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domingo, 2 de agosto de 2009

Relato de verano de Rocío Díaz Gómez: "El día que la abuela hizo top less"



Para empezar agosto os voy a dejar con un relato muy veraniego: "El día que la abuela hizo top less".

Este relato lo premiaron con el primer premio en el VI Certamen de Relato Corto "Doris Lessing" de la Universidad Carlos III de Madrid, el año pasado, en su edición 2008 y en la Modalidad "Premio no Comunidad Universitaria".
Espero que os guste.



El día que la abuela hizo top less
El día que la abuela hizo top less nuestro mundo se dio la vuelta como un calcetín. ¡Abuela! Fue el grito que al unísono dimos todos. Todos los que consiguieron abrir la boca y exclamar algo coherente. Pero al que no pudo hacerlo de viva voz, el grito, inquieto, imparable, feliz, se le escapó por los ojos asombrados, las manos en jarras, o libre y entrecortado, consiguió huir a golpe de risas. Por una vez en la vida toda mi familia estuvo de acuerdo en algo: “la abuela ha perdido el norte”.

Sin embargo, nunca su brújula estuvo más acertada.


Todos los veranos de nuestra infancia yo los recordaba en aquel pueblo, en aquella playa, bajo aquel tenderete que improvisaba la abuela colgando unas gruesas lonas de tres viejas pero resistentes sombrillas, de colores vistosos, clavadas a la orilla misma del mar. La abuela llevaba años y años alquilando una casita en el mismo pueblo costero para reunir allí a toda la familia. Pero los días eran largos, apacibles, soleados y pasábamos más tiempo en la playa que en la casa. Blancos de leche solar los más pequeños, encroquetados de arena los chavales, resbaladizos de aceite bronceador los adolescentes y a la sombra los más mayores. Todos juntos haciendo campamento, como decía la abuela. A ella le encantaba la playa, la arena, nuestra compañía; le encantaban aquellos días luminosos rodeada de toda la familia cercana y revuelta.

Aquel verano acababa de empezar. A lo largo de la semana habíamos ido llegando todos. Nada parecía presagiar ningún cambio, había amanecido una mañana como cualquier otra de aquel mes caluroso. Y así discurría, sencilla y lenta. Los pequeños entraban y salían del agua, empapados y despeinados. Los más jóvenes estirábamos el aburrimiento tumbados en nuestras toallas. Mi prima Rosa delicada, preciosa, a los pies de la abuela, boca abajo. Mi hermano Raúl y yo, él más musculoso, más espontáneo, yo enclenque, tímido, atisbando el mundo siempre tras unas gruesas gafas de empollón. Pero apostados los dos, a cada lado de mi prima, muy pendientes de los cambios que aquel invierno hubiera podido operar en su bella anatomía, esperando atentos a que hiciera el menor movimiento para admirar sus incipientes curvas. Aunque aquella mañana, raro en ella, no terminaba de volverse boca arriba... En un plano algo superior no dejaba de hablar tía Catalina, altiva, apretada toda ella, dentro de su encorsetado bañador. Es increíble, decía siempre papá a mamá cuando nadie le oía, “es increíble que de tu hermana Catalina haya salido tu sobrina Rosa ¿no crees?” Mamá, la versión dulce de las hermanas Castañar, le miraba con ojos sonrientes mientras le mandaba callar con un gesto apenas visible... Algo más allá, tío Luis siempre vegetaba sentado detrás de su periódico abierto, ajeno al mundo y sobre todo a su mujer. Cerca de nosotros Mamá hacía ganchillo y charlaba con tía Catalina. Papá, como siempre en la orilla, cuidaba y jugaba con los más pequeños. El mundo está bien, el mundo discurre plácido, parecíamos decir todos con nuestros gestos. Pero a la vista de lo que ocurrió después, quizás no fuera cierto.

La abuela estaba sentada en su silla, vestida con su atuendo playero y recatado, sencillo e impecable, mirando el mar y escuchando en silencio, sin perder ni una palabra pero sin apenas participar en las conversaciones. Cualquier extraño al verla hubiera jurado que era una anciana dócil, bien cuidada, cobijada por las atenciones de los suyos. Pero mi abuela era mucho más que eso. Era las raíces profundas, el tronco firme y resistente de mi familia.

Ahora sé qué fue lo que impulsó su gesto. Pero en aquel momento, como todos, no conseguía explicarme, no lograba salir de la sorpresa en la que de cabeza nos zambullimos todos al ver lo que hizo.

De pronto, sin mediar palabra, sin avisar y poco a poco, la abuela empezó a desabrocharse uno a uno los botones de su bata de tergal floreada y fresquita. Creo que en un principio nadie estaba mirando. Sin embargo, el gesto casi imperceptible de ir liberando cada botón de su respectivo ojal no se detuvo cuándo las leyes no escritas del recato y las convenciones sociales para una persona de su edad aconsejaban, sino que se extendió en el tiempo, persistiendo tenaz en la acción. Porque lo que tenía la abuela no era un simple acaloramiento propio de las horas centrales de aquel día veraniego, sofoco que se hubiera podido resolver con dos o tres botones desabrochados. No. Lo que tenía la abuela era la firme determinación de quedarse en paños menores, como ella decía. No nos dio tiempo ni a reaccionar. El caso es que cuando nos dimos cuenta la abuela siguió desabrochándose y desabrochándose la bata, hasta llegar a la cintura. Sin decir ni media, se bajó un hombro, se bajó el otro e inmediatamente después se echó las manos a la espalda y se soltó resuelta los dos corchetes de su ancho sostén de color visón, y con un solo movimiento y en un segundo artrítico, dejó libres, al aire y ante la vista de cualquiera, aquellos dos pechos abundantes y de setenta y tantos que, en ese momento descubrí impresionado, guardaba celosamente mi abuela.

- Jo-der, explotó mi hermano con dos golpes de voz nada más verla...
- Raúl, esa boca... -dijo mi abuela inmediatamente y mirando impasible nuestros gestos boquiabiertos preguntó indolente: ¿Os pasa algo?...
- ¿A nosotros? –acerté a decir yo resistiéndome a despegar los ojos de sus pechos desnudos- No, no abuela...
- Ah creía...
- ¿Qué les va a pasar? ¿O nos tiene que pasar algo? –dijo entonces tía Catalina, pero sin decir, con esa habitual y fingida condescendencia para con las cosas que censuraba su moral y que solía traducir en preguntas sin respuesta...
- Catalina, Catalina, -contestó rápidamente la abuela- si alguien te conoce soy yo, que te parí hace ya nosecuántos años, porque aunque me acuerdo perfectamente del día y año, por ti, no lo voy a decir aquí delante de toda la playa... Pero por eso mismo, Catalina, si me quieres decir algo a mí, me lo dices y en paz, y no me hables a medias y con ese tonito que usas para el pelele de tu marido, a mi no me hables así, porque soy tu madre, tu madre Catalina... un respeto.
- Pero madre...
- Ni madre ni gaitas... -contestó la abuela dándose un giro tremendamente peligroso para sus años y sus huesos, que hizo volar durante unos segundos eternos aquellos pechos de setenta y tantos que nos tenían hipnotizados...

E impermeable a nuestro asombro, siguió mirando el mar.

- Pero madre... -insistió tía Catalina- que se le ha caído el sujetador...
- No seas absurda Catalina -contestó ella sin mirarla siquiera- que se va a caer... me lo he quitado.
- Pero madre ¡a su edad va a hacer top less!
- ¡que “tolés, tolés” estoy haciendo destape! ¿O no se dice así Fernando? -Le preguntó la abuela a mi padre que a duras penas sofocaba incrédulo la risa...
- Sí, sí, claro que sí, destape, se dice destape, es que Catalina se lo ha dicho en ingles...
- Vamos... Échale en inglés... A mí, que soy de Toledo... -contestó entonces la abuela más para sí misma que para nadie...
- Pero madre ¿qué tonterías está usté diciendo? -Insistía tercamente tía Catalina- ¿Pero no ve que se va a constipar...?

Pero la abuela ni tan siquiera se molestó en volver a mirar a tía Catalina. Impertérrita, con los abundantes y desparramados pechos al aire siguió el resto de la mañana mirando el mar. Impactados por la sorpresa, no acabábamos ninguno de encontrar una explicación a su actitud, pero visto que ella no estaba dispuesta a cambiar de opinión, ni mucho menos de postura, cada uno volvió a lo suyo, aparentando una indiferencia que estábamos muy lejos de sentir. Mi tía Catalina de vez en cuando se acercaba a su marido que seguía parapetado detrás del periódico y le decía en voz baja: “Pero Luis ¿tú has visto a mi madre?” y el tío Luis contestaba tranquilamente: “Como para no verla Catalina, como para no verla...” y de ahí la tía no le sacaba. De vez en cuando la abuela salía de su mutismo y le decía a la prima Rosa: “Rosa, tesoro ¿no te cansas de estar boca abajo?”. Pero mi prima Rosa contestaba que no, que no se cansaba y seguía en esa posición... De vez en cuando mi padre y mi madre se miraban sin comentar nada. Y tía Catalina cuando se cansaba de mirar con ojos despavoridos a su madre, cuando se cansaba de preguntar a su marido, volvía a charlar sobre cualquier cosa que se le pasaba por la cabeza...

Era más que evidente que aquella mañana el mundo se había dado la vuelta como un calcetín. Mi prima Rosa, que desde siempre, y desde el primer minuto que pisaba la playa no paraba quieta, ahora se tumbaba boca arriba, ahora boca abajo, ahora se bañaba, ahora se iba a por un helado, ahora se reía, ahora hablaba por teléfono... mi prima Rosa que se moría por tatuarse cada rayo de sol en su piel medio desnuda y no paraba hasta que no lo conseguía, esa mañana no abandonaba su posición boca abajo, sin apenas hablar. Mi hermano y yo, atentos a cualquier movimiento de ella, acabamos por cansarnos y decidimos ir a bañarnos. Lo nunca visto. Eso por supuesto, sin hablar de la abuela, que de pronto y a los setenta y tantos, ahí estaba tan feliz, haciendo destape, sin mirar a nadie.

Afortunadamente llegó la hora de comer y todos nos pusimos en movimiento. Con un profundo respiro de alivio, visible no solo para nosotros sino para toda la playa, tía Catalina celebró que su madre volviera a colocarse el sostén, y a abrocharse hasta arriba la bata. La prima Rosa decidió abandonar su estática postura y enfundándose deprisa también en su camiseta, se vistió de otro humor, el suyo, el de siempre, alegre y cariñoso. Mis padres volvían a mirarse en silencio mientras vestían a los más pequeños. Tío Luis dobló en cuatro el periódico y poco a poco todos volvimos a ser quiénes éramos antes de llegar aquella mañana a la playa.

Con el egoísmo propio de los trece años, más preocupado por si nos dejarían ir esa noche al cine de verano que por cualquier otra cosa, no tardó en olvidárseme esa mañana tan rara... Durante la tarde todo fue como siempre, como siempre habían sido aquellos días de playa. Supongo que los mayores, tal y como dijo tía Catalina, resolvieron interpretar la salida de tono de la abuela, como el primer síntoma evidente de la vejez, porque yo no volví a escuchar nada, y después nos fuimos al cine. A la mañana siguiente, una tormenta de verano y la excursión al mercadillo donde habitualmente nos aprovisionábamos de fruta y verdura, nos robaron la mañana de playa. Así que hasta pasados dos días no volvimos al mar y la arena.

Temprano, como acostumbraba desde que se murió el abuelo, la abuela se había ido con mi padre a clavar las sombrillas, para guardarnos el sitio. Después, nos había traído los churros calentitos para que estuvieran preparados para cuando los nietos nos levantáramos. Y tras dejar a mi madre y a mi tía al cargo de nosotros y las cacerolas, donde ya humeaba la comida, dándose un paseo se fue tranquilamente a esperarnos a la playa. Y hacia allá nos encaminamos cuando estuvimos preparados.

La abuela nos esperaba sentada en su silla, mirando el mar. Con su bata puesta, y su habitual cariño y dedicación para cada uno de nosotros, a punto para ser desplegado. Todos fuimos ocupando nuestros invisibles lugares. La tía Catalina se quedó en bañador y se puso la palabra en la boca, hilando una conversación con otra y ésta con otra sin ánimo de callarse jamás. Mientras tanto tío Luis con el periódico bajo el brazo tomó posición en un lugar lo bastante alejado de la tía como para poder desconectarse a gusto. Papá echó protector en la piel de los pequeños y corriendo se fue al agua con ellos. Y mamá mientras con una sonrisa les veía correr hacia las olas, sacó su labor. Casi al mismo tiempo la prima Rosa se desnudó y durante tres segundos exactos nos dejó a mi hermano y a mí contemplar embelesados su bikini y de paso imaginar cuánto habría debajo de aquella tela, para inmediatamente después, al cuarto segundo volverse a tumbar boca abajo. Raúl y yo, fieles centinelas de sus curvas, estiramos nuestras toallas cada uno a un lado de ella. Estábamos ansiosos por que se tumbara boca arriba, porque la ley de la gravedad se demostrara una y otra vez bajo la tela nimia de su bikini con cada uno de sus movimientos...

Otra vez el mundo estaba bien, otra vez parecía discurrir en armonía bajo el sol, sobre la arena... Pero otra vez nos engañábamos.

No se cuánto tiempo había transcurrido desde que estábamos allí, pero quizás habrían pasado una hora o dos... No sé... aburrido de esperar a que mi prima se moviera de una santa vez me había ido a bañar, y había vuelto y hasta me había dado tiempo a dormitar un buen rato más... El caso es que llegado un punto la abuela volvió a las andadas. Raúl me hizo una seña y cuando quise mirar en su dirección ya el sostén volaba por los aires y de nuevo bajo el sol relucían de puro blancos sus pechos prohibidos de abuela.

- Pero Madre ¿otra vez? -Gritó escandalizada tía Catalina en cuánto la vio...
- ¡Ay Catalina...! que cansina te pones... -contestó mi abuela con voz aburrida sin hacer ni caso...

Estaba visto que el incidente de la otra mañana no iba a ser algo aislado, algo raro a olvidar... No. La abuela una de dos: o empezaba a tener rarezas de vieja, como decía tía Catalina, o a los setenta y tantos había decidido ponerse morena, como decía Raúl. Razón que a mí tampoco me convencía mucho... Fuera por lo que fuera, yo nunca a mi abuela le había visto hacer tal cosa y no dejaba de sorprenderme. Pero nos tuviera más o menos alucinados, parecía que la abuela tenía muy decidido que cada mañana de aquel verano nos iba a hacer el numerito del destape, como ella lo llamaba.

Y pasó una mañana de playa, y otra, y otra, y otra... Y ya fueron cuatro las mañanas que mi abuela se pasó con la bata por la cintura y el sostén colgando del brazo de su silla... De vez en cuando le preguntaba a la prima Rosa si no se cansaba de estar boca abajo... “Rosa tesoro...” “No, abuela no” le cortaba ella sin dejar que terminara la frase. Si mi abuela estaba decidida a hacer top les, mi prima estaba tan decidida o más a ponerse morena solo por la parte de detrás de su cuerpo. Cosas de chicas... ¿Quién las entiende?

Y no fue hasta la quinta mañana de playa de aquel verano cuando el mundo acabó por ponerse patas arriba. Todos estábamos en nuestros lugares invisibles, todo discurría como si aquella mañana fuera un papel de calco de las anteriores, hasta que de pronto y nada más quedarse la abuela con los pechos al aire, fue mamá la que dejando a un lado su labor se decidió a emular a su madre.

- Pero... ¡Por Dios! ¿Nos estamos volviendo todos locos? Le preguntó tía Catalina a su marido... siguiendo su línea de traducir el descontento en preguntas sin respuesta.

Pero tío Luis esa vez no contestó. Echó una fugaz mirada a su alrededor para saber de qué hablaba tía Catalina y nada más ver a mamá, como los avestruces hundió la cabeza aún más dentro del periódico, y sin atreverse a mirar más de la cuenta a su cuñada, se volvió enteramente hacia otro lado y se parapetó por completo dentro del diario... Raúl y yo nos removimos inquietos en nuestras toallas, no estábamos acostumbrados a ver a mamá desnuda o medio desnuda delante de todos, el mundo se estaba volviendo loco... muy loco. Esperando que en cualquier momento Raúl dijera algo que no pudiera callarse, miré a papá pidiendo auxilio con los ojos, y rápidamente éste solo movió la cabeza un milímetro, primero mirando a Raúl y luego a mí, en una seña muda de que estuviésemos tranquilos... Sin embargo mi prima siguió sin moverse.

Y no fue hasta el momento en que mi padre se dirigió al tío Luis con su propuesta cuando ya no me cupo ninguna duda que el sol este año nos estaba sentando muy, pero que muy mal...

- Entonces qué Luis... ¿No vamos a seguir a las chicas? ¡Ha llegado el destape...!

Y nada más oírlo, creí que la arena, de pronto movediza, se hundía vertiginosamente bajo mi peso. En un segundo me vi a mí mismo desnudo también, porque parecía que toda mi familia había perdido el norte ¿A dónde nos estaba llevando la abuela? Pensé. Porque aquello no era normal, no era ni medio normal, porque yo nunca le había visto los pechos, y ahí estaban al aire, enormes, tan blancos... y a la vista de cualquiera. Y después mamá, que aún me daba vergüenza echar una mirada para allá, porque no es porque fuera mi madre, pero había que reconocer que... y era mi madre... eso era pecado por lo menos... ¿Y ahora qué decía papá? Que el tío Luis y él se iban a bajar el bañador, porque así sin decirlo, se lo estaba diciendo, y madre mía... que esto es contagioso, que empezaban a animarse todos... Y ¿cómo acabaríamos? Porque después iríamos nosotros... que yo ya lo estaba viendo... Y claro Raúl estaba cachas el tío, y podía quedarse desnudo... ¿Pero yo? ¿Yo desnudo? Delante de todo el mundo... ¿Con este cuerpo? ¿Delante de mi prima Rosa? ¡Dios! Me moriré, me moriré seguro... y ya casi me estaba muriendo, me moría a chorros, cuando me di cuenta que Raúl se empezaba a levantar, porque mi hermano no se podía callar, y visto el panorama que se avecinaba... cuando justo también y sin decir ni media mi prima Rosa se dio media vuelta y por fin se quedó tumbada boca arriba...

Y al principio casi ni me dí cuenta, hipnotizado como estaba por el ombligo de mi prima, esa montaña rusa diminuta, no me dí casi ni cuenta, pero creo que ese día aprendí que las mujeres muchas veces, casi todas las veces, mueven el mundo. Que mira que yo se lo había oído decir a papá, pero hasta ese momento no lo entendí de veras. Porque fue mi prima darse la vuelta, cuando de pronto todos, sin decir nada, sin apenas hacer movimientos, como obedeciendo a un clic muy poderoso e invisible, volvieron a sus lugares, volvieron a ser los de siempre. Raúl inmediatamente volvió a tumbarse al lado derecho de mi prima, fiel centinela, papá volvió a sus juegos con los más pequeños, el tío Luis volvió a su periódico, mamá se subió el bañador, la abuela estiró su sostén y empezó a ponérselo y no había acabado de abotonarse la bata cuando tía Catalina ya estaba otra vez hablando de lo que nadie escuchaba... Mi prima se puso boca arriba y el mundo que estaba patas arriba se dio la vuelta despacio hasta volver a su ser.

Los trece años es una edad muy elástica, acabas de dejar la niñez, y aunque para algunas cosas sigues siendo algo infantil, empiezas a darte cuenta de otras muchas del mundo adulto en las que antes ni reparabas. En ese momento nadie quiso contarnos demasiado, pero yo empecé a darme cuenta de que por debajo de lo que se dice, de lo que se hace, de la aparente normalidad, siempre hay latiendo, mucho más, de lo que parece a simple vista.

A partir de ese día mi prima Rosa volvió a ser la de siempre, volvió a querer tatuarse en su piel, en toda su piel, ansiosa, cada rayo de sol que lucía para ella y solo para ella. Y tan pronto estaba boca arriba como boca abajo como boca arriba otra vez, demostrando todas las leyes de la gravedad, para satisfacción de nuestros entregados ojos.

Nunca quise saber qué pasó en realidad aquel verano. Ahora que ha pasado el tiempo imagino que algo le debió a pasar a mi prima, no sé muy bien el qué, pero lo que ocurriera, no sé si la cambió por fuera, no llegué nunca jamás a ese grado de intimidad con ella, y el top less, a diferencia de mi abuela, nunca estuvo entre sus aficiones... Pero lo que ahora sí sé es que no sé si la cambió por fuera, pero por dentro si la estaba cambiando... Y aunque tía Catalina no quisiera verlo, supongo que la abuela no estaba dispuesta a que llegara a un punto de difícil retorno en ese cambio. Y la pobre se debió morir del bochorno, porque no creo que fuera nada fácil para ella, con sus años y su educación, pero ahí estuvo firme frente a todos.

Todos los veranos de nuestra infancia yo los recordaba en aquel pueblo, en aquella playa, bajo aquel tenderete que improvisaba la abuela colgando unas gruesas lonas de tres viejas y resistentes sombrillas, clavadas a la orilla misma del mar. Pero aquel verano, lo recordaría siempre como un antes y un después en mi vida. Lo recordaría como el verano más raro, más familiar, el más entrañable. Al fin y al cabo, no todos los veranos a la abuela de uno, a sus setenta y tantos y muy bien llevados por cierto, le da por hacer top less... Perdón, destape.


©Rocío Díaz Gómez

2 comentarios:

  1. Volver a leer esta historia es volver a disfrutar de la ternura y la nostalgia que poseen tus relatos. Porque de la ternura sabemos que se disfruta. Pero de la nostalgia, hay quien se atreve a decir que debemos tener mucho cuidado. Yo pienso que de la nostalgia se disfruta incluso más que de la realidad del presente. Y para muestra, tu maravillosa historia de la abuela que hizo top-less.
    Enhorabuena.
    David Lerma.

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  2. ¡David! qué bien tenerte aquí también. Me alegro de que te gustara releer ese relato de la abuela. No sé muy bien por qué se me había publicado con un montón de morralla pero creo que ya por fín la he podido quitar, espero que eso no te dificultara la lectura. Es tierno sí, y nostálgico. Es de aquellos veranos... que supongo que hemos tenido todos. La nostalgia a pequeñas dosis como tantas cosas, supongo que tiene su parte positiva. Mientras uno no se recree demasiado en ella cómo tú dices hasta se puede disfrutar. Tu comentario me recuerda esa frase "La vida es lo que va pasando mientras uno hace otros planes..." O algo así. En cualquier caso me he alegrado mucho de encontrarte también aquí. Bienvenido y muchas gracias. Un beso,
    Rocío

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