para los dos...

Lo malo era que después de habernos hecho con todos los cromos, después de haber cambiado los que nos sobraban hasta conseguir justo, justo los que necesitábamos, que ni Sppedy González lo hubiera conseguido tan rápido, se nos había terminado el pegamento. No podíamos tener tan mala suerte... no podíamos. “¡No importa, el remedio pegamento Imedio!” decía la radio... y a nosotros que se nos había acabado justo, justo en el cromo número 216. A 10 cromos para acabar la colección y se nos acaba el Imedio banda azul. Por más que lo habíamos escurrido, por más que lo habíamos aplastado y doblado bien estrechito, estrechito para estrujar hasta la ultima gota transparente, del tubito no salía más que el olor.

Y el libro de las adivinanzas de Bimbo a falta de 10 cromos, diez. A nuestro alrededor una casa llena de gente que no podía entender nuestro gran problema. Una madre preocupada por la cena para diez personas, un padre y un abuelo enfrascados en el “Hombre y la tierra”, que ninguno de los dos se lo perdía por nada del mundo. Unas hermanas con su guerra particular, un hermano mayor escribiendo poemas a una espalda y un segundo luchando por que aquellas cucharillas se doblaran de una santa vez, acumulando los destrozos por los rincones. Todos, todos ellos tan llenos de sus problemas que no podían estar a nuestra desgracia. “Imedio no es solo un pegamento, es pegamento y medio” decía otro de los anuncios y nosotros destrozados a 10 cromos, diez, del final. Bimbollos, Bonys, tigretones, la de bollos de Bimbo que nos habíamos podido comer, un millón de todos ellos en busca de los cromos dichosos para que ahora a ultime hora se nos adelantara otro de la panda y nos arrebatara prácticamente de las manos la bola loca.

Mi abuela fue la única que notó nuestra pesadumbre, la única. Acercándose con una mirinda de naranja entre las manos nos dijo bajito que si queríamos un poco, mientras se hacía un hueco a nuestro lado. Mirando a ambos lados por si nos veía nuestra madre que no nos dejaba beber refrescos a esas horas porque nos quitaban el hambre, le dimos dos traguitos muy rápidos el uno después del otro a su vaso. Y eso, como bien sabía nuestra abuela, nos soltó la lengua. Dimos pelos y señales a la abuela de la bola loca, el álbum de las adivinanzas, todos los bollos de Bimbo y Fede. Parecía mentira que la mirinda a pesar de tener un color tan parecido al “mejoral infantil” supiera tan bien, que actuaba como el suero de la verdad de las películas, pero ahí frente a nosotros seguía el álbum con sus diez cuadritos vacíos, y el montoncito de los diez cromos, diez a su lado. “¡No importa, el remedio pegamento Imedio!”. La abuela entendió perfectamente nuestra aflicción, y nos regaló una cara de circunstancias que nosotros no hubiéramos dibujado mejor. Movió la cabeza lentamente calibrando la situación y nos echó otro traguito de mirinda a escondidas, mientras pensaba en las posibles soluciones a nuestro gran problema. Se recolocó en la espalda el cojín de ganchillo que encontró más a mano, y antes de terminar de colocárselo nos miró por encima de sus gafas de ver y nos dijo sonriendo con complicidad: “¡Creo mocitos que ya lo tengo!”.

- Pero madre usté estese tranquila en el comedor que yo me apaño...

Sorteando a mi madre como pudo, entre echarle una mano con la ensalada y otra con el postre la abuela nos preparó la receta mágica. Nosotros desde el umbral la veíamos trastear, la mirábamos entre el respeto que nos habían enseñado a tenerle y el escepticismo, entre el cariño que la teníamos y el agobio que nos reconcomía. En pocos minutos salió de allí removiendo un líquido blanquecino. Aquel engrudo de harina y agua no olía tan bien como el pegamento Imedio banda azul, pero cumplió su función a las mil maravillas. Un milagro, aquello si que era un milagro y no la tontería esa del Uri Géller, decíamos mi gemelo y yo mientras cromo a cromo íbamos rellenando los diez cuadritos vacíos del libro de las adivinanzas de Bimbo.


La abuela Chelo murió meses después, y allí estuvimos todos, los seis nietos con nuestros padres. Cada uno guardaba en su interior un momento en que su presencia había aliviado nuestros problemas, cada uno de nosotros guardaba un trocito de su sabiduría a la justa medida de nuestros males, sabiduría que ella había adivinado cómo y cuándo prestarnos.

Cada uno de nosotros, como en un ritual familiar, rellenó un papelito dándole las gracias que echamos sobre ella. No sé muy bien porque escribieron esas palabras los demás, eso no lo contaron. Pero sus papelitos rezaban: “Iñigo” y “Uri Géller”, “Camilo Sesto” y “Braulio”. Mi hermano gemelo y yo repartimos en dos trocitos del mismo papel nuestras gracias, en uno escribimos “pegamento” y en el otro “Imedio”.



Decidí mi profesión el día que un olor me devolvió otro, el día que acurrucado tras el olor a pegamento, el de mis diez años me atacó a traición.

Muchas veces he pensado si en aquel momento me dejé llevar por un arrebato sentimental más que por una verdadera vocación, en todos los malos momentos que me ha dado esta profesión dedicada a la geriatría, en los momentos más tristes, en los dolorosos de las enfermedades degenerativas, pienso si no sería cierto eso de que las equivocaciones nacen de los momentos en que en vez de pensar, sentimos.

Pero sea o no cierto, el olor del pegamento me devuelve el de mis diez años, me devuelve un sentimiento de gratitud tan absoluto, tan entrañable hacia la abuela Chelo que no se puede encerrar en las cinco letras de la palabra “Imedio”.

©Rocío Díaz Gómez


"Mi padre decía que Dios era malabarista..." 




Allá por el año 2002 en un certamen literario que hacen en Motril premiaron uno de mis relatos: “Mi padre decía que Dios era malabarista…” Uno de los relatos más largos que he escrito.

Ocurrió al mismo tiempo que me premiaban otro en Cádiz con tan solo un día de diferencia. Son esas cosas buenas que de vez en cuando te trae la vida.

Era mayo. No puedo evitar sonreír al acordarme.

Una amiga y yo alquilamos un coche y aprovechamos para ir parando en todas las playas que había entre Cádiz y Motril. Un viaje redondo, como las bolas de los malabaristas.

Esos son los buenos recuerdos, los que vuelven colgando de una sonrisa.
Espero que os guste.





Mi padre decía que Dios era malabarista...

Rocío Díaz Gómez


"Usted cree en un Dios que juega a los dados, y yo, en la ley y el orden absolutos en un mundo que existe objetivamente, y el cual, de forma insensatamente
especulativa, estoy tratando de comprender[...]"
Einstein


"Dios no sólo juega a los dados: a veces los tira dónde no se pueden ver."

Stephen Hawking




Mi padre decía que Dios era malabarista.

“Un maldiiiiiiito malabariiiiista” decía con voz gangosa y arrastrando las letras con tanta determinación como a él le arrastraba la botella.

“Mira chaval, cada tarde Dios, ¿me oyes bien? Dios... acércame la botella que con tanto discurso se me queda seca la boca... ¡coooojonudo este vinito, coooojonudo! Cómo te iba diciendo, mocoso, Dios cada tarde se coge las bolas donde están todas las cosas buenas de este jooooodiiiido mundo y grita “Oye, tú Satanás, saca tus bolas que nos echamos un duelo” y entonces... La botella, pásame la botella chaval que me tiés sediento... ¿Te he dicho alguna vez que ésto está cojoooonudo? Si señor, cojoooonudo el tintito... ¿Y por dónde íííbamos...? Ah sí, pues Satanás que siempre está dispuesto a marcarse un tanto, saca sus bolas, esas bolas negras como el infierno donde tié metidas todas las miserias de este puñeeeeteeero mundo... y le acepta el reto... La botella, la botella desgraciaaao ¿No ves que tu padre se queda sin saliva?... Huuuummm esto es vida... si señor, lo mejor, lo mejor después de chingar... en fin chaval que pierdo el hilo, tira Dios sus bolas al aire, tira Satanás las suyas... ¿Y que crees que pasa? Pues que si “el de allá arriba” tiene el día inspirao nace gente como mi madre que en gloria esté, una santa... alcánzame otra botella que ya no meten na en ellas, otra botella, que tengo que brindar por la madre que me parió... Así me gusta, tu llegaaaarás lejos mocoso... mu, mu lejos, y venga, otro traguito por mi padre... Huuummm... pues eso como iba diciendo que tira Dios y nacen personas como tu abuela, pero cuando es Satanás el que tiene todas sus bolas en el aire, estamos jodíos chaval, jodíos, porque entonces es cuando nace gente como nosotros, unos pooooobres diaaaaaablos, ¿Me has oído? Unos poooobres diaaablos..., pasa, pásame la botella....que me está matando esta sed...”

Dios era un maldito malabarista y mi padre un jodido borracho que echaba al aire y hacía girar unas historias maravillosas... Un loco y genial malabarista de cuentos con los que disfrazaba ante mis ojos infantiles sus delirios de alcohol.

Mientras tanto mi madre, permanentemente embarazada, luchaba cada día por ganar el dinero que él iba empapando de tasca en tasca. Empapando tanto, como fueron mojando las lágrimas de mi madre la otra mitad de mi infancia; lágrimas desobedientes que luchaba por disimular mientras sus labios intentaban sonreírnos al negarnos de nuevo cualquier capricho.

Pero solo sonreían sus labios, sus ojos nunca vi sonreír.

Aquella niñez que a mi hermano le convirtió en un rebelde sin causa, a mí me volvió un niño tímido y retraído que se desdibujaba sentado en su pupitre. Y si la vida no era un paraíso en casa, tampoco lo era mucho más en la escuela.

Yo era aquel crío que lo intentaba una y otra vez, una y otra, pero no conseguía juntar con acierto las letras para que hilaran frases con algún sentido; aquellos dibujitos rebeldes y retorcidos que me miraban burlonamente desde el cuaderno, se me antojaban hormiguitas en procesión, jugaban conmigo al escondite y se ocultaban maliciosamente, en cuánto me descuidaba, amontonándose unos detrás de otros. Y las consonantes sueltas, las consonantes sin vocales no me susurraban ninguna idea que pareciera más coherente que cualquiera de los discursos etílicos de mi padre.

Tanta era mi angustia que las noches se poblaban de pesadillas en las que enormes ejércitos de letras y números armados hasta los dientes me perseguían sin descanso. Y después de tanta loca carrera literaria y nocturna, me levantaba tan agotado que a la mañana siguiente a la menor oportunidad me vencía el sueño sobre el pupitre.

Raro era el día en que mi hermano, tras una lamentable actuación más en el encerado, no tenía que pegarse con algún compañero para defenderme de sus risas e insultos.

“¿Qué pasa Richi que es mucho esfuerzo leer dos palabras seguidas, no? ¡Ah! ¿que no ha leído dos...?, ¡que ha sido una!!! ¡Una chicos, Richi ha conseguido leer una palabra, UNA PALABRA, chicos...! Que esfuerzo... Debes estar cansado ¿no?, ¿No te duele la cabeza, chaval? Te debe doler un montón... después de haber leído tanto... Richi no saaabeee leer, no saaaaabe, no saaaaabe, no tiene ni ideeeeeea.... Richi no saaaabe leeeeeer... Pero un momento chicos, cuidado, a lo mejor es que no entiende la palabra LEER, le-er, Richi ¿Tu sabes que quiere decir le-er? A ver Richi mira mis labios: le-er...le-er... Richi no saaaabe leeeeer., no sabe, no sabe, no saaaaabe....”

Ahora que lo pienso, quizás lo único dulce de mi infancia fueron los momentos que pasábamos con la nariz aplastada contra el escaparate de la pastelería de enfrente. Aquellos breves momentos en que disfrutábamos con los colores y las formas de todos esos caramelos y bombones... solo mirando y mirando, solo imaginando cual sería su sabor.

Mi madre dejó de estar embarazada cuando nació el octavo de mis hermanos, ese día mi padre se marchó a celebrar el nuevo niño... y ya no volvió más.

Mi madre lejos de echarle de menos, transcurrido el tiempo prudencial en que las autoridades pudieron formalmente darle por desaparecido, nos limpió los mocos, se arregló el pelo y con un profundo suspiro, respiró aliviada. Fue precisamente en ese momento cuando se prometió con determinación que sí se le ocurría volver, ella misma se encargaría de hacerlo desaparecer de una vez por todas, y durante un breve segundo sonrieron algo más que sus labios.

“Bueno niños decididamente vuestro padre, “Vuestro gran y cuentista padre”, ¡gracias a Dios! se ha ido. Venga Richi cariño, no pongas esa cara, si él estará bien, andará por ahí contando sus historias a cuántas orejas quieran perder el tiempo escuchándole. Ojalá que sean muchas y durante mucho tiempo... No le necesitamos ¿me habéis oído bien? No le necesitamos... ya no. Mejor dicho, lo que vamos a estar es infinitamente mejor sin él. Por fin... Lo único que siento es todos los años ingratos que no os puedo devolver... Pero nosotros estamos juntos y somos fuertes... vamos a tener que trabajar mucho, vosotros dos que sois los mayorcitos tendréis que ayudarme con vuestros hermanos... os prometo que solo son unos pocos años, enseguida ellos crecerán también... pero el dinero que tengamos nos va a lucir ¿sabéis? Nos va a lucir... Nos los vamos a comer, nos va a vestir, nos va a ayudar a seguir adelante, desde luego que vamos a salir adelante... no vamos a ir tirándolo por ahí de bar en bar... No, eso nunca más, juro solemnemente que nunca mas...”

Como consecuencia de una mágica y extraña asociación que nació en mi mente, aquel día también desaparecieron las pesadillas, cada vez que en ellas surgían aquellos ejércitos de letras y números armados hasta los dientes, las enormes y negras bolas de Satanás caían sobre ellas, aniquilándolas también de una vez por todas.

Y la nieve de todos aquellos duros inviernos fue cayendo suavemente sobre nuestros hombros.

De la escuela a casa, de la casa a la escuela, mi hermano y yo teníamos que ocuparnos de los pequeños mientras mi madre salía a trabajar. Y estábamos todos tan atareados que sin darnos cuenta a aquel niño tímido y retraído que yo era se le fueron quedando cortos pantalones tras pantalones, y un buen día descubrí al lavarme la cara que el niño tímido se había ocultado para siempre y sin despedirse en el interior del adolescente imberbe y desgarbado que terminé siendo.

El tiempo dicen que cura las heridas pero mi alma había decidido mantener su actitud sufridora a pesar de los años. Y aunque en mi infancia hubo poco de especial, hábilmente me empeñé en volver la vista atrás viendo solo los escasos momentos felices que tuvo, y esa no, esa no es la mejor manera de echar a andar.

Pero aún no lo sabía.

Como le ocurre a cualquier adolescente el otro sexo empezó a causarme problemas. Las chicas no se fijaban en mí, mi timidez dificultaba mucho las relaciones con ellas que disfrutaban infinitamente más con las risas y el descaro de mi hermano mayor. Y a pesar de que éste, mi fiel ángel de la guarda, procuraba siempre citarse con aquellas que tuvieran una amiga, una prima o una hermana menor que pudiera acompañarme, yo siempre con mis escasas habilidades sociales terminaba espantándolas.

“Pero chaval si es que te lo montas mal... Tú que te tragaste todos los sermones del viejo, cuéntales alguna de sus historias –me decía mi hermano- estoy seguro que te las sabes todas, eres el único pobrecillo que le soportaba, el único que le oía siempre. Y me refiero a escucharle, porque oírle todos disimulábamos que le oíamos... ¡joder, cualquiera no lo hacía...! Te las has tragado más de un millón de veces, cuéntaselas tío, fliparán... no seas tonto que de esto entiendo más que tú, a ellas les van esos rollos, sorpréndelas..., pero macho si es que lo sé, lo sé, haz caso a tu hermano mayor si algo tenía de bueno aquel borracho eran sus cuentos...”

Pero no, yo no le hacía caso.

Aquellas historias mágicas decoradas de tacos e insultos donde las palabras se estiraban y estiraban hasta alcanzar la justa medida con que escapaban de la boca pastosa de mi padre, eran mías y solo mías. Eran la única herencia que me habían dejado todos aquellos paseos acarreando botellas y botellas desde la bodega hasta el sillón desde donde mi padre me hablaba. Eran mi particular forma de acabar con las pesadillas, eran mi defensa ante el mundo.

Se me habían olvidado los insultos, los malos días de mi madre, la pobreza, los vómitos con que ponía mi padre el fin a cada uno de sus cuentos.

Había olvidado todo lo malo disfrazándolo de lo único bueno que tuvieron aquellos días, el sabor imaginario de los dulces que había tras aquel cristal.

Y aquello fue lo que me pareció encontrar cuando me besaron por primera vez, aquella sensación húmeda y cosquilleante de aquella lengua entrelazándose con la mía, aquella sensación de intimidad tan agradable, ese tacto tan suave en mi boca... como un dulce deshaciéndose... aquello tenía que ser el sabor que yo siempre había imaginado ante la visión de todos aquellos colores y formas que tenían los bombones y pasteles del escaparate de mi infancia.

- Hummmmm sabes a chocolate...

- ¿Si?
- Hummm si... de verdad, a chocolate negro deshaciéndose en la boca...
- Anda tonto ¡¿Qué cosas me dices?! ¿pero... lo dices de verdad?
- De verdad... anda acércate mas...

Buscando, dejándome llevar por el único recuerdo que mereció la pena de aquellos lejanos días, no acaricié el presente que se me ofrecía. Una relación es mucho más que unos cuántos besos. Y aquella persona maravillosa con quién aprendí a saborearlos no estaba dispuesta a tenerme solo para aquellos dulces momentos.

- Hummm sabes a chocolate...
- ¡Ya estás con lo del chocolate..! ¿sabes? Yo no vengo solo para esto...
- ¿No?
- No, yo quiero estar contigo...
- ¿Y no estamos?
- Si estamos, ¿pero qué hacemos? Solo esto, y tu siempre a vueltas con la tontería del chocolate... No hablamos de nada, no me cuentas nada, no se nada de ti...
- ¿Y qué quieres saber? Cualquier cosa que te cuente te va a parecer peor que esto que tenemos...
- ¿Esto? ¿Y qué es esto? Unas caricias, unos besos... ¿Y luego qué...? ¿Toda la vida hablando de chocolates...?
- Hombre... hablando, hablando... casi mejor ... ¡comiendo chocolate...!
- Bah, no te enteras de nada...
- Pero yo no te entiendo ¿de qué no me entero...?
- De nada... esta visto que de nada...

Y nos fuimos separando y separando hasta que terminé por romper lo mejor que me había pasado en la vida.

Me habían enseñado a estirar y estirar las palabras al hablar y aprendí bien a hacerlo; lo hice tan bien que creí que las historias reales eran como las contadas. Probé una y otra vez, a pesar de lo que decía ella, mi hermano, los amigos... a pesar de lo que decían todos a mi alrededor, probé a pegar los fragmentos de esa relación. No me contenté con estropearla sino que además probé una y otra vez, a estirar aquella historia a pesar de que para todos era evidente que aquel barco hacía agua mucho tiempo atrás.

¿Qué me pasaba...?

No hacía más que equivocarme, me olvidé del presente disfrazando el pasado de un brillo que nunca tuvo. Me atormenté intentando reanudar mil veces algo que ya no tenía remedio. Cuando al fin me convencía de que hay historias que tienen final, entonces me entregaba a otras nuevas en las que volvía a cometer una y otra vez los mismos errores.

Pero además, si finalmente parecía que ya “sin remedio” aquello iba a salir bien, entonces me decía a mí mismo muchas veces que seguro que saldría mal, saldría mal, saldría mal... hasta que salía mal. Y no contento con eso... si después de terminar, la interesada por alguna rara, alguna inexplicable razón, intentaba volver a verme, entonces yo dignamente contestaba:

“Ya no, ya es demasiado tarde”.

Y más de lo mismo. Siempre más de lo mismo.

¿Pero que me pasaba...?

Llegué a sentirme tan mal conmigo, que creí de veras que Satanás estaba en racha, que cada vez que Dios le retaba, él conseguía tener sus bolas en el aire, girando y girando todas a la vez, girando y girando: “Un poooooobre diaaaaablo, Un pooooobre diaaaaaablo.... eso es lo que yo era...”

Ahora que recuerdo aquellos días aún no sé muy bien por qué lo hice. Supongo que me sentía tan perdido que necesitaba encontrar una salida, y aquella en principio no estaba tan mal. Aspiraba a encontrar la tranquilidad que mi alma necesitaba, y al mismo tiempo era la posibilidad de alcanzar un modo de ganarme la vida. Los días pasaban y poco a poco mi juventud iba perdiéndome de vista.

Comuniqué mi decisión a mi madre, a mis hermanos, a mi familia, a todos los que me querían, pero la verdad es que he de reconocer que a ellos no les pareció tan buena idea como a mí.

- Que tu ¿queee?
- Que me voy a meter a sacerdote
- ¿A sa...? ¿A SACERDOTE has dicho?
- Sí eso he dicho...
- Pero tío tú estás muy mal... ¡Tú...! ¡¡un cura!!
- Pero... ¿Por qué...?¿Por qué te parece tan raro?
- ¿Que por qué...? ¿Pero cuando has demostrado tu vocación, macho? ¿Vocación..., se dice así no? ¿Cuándo has demostrado tu eso...?
- Bueno... a veces me han dicho que pasa esto, que de repente uno se da cuenta...
- ¿Qué se da cuenta de qué...?
- Pues de que este es el camino...
- ¿Pero que camino ni que pollas...?
- El de la Iglesia...
- Pero tío tu estás para que te encierren... pero vamos a ver ¿qué te pasa? ¿Tienes algún problema...? no sé... de verdad macho si yo soy tu hermano puedes contármelo... ¿Qué pasa, joder? Coño que a mí me lo puedes decir... Vamos a ver... se trata de eso ¿no?
- ¿De eso...?
- Sí joder ¡de eso...! Es eso ¿no? Pero hombre, que por una vez no pasa nada, si a todos alguna vez que otra..., joder no nos gusta admitirlo... pero a todo el mundo le ha pasado... ¿es eso? ¿es eso no?¿No se te levanta...?...

Mi hermano siempre fue un ser transparente que pensaba que si un pastel estaba detrás de un escaparate era para saborearlo, para saborearlo muy muy lentamente... Y era de tontos no hacerlo, fuera del gusto que fuera, estuviera comprometido o no. A su manera él también seguía con la nariz aplastada contra el cristal, aunque ahora los dulces llevaran faldas y la nariz, bueno la nariz estuviera unos centímetros más abajo... Mi hermano era un ser maravilloso que aunque ya rozáramos los treinta iba a seguir toda la vida sintiendo ese deber fraternal aunque ya un poco absurdo de defenderme.

Es muy, muy difícil defender a alguien de sí mismo...

Aquel mundo con olor a incienso y silencio, la oración y la abstinencia, la vida solitaria eran cualidades que se ajustaban perfectamente a las medidas de mi carácter sufridor. Solamente tuve que dejarme llevar...

Debo admitir que aquel tiempo de sotanas y cirios dejó en mi un poso mágico, dejó en mis manos la receta con la que el mundo cocina sus vidas, el ligero atisbo de cómo cada cual y a su manera intenta ser feliz.

Hasta la íntima oscuridad de mi confesionario llegaban los sonidos tenues de voces quedas que lentamente iban desgranando pecados y secretos. Murmullos huérfanos de rostros y nombres a los que yo simplemente tenía que prestar toda mi atención como un día lejano hice con las historias de mi padre.

Por que si algo yo sabía hacer era escuchar.

Aquellas voces como envoltorios de colores brillantes que guardaban en su interior almas desnudas y arrepentidas. El niño que un día se escondió dentro de mí aún podía jugar a imaginar qué misterioso interior ocultaban esos colores, esas voces sugerían sabores, y las confesiones llegaban hasta mí envueltas en aroma a vainilla y a canela, a yema o a licor.

Yo estaba al otro lado de aquel confesionario como estuve en mi infancia con la nariz aplastada contra otro escaparate. Solo escuchando y escuchando, solo imaginando cual sería el sabor. No podía pedir más.

Y los años iban escapando suavemente.

- Ave María Purísima
- Sin pecado concebida
- Buenas, buenas tardes padre
- Buenas hija. Díme...
- Mire padre yo no le voy a engañar, yo no me he confesado nunca ni pretendo hacerlo ahora. Pero necesito hablar y hablar, hablarle a alguien a quién no le importe escuchar. He acudido a mi familia, a mis amigos, a médicos y psiquiatras que han intentado ayudarme pero yo no necesito sonrisas ni compasión ni pastillas, necesito solamente descargarme de este gran peso que lleva mi interior, necesito que me escuchen...
- Ya...
- Pero si a usted no le parece bien, yo Padre me voy y ya esta...
- No, no... no te vayas yo escucho, claro que te escucho...
- Gracias... Bueno... el caso es que yo, yo me siento muy desgraciada ¿sabe? pero no sé de donde puede venir tanta tristeza como yo siento... las situaciones me quedan grandes, como enormes prendas que uno ha heredado y tiene que caminar con ellas... Sin apenas darme cuenta poco a poco las cosas, haga yo lo que haga, se van enredando, las personas se alejan... y yo solo alcanzo a sentirme triste... me siento tan impotente ante mi alrededor... es como, como si alguien allá arriba se jugara a los dados mi felicidad, mi destino... le parecerá algo absurdo...

De golpe, sobre aquella voz se superpusieron otras... todas revoloteando al mismo tiempo a mi alrededor... “...es como, si alguien allá arriba se jugara a los dados mi felicidad, mi destino...” y escuché a mi padre diciéndome: “Cada tarde Dios... coooojonudo este vinito, coooojoooonudo... Cada tarde Dios coge las bolas ....” Escuché a mi hermano: “Tu que te tragaste todos los sermones, cuéntales alguna de sus historias...cuéntaselas, fliparán...” y durante unos segundos eternos aplasté de nuevo mis siete años contra el escaparate de aquella pastelería...

- Yo también...
- ¿Cómo dice Padre?
- Que yo también...
- Usted... ¿también qué...?
- Que yo también a veces he sentido algo parecido...
- ¿Usted?
- Sí algo así como que Satanás estaba en racha...
- ¿Satanás...?
- No, no me hagas caso... me refiero a que conozco esa sensación en la que a veces uno no puede evitar preguntarse porque Dios ese día se habrá levantado con el pie izquierdo. Con el pie izquierdo... y te dices que debería cuidar ese tipo de cosas que para algo es Dios..., que debería darse cuenta de que un pequeño tropiezo suyo es un gran estrépito aquí abajo...
- Sí, supongo que algo así... aunque yo nunca lo hubiera expresado de esa forma... pero sí, supongo que algo así... pero... ¿Qué es eso de Satanás?...
- Olvida, olvida lo de Satanás... a veces los recuerdos le ponen a uno la zancadilla... olvídalo... Resulta que tu estabas triste y querías que alguien te escuchara y ahora solo hablo yo...
- No Padre me ha gustado eso que ha dicho... es como si durante un momento hasta me hubiera olvidado de mi infelicidad... sea bueno, que me ha dejado intrigada ¿Qué es lo de Satanás...?
- Bueno... no debería... pero si como dices así te olvidas durante un momento de tu tristeza... Satanás... me has dicho que te parece como si alguien allá arriba jugara a los dados... ¿sabes lo que decía mi padre? Que Dios es malabarista... bueno exactamente no lo decía así pero parecido, “Dios es malabarista y cada tarde cogiendo sus bolas blancas le grita a Satanás: “Oye tú Satanás coge las tuyas que nos echamos un duelo...” Y entonces Satanás que no pierde el tiempo si puede amargar la vida al prójimo, coge sus negras bolas donde están metidas todas las miserias de este mundo y las echa al aire... y decía mi padre que si es Dios quién las tiene en el aire nace gente buena, pero ¡ay! si es Satanás... entonces nacen pobres diablos, pobres diablos como decía que éramos nosotros...”

- Vaya... bonita historia...
- Sí... mi padre, entre otras virtudes, era un buen contador de historias...
- Pero Padre ,y usted siendo sacerdote...
- Sí eso creo, “...no debería decir estas cosas” ¿verdad?
- Pues no sé... yo no soy quién... claro, pero es raro escuchar historias así en un confesionario...
- Yo también he oído decir que a los confesionarios viene la gente a confesarse... no solo a que le escuchen...
- ¡Vaya Padre...!
- Es una broma... una broma, ahora que lo pienso hacía mucho tiempo que no bromeaba... si es que bromeé alguna vez... yo era muy reservado, muy tímido... pero tienes toda la razón... ¿Quién sabe...? Quizás ahora resulte que soy mejor contador de historias que sacerdote... No si ya me lo decía mi hermano...
- ¿Su hermano?
- ...

Aquella tarde comenzamos una conversación para la que mi oscuro confesionario quedó pequeño.

Aquella tarde me encontré pasando al otro lado del escaparate, alargando mi mano, cogiendo el pastel.

Atrás quedaron sotanas y cirios, abstinencia y silencio. Ahora me inclino por otras compañías, ahora me rodeo de unas cuántas historias y el demorado sabor del chocolate.

Tal vez Dios ha dejado de retar a Satanás a echar sus bolas al aire... 

©Rocío Díaz Gómez
Primavera del 2002


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